dando
voces al rocío, cabalgan los aparceros.
El sol,
vigía de las yeguadas,
asoma
en la lejanía y restaña en los aceros.
Caballos
y yeguas potrillas llenan sus vientres de plata,
la
brisa besa álamos y fresnos,
los
ecos del silbido al mayoral delata
y
responden mugidos de oscuridad en el silencio.
Se
alargan las figuras con garrochas de sombra,
relinchan
alazanes con sus jinetes inquietos.
Conducida
la yeguada hasta el cortijo,
restallan las espuelas
y cruzan
el campo abierto
hacia
el encinar bravío
por las
colinas disperso.
El sol
pone oro en el trigal,
al
viento ondean crines y pañuelos,
jinetes
sobre caballos mítico ademán
derriban
a los toros por el suelo.
Invocando a vírgenes y santos,
levantan
el hierro incandescente.
Berridos
y gemidos, como un canto,
anuncian
en la aldea el rito de los signos,
que se
marcan en los vientres .
Sudorosos,
buscan sombra en su camino,
y preparan
en cazuelas y sartenes,
con
aceite y agua fresca del cortijo,
las
camperas migas de los viernes.
Cuando
el sol se oculta en la montaña,
cabalgan
de nuevo los tartesios,
entre
reflejos de sangre carpetana,
y
usando con destreza rienda y freno
separaran
los terneros de las vacas.
¡Que bien manejan sus garrochas!
¡Qué
bien cabalgan!
¡En
otro tiempo contra Roma y contra Aníbal,
los guerreros con sus lanzas…!
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