lunes, 13 de enero de 2014

LA PARTURIENTA



Con noviembre llegan los primeros fríos. Robles, arces y castaños se desprenden del oro con que el otoño pintó su verde cobertura y muestran su desnudez, paradojas de la vida, con la que encararán el largo sueño invernal. Por insondables designios de la naturaleza sus hojas resultan ahora inútiles y es así, sin cobertura, como se preparan para los rigores del invierno. Por el contrario, los aldeanos, hechos ciertamente de otra madera, cubren sus espaldas con chalecos de gruesa lana, encienden animosos el fuego de sus hogares y ponen edredones y mantas sobre sus lechos para convertir en cálido abrazo el rigor de la noche invernal.


En la aldea este año no ha faltado la lluvia que apenas ha dejado de caer intermitente desde el pasado mes de abril, sin dar tregua al verano. Sin embargo ahora las pesadas gotas caídas durante los meses de agosto y septiembre, acompañadas de truenos y relámpagos que atemorizaban al ganado, han dejado paso a una suave lluvia que, aliada con la niebla, riega los sembrados de trigo, centeno o avena.

Hace semanas que se oyen más cercanos los cencerros de las vacas y las sonoras esquilas de las ovejas. Nadie ha subido a los altos prados donde pacen en verano, ni les ha llamado o hecho señal alguna, pero cada día, sabedoras de que el invierno se avecina, pastan unos metros más abajo, acercándose poco a poco a la aldea. ¿Miden acaso la longitud de la jornada ? ¿O quizás saben interpretar el curso nocturno que siguen las estrellas en la impresionante bóveda celeste de aquellas montañas? Lo cierto es que hace ya unos días que el arquero Orión seguido por Tauro helíaco y las alborotadas Pléyades han tomado ya el camino del sur.

Todo forma un Uno. Si la sinfonía de mugidos que acompañan el pausado ruido de los cencerros no se oyera en los aledaños de la aldea en un momento dado de este final del otoño, establecido desde tiempos inmemoriales por no se sabe quien, se produciría inquietud, posiblemente nunca razonada, o quizás se tendría la sensación de que el ritmo de la naturaleza está siendo alterado y alguna secuencia de su proceder queda incompleta. Se extendería el desconcierto sobre cuándo abrir las puertas de los establos, empezar a vaciar los graneros o remover la paja. Más aún, el graznido del cuervo dejaría de ser el contrapunto vespertino de la llegada de las changarras y los gorriones estarían igualmente desconcertados al despertar el alba y no oír los mugidos de las vacas pidiendo desde los establos su ración de paja y grano matutino. Pero por ventura los quehaceres de bestias y humanos siguen sus ritmos ancestrales. En la aldea se oye todavía el sonoro silencio de todos los otoños y el repiqueteo cristalino de la lluvia sobre las hojas caídas.

Cuando el tiempo, todo el mundo sabe que hablamos del artista eterno, acabe de dar sus últimos toques de ocre y empiece a pintar de blanco las altas montañas del valle, toros y vacas con sus becerros paridos en la canícula del verano y ovejas y carneros deseosos de establo habrán hollado por ultima vez las embarradas calles de la aldea y dormirán apacibles en sus cuadras. Envueltos en la tibieza que proporcionan los amplios muros de piedra de los establos, tendidos en los rudos suelos sobre los que se ha esparcido la paja, llenos los pesebres del oloroso heno, tendrán tiempo para rumiar pensativos durante el interminable periodo invernal. Quizás en sus ensoñaciones recuerden el vuelo del águila, el gañido del halcón, el zapateo de la liebre huidiza, o las esbeltas siluetas de los muflones sobre las rocas, desafiando el vértigo, los barrancos con veta de plata a sus pies. O quizás ocurra, como a nosotros los humanos, que piensen en el futuro de una primavera con zumbonas abejas cogiendo el néctar de las flores y el renovado gorjeo de los pájaros. Dicen los aldeanos que durante el invierno sus fámulos también rezan.


Conforme avanza el otoño se va yendo lo azul y el cielo se trajea de gris para mejor encarar los acontecimientos propios del invierno. En las ventanas los geranios y los crisantemos continúan pintados de llamativos colores adornando los vanos hasta que el hielo sentencie su final y dejen paso a los ciclámenes de vetadas hojas abiertas a los fríos invernales.

Los caballos de tiro de la cuadriga de Helios van perdiendo arrojo y, cansados después de trotar por los polvorientos caminos del verano y los barrizales otoñales, reducen su eclíptico recorrido cada día deseosos de llegar a la puerta del ocaso. Las ánimas y demás seres sutiles que viven aquí pero también en el más allá, sienten la fría humedad en sus oquedades y despiertan de su letargo. A partir de ahora no será difícil ver la silueta de alguna bruja sobre el pálido disco de la luna ni ver pasar veloz al autillo hacia el campanario e incluso oír el golpe seco de alguna campana tañida por seres incorpóreos. Es durante este breve periodo de tiempo de finales de otoño y principios de invierno en el que las ánimas recorren la tierra, crecen hongos sobre la hojarasca del bosque húmedo y el romero y el brezo adornan el sotobosque, cuando la curandera de la aldea prepara sus pócimas.

El resto de aldeanos, conocedores también de muchas de las propiedades de plantas, arbustos y setas si bien no con la profundidad y eficacia de su vecina, se aprestan igualmente a conservarlas según los cánones de la sabiduría popular. Algunas plantas, dicen, pueden trasladarte a otros mundos en los que creerás haber vivido, pero pueden también volverte loco si las tomas sin conocimiento y mesura.

Debido a la libertad con que a finales del otoño se mueven las ánimas y los espíritus surcan los aires, en la aldea hay un cierto temor. Las doncellas, vigiladas y protegidas por sus parientes durante los alegres fastos del verano, pueden quedar ahora embarazadas por quienes por naturaleza son invisibles. Las ánimas buscan cuerpos. De la misma manera que fueron expulsadas de ellos por la violencia de un trágico suceso o por la enfermedad y la muerte, están ahora decididas a encontrar donde morar de nuevo. Algunos hombres, en contra del pensar del cura párroco que considera todo esto una superstición sin fundamento, confinan a sus hijas dentro de sus casas en los oscuros días del final del otoño, temerosos del desvarío y poder de tales espíritus.

Sin embargo Laura, la mujer de Octavio, el cervecero, quedó embarazada de su segundo hijo en el equinocio de primavera. Muy lejos de estas inquietantes fechas. Si fue o no un espíritu nadie lo sabe. Su matrimonio es cristiano y su marido nunca se ausenta de casa varios días sino es para llevar a la aldea donde nació y viven sus padres, la cerveza de sus bodegas con la que suele obsequiar a familiares y amigos por 
Pascua de Resurrección. 



La lluvia ha hecho un paréntesis durante la primera semana de diciembre. Laura hace días que nota los dolores que preludian el parto y las comadres de la aldea han sido advertidas. Los familiares han pedido al viejo sacristán que deje abierta la iglesia pues han de renovar y encender cada día las velas del altar de Santa Ana, madre de la virgen María quien junto a San Ramón nonato y patrón de las que van a dar a luz, ampararán a la parturienta. De San Ramón no hay altar en la iglesia, pero una de las comadronas, la más joven, ha traído un imagen del santo que deposita en la mesa del vestíbulo de la casa. Tampoco en el improvisado altar debe faltar la luz de las velas.

Todo está dispuesto en la casa de Laura y Octavio. Los calderos, las jarras con agua tibia, los paños de algodón, las tijeras, los pañales para el “nasciturus” y el camisón con que vestirán a la madre tras el parto. Todo limpio. La casa perfumada con espliego, y el romero dispuesto par ser quemado junto al brasero donde centellean las brasas. La comadrona va y viene, ordenando y comentando a cada una de las presentes cual ha de ser su cometido.
Hace días que los hombres revisan sus cuerdas y aparejos, cuidando de que no haya nada anudado ni torcido. Miran que no haya atadura alguna a la vista, en la casa, en los establos o en el corral que pueda dificultar el nacimiento del niño o niña por venir. De la misma manera, las madres desatan las trenzas de sus hijas sabedoras de las dificultades y peligros que encierra un parto en el que el se enrede el cordón umbilical. Es por ello que también han soltado los lazos de sus vestidos y repasado cualquier pliegue que pudiera resultar sospechoso. Incluso los cordones deben ser sacados de los zapatos de todos los presentes y puestos a la vista sobre un tablero. Además, hay orden de abrir puertas y ventanas, alacenas, tinajas y hasta cajas, incluso aquellas en donde se guarda el ajuar. Nada debe permanecer cerrado para que el infante nazca sin problemas. Así recorrerá el ajustado conducto por el que, inalcanzable designio del Creador, todo ser humano viene a este vasto y ancho mundo. 


 
Sirva para los incrédulos lo que aconteciera a Alcmena, mujer de Anfitrión, hijo del rey de Tirinto, y nieto de Perseo, que estuvo pariendo a Hércules durante una semana debido a que Lucina diosa del alumbramiento quien, en un imperdonable descuido impropio de una deidad, cruzó sus piernas en tan inoportuno momento. Y más recientemente, cambiadas las costumbres paganas por las cristianas, pero no por ello menos doloroso fue lo que ocurrió a la madre del citado San Ramón cuando por una venganza familiar sus enemigos cruzaron manos y dedos con alevosía en el momento del parto de manera que murió durante el mismo y hubo que abrir su vientre para que viviera quien un día, además de liberar a muchos cautivos, habría de mediar ante Nuestro Señor para que, en memoria de su santa madre, auxiliara a toda mujer en el delicado trance del alumbramiento.

También saben los hombres y mujeres de la aldea, puesto que el día de sus bodas quedaron ligados por el anillo nupcial, que no han de acudir con él a visitar la parturienta, para así evitar que el alma del neonato, todavía inquieta e indecisa en un cuerpo nuevo y frágil, no se enganche o sufra percance alguno. 



El marido de Laura ha ido con otros varones, familiares y amigos, a un cuarto contiguo para que, yaciente como su esposa, sienta también él los trabajos del parto y ayude con su esfuerzo a su valerosa mujer en el alumbramiento. Y es por ello que recibe de quienes le rodean palabras de ánimo mientras dura y de júbilo cuando se oye el grito de la niña que anuncia el final del feliz acontecimiento. Saben los varones de la aldea, desde tiempos remotos, que el amor obliga y que todo esfuerzo y esmero ha de ser tenido por nimio en los difíciles momentos en que la mujer trae un hijo al mundo.


Por fin todos los presentes respiran aliviados y muestran su contento. Ha nacido una niña, podríamos decir sin apenas dificultades, pero, eso sí, gracias a la intervención de la Santa Ana, abuela solícita allí donde las haya, siempre en silencio pero vigilante, dejando hacer como indica la humildad y la prudencia. Todo el mundo ha contribuido en la tarea encomendada o que ha entendido necesaria. La matrona más vieja aventura el futuro de la niña y dice que además de hermosa será inteligente pues ha nacido con los ojos abiertos y en la mirada - añade la anciana- desde siempre la mujer ha tenido su fuerza. El parto ha sido un éxito que celebran la madre y la familia pero también toda la comunidad. La alegría se extiende a la velocidad de la palabra y para dejar patente que la niña ha venido al mundo en éste y no en otro lugar y que de algún modo forma parte de toda la aldea, repican las campanas de la iglesia.
Quieren hacer también partícipe al caminante del gozo reinante. Le invitan a entrar y ver a la madre con la recién nacida muellemente depositada en sus haldas. Laura no quiere dar muestras de cansancio, se muestra orgullosa y alegre e inclina a su hija sobre el regazo para que pueda ser contemplada. El caminante, abrumado por la situación, se limita a hacer una leve inclinación de cabeza sin hacer comentarios. La parturienta, le mira y sonríe durante unos segundos mientras coge y acaricia suavemente el puño cerrado de la pequeña. Un grupo de niños acompañados por sus padres irrumpen en la habitación. Todos quieren ver a la niña. Saben que no deben tocarla y puesto que han sido previamente amonestados por su padres, no lo harán. Por ello la madre relajada les sonríe, habla y les pregunta con dulzura si les parece bonita. Ellos mueven la cabeza sin atreverse a decir palabra al tiempo que miran inquietos a sus padres, tratando de adivinar qué deben hacer a continuación, hasta que a una señal salen de la habitación entre risas haciendo sus inocentes comentarios.

El misterio de la vida parece engrandecer por momentos aquella reducida estancia. El caminante oye los parabienes y siente la alegría expansiva, contagiosa, participativa de aquella gente. Acros a quien con un gesto severo había inmovilizado a la puerta de la casa, se queja inquieto de ver entrar y salir a tanta gente y porque la desaparición del amo dura ya demasiado tiempo. Al oír a su perro, el caminante comprende que ha de abandonar aquel lugar y tras saludar a algunas persona , procurando no molestar, casi en silencio, abandona el recinto.

Aunque luce el sol, los primeros días de invierno están dejando sentir su rigor. No hay nieve todavía pero el frío se va haciendo más y más intenso. Cada tarde, cuando se oculta el astro rey, el helor se apodera de la aldea hasta la mañana siguiente y el suelo se humedece. Como contrapartida el ambiente se llena de un acogedor olor a leña quemada.

El caminante cruza lentamente la calle buscando alejarse de aquel lugar, cuando una anciana que ha salido de una de las casas vecinas le invita a entrar para ofrecerle, dice, un tazón de caldo.
    -Pase y siéntese junto al fuego, le dice la mujer.
    El caminante vuelve a hacer una señal a Acros para que permanezca quieto de nuevo en el umbral. Dentro, un hombre de más o menos la misma edad que la mujer está sentado junto al fuego. Detrás de él unas cuantas sillas de nea rodean una mesa de madera cuyos bordes brillan por el desgaste del prologado uso. El anciano, tras levantarse y acercarle una silla, se sienta de nuevo junto a fuego para hablar con el caminante.Mientras, la mujer prepara en la cocina el caldo prometido.
    Cuando ve venir a su mujer con los humeantes tazones de loza blanca, el anciano sin dejar de hablar se levanta a coger el pan cortado que depositado sobre una pequeña cesta de mimbre, puede verse a través de la puerta acristalada de la alacena. Lo pone sobre la mesa y a continuación, con el mismo paso solemne de su lento de su caminar, ahora en silencio, se dirige a la cómoda que hay al fondo del comedor y tras abrir con mano temblorosa un cajón toma cubiertos y servilletas.

El caminante siente el brusco contraste entre la imagen de aquella niña que ha venido a este mundo llena de vida y cuyos movimientos por demasiado impulsivos han de ser modelados y la de estos ancianos que en su tardanza se esfuerzan por finalizar sus cometidos. Se le antoja que cuando sus solícitos anfitriones abandonen este mundo,quizás la hija de Laura y Octavio ocupe aquella casa. Es ley de vida que no por poco apercibida, deja de regir el destino. Pero los ancianos están contentos y él también. La felicidad, piensa, está en el sentido con el que hacemos las cosas de cada día. La edad va cambiando casi sin darnos cuenta, e igualmente el porqué de lo que hacemos y por ello nos sentimos vivos hasta el final de la existencia.
    - El caldo está hecho con los puerros que ha traído mi marido del bancal y la gallina es de nuestro corral, dice la mujer.
    - Cuando nace un niño - añade el anciano - sea varón o hembra hay que matar a una gallina y alimentarse con ella. Tomando este caldo contribuimos a que los bebés se críen sanos y fuertes.
    -¿Sí? Realmente se trata de una buena idea, responde amablemente el caminante. Y piensa en la sencillez de las explicaciones que aquellas gentes encuentran a lo que hacen, en contraste con la complicada existencia de quienes siguen en la vida otros dictados y se llenan de razones aparentemente más ciertas pero en realidad igualmente contingentes. De hecho aquella era la explicación más adecuada para el momento puesto que nada ha más reconfortante que un sabroso caldo caliente en los fríos días del incipiente invierno y más si el motivo es el de celebrar un nacimiento y desear salud y bienestar a quien llega a este contradictorio mundo.
Estuvo largo rato conversando con aquellos ancianos quienes, a pesar de ser casi un desconocido, le habían invitado a compartir su mesa y ser partícipe del ancestral ritual de tomar caldo de gallina cada vez que una criatura viene a formar parte de la comunidad.

Los ancianos le habían explicado lo hecho y por hacer en la aldea como si aquella hubiera de ser su lugar de residencia para siempre. Pero no era así. Si el sino de los ancianos es trasmitir con sus narraciones la experiencia de la vida como quien por instinto siembra en el campo comunal, el suyo era el de recorrer caminos. Aunque aquel cálido ambiente con su trato filial y amable no invitaba a dejar la casa, ni el incipiente afecto con el resto de los campesinos y campesinas fruto de una estrecha convivencia durante varios meses invitaban a abandonar la aldea, el caminante, fiel a su destino, sabía que más pronto que tarde habría de partir.

Cuando tras desearles salud y larga vida, salió de la casa, Acros haciendo patente su incontrolada alegría saltó una y otra vez intentando lamer el rostro de su amo. El caminante respondió con pareja solicitud acariciando su cabeza lo que calmó al can pues desparecer el contento con la misma rapidez que había surgido, se puso a husmear calle arriba, algo que interesa a todo can, tratando de reconocer el rastro de cuantos gatos o perros habían pasado recientemente por allí.

Todavía pasó el caminante algunas semanas más en la aldea hasta observar que Sagitario apenas era visible en las noches estrelladas y que durante el día las cigüeñas sobrevolaban ya las montañas más septentrionales y los gamos se dejaban ver en los altos prados cubiertos todavía por la nieve y en los que pronto pacerá el ganado. Su presencia muestra que el inexorable ciclo de las estaciones sigue su curso. No tardarán en llegar los ánades y tras ellos toda una pléyade de pájaros cantores provenientes de lejanos lugares con cuya algarabía se despiertan los habitantes del bosque. Así pues entendió que no podía alargar más la estancia en la aldea y empezó a preparar la partida.

Había sido testigo de una acontecimiento en cierta manera nuevo para él, pues nuevo es aquello que siendo habitual se reviste de profundo sentimiento. Ahora el caminar le reportaría tiempo y silencio para la comprensión de lo humano. La libertad ofrece oportunidades al conocer y manifiesta lo que parece estar velado.

Silbó a su perro quien tras detenerse y mirarle atentamente, tratando de comprender el motivo de su llamada, emprendió una veloz carrera para situarse a su lado. Ambos se dirigieron a la fuente de la plaza que les había acogido el día de su llegada y proporcionado sus dones: el sonoro canto y el agua cristalina. El día era frío y el sol asomaba tímidamente entre las nubes. En la torre de la iglesia , majestuoso baluarte de aquella plaza, sonaron las campanas. Algunas estorninos que descansaban sobre los aleros levantaron el vuelo. Eran las doce cuando un ángel del Señor saludó a María y ella concibió por obra y gracia del Espíritu Santo.

Se acordó de Laura, de las ánimas que pululan insolentes durante el otoño por la aldea, de las expectantes mujeres que la asisitieron en el parto, de la matrona que recibió a la niña y vaticinó su fuerza. Pensó en Octavio a quien una boca más, puesto que era hombre y aldeano, no debía asustarle. Observó la mies de los campos generosos, siempre dispuestos a dar el alimento necesario. Oyó los mugidos, el son de los cencerros y se le antojó canto de bienvenida para quien hubiera de nacer en aquella aldea. Olió el heno apilado junto a los establos. Vio cómo el humo acogedor se elevaba al cielo desde los hogares. Intentó comprender el misterio del ardiente deseo de concebir que vivifica periódicamente a la aldea. Todo está dispuesto, se dijo, para que de nuevo salude el ángel y haya vida.

Los aldeanos que cruzaron la plaza debieron comprender por el atuendo del caminante y los pocos enseres con los que cargaba que se disponía a abandonar la aldea. Se despidieron con afecto. Durante el tiempo que había estado con ellos no había permanecido ocioso y participando en las tareas que le habían ofrecido se había granjeado el reconocimiento de los aldeanos. Pensó en el misterio de la convivencia, en la sinergia de quienes crecen juntos, en la sencillez de quienes han permanecido y permanecen iguales en su vivir desde tiempos inmemoriable.

Al tomar el recodo de la última casa, Acros asustado ladró acaloradamente. Un fuerte olor a forraje y paja inundó la aldea. Las puertas de los establos se abrían de nuevo. Vacas y toros curiosos y a la vez temerosos de lo nuevo asomaban la testuz y miraban sorprendidos aquellos montes y prados en la lejanía sin atreverse a salir y tomar el camino que les llevaría hasta ellos. O, quien sabe, quizás perezosos se resistían a abandonar tan cómodos aposentos.

Bastón en mano, las aldeanas los hacen salir del establo. Una vez fuera, entre mugidos y atropellados sones de cencerros, superada la inicial indecisión, enfilan como cada año el camino que les llevará, siguiendo el enigmático periodo fijado para cada jornada, hasta los altos prados en los que pacerán placenteramente el próximo verano. No volverán a los cálidos establos hasta que Escorpio junto con Sagitario desaparezcan por el horizonte para ceder de nuevo su lugar a Orion, el cazador que cada año anuncia el fin de la veda. Los novillos, nuevos en este quehacer, se debaten entre el impulso de salir trotando camino arriba y el de seguir el acompasado andar de sus madres. Todos ellos comerán y dormirán todavía durante semanas en los prados circundantes.

Tras gozar de nuevo con el espectáculo de las changarras esta vez alejándose de la aldea, el caminante avanzó varios kilómetros. Todavía pudo oír el bramido del ciervo anunciando el fin de su letargo invernal.
Siguió por el valle en dirección a donde las montañas se estrechan y forman una profunda garganta.

Dos jóvenes mujeres procedentes de alguna aldea vecina conducían en sentido contrario del camino a un reducido grupo de vacas. Pensó que era tiempo de intercambio y venta de ganado y no tardaría en cruzarse con más campesinos llevando a sus animales domésticos hacia la aldea. Una corpulenta vaca del color del alazán y grandes ubres marcaba con su lento caminar el ritmo del resto del ganado y de las campesinas quienes hablaban animosamente y reían sus gracias. Vestidas con sayas de vivos colores, entre los que predominan el verde y rojo con con ribetes negros y luciendo llamativos pañuelos dejaban ver con acierto sus negos cabellos, El mercado, pensó, es siempre motivo de encuentro, lugar quizás para el amor, del que nacerían nuevas criaturas.

Cuando pasaron junto al caminante y su perro, le regalaron una amplia sonrisa. Al ver sus brillantes ojos negros recordó a la anciana comadrona cuando tomó en brazos a la recién nacida: la fuerza de la mujer, había dicho, está en su mirada.

© Rafael Rodrigo Navarro del libro “ Estampas rústicas”

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