Cuando el caminante llegó a
la aldea de casas de adobe y ocre refulgente, sonaron las campanas de
la iglesia anunciando la fecundidad del Sol, espíritu supremo
capaz de dejar grávida a cualquier mujer que osara salir al campo en
aquella hora de quietud y silencio. El sol en su cenit había
convertido a las sombras en un leve círculo. En el interior de la
iglesia ….el ángel del Señor anunció a María.
El caminante atravesó la
aldea en busca de la plaza y su cantarina fuente cuyo sonido había
percibido desde la lejanía. Se acercó, se quitó el sombrero,
sacudió el polvo del su chaleco y se sentó sobre el pretil para
otear aquel recinto solitario en busca de algo que denotara vida.
Acros agradeció a su amo la parada reconfortante, y mientras movía
alegremente la cola sorbió con avidez el pequeño charco de agua
derramada por el brusco movimiento de algún cántaro al ser elevado
por el encima de la baranda. Luego, tras una fugaz mirada a su amo,
se dirigió hacia la acogedora franja de sombra que ofrecía el muro
y la torre de la iglesia. Se sentó y volvió a sacar jadeante su
larga lengua ahora húmeda y fresca, en espera de que también su amo
acudiera a protegerse del sol y a disfrutar de la brisa primaveral
que en aquella parte de la plaza se movía.
El caminante inspeccionó
las puertas y ventanas que daban a la plaza y los porches
circundantes sin llegar a atisbar movimiento alguno. Frotó sus
manos bajo el abundante chorro, recogió el agua en el cuenco de sus
grandes e hinchadas manos y la dejó caer sobre rostro, cabeza y
nuca al tiempo que suspiró sonoramente, como queriendo dar
testimonio fehaciente de lo placentero del momento. Luego con paso
lento se dirigió al lugar donde con natural intuición, sin
necesidad de gesto ni palabra, había sugerido su atento can. Allí
permaneció sesteando y esperando acontecimientos.
Al cabo de unas horas,
cuando el día empezaba a declinar y el sol lentamente iba dejando
de iluminar a los mortales, la aldea se fue llenando de ruidos y
voces. Mujeres y hombres, salían de sus casas e iban de aquí para
allá, recorriendo las calles con premura y excitación en lo que
parecía la preparación de un acontecimiento importante o por lo
menos significativo, a juzgar por la seriedad del ajetreo. Cuando
movido de su natural curiosidad el caminante preguntó por las
razones de todo aquel animado trasiego, la gente se mostró reacia
en dar explicaciones., de manera que no pudo saber de su significado
hasta pasados algunos días. La gente ante el extraño no sólo
guardaba silencio sino que rehuía cualquier aproximación.
Pensó entonces en la
existencia en la aldea de algún tabú en torno a lo estaba por
acontecer. No era la primera vez que el caminante se había
encontrado con prohibiciones rituales en su deambular por tierras y
pueblos. Quizás un tabú sobre determinadas palabras o personas y
por ello guardaban silencio, no fuera que en la inconsciencia del
discurso,se dijera lo que no se podía decir o se nombrara a quien no
se podía mencionar. El caminante decidió no preguntar más y se
puso a observar con detenimiento lo que tan diligentemente hacían
los aldeanos. En ocasiones, se dijo, el silencio es el mejor
camino para la comprensión de las cosas y casi siempre para el
entendimiento de lo más profundo.
Pidió
hospitalidad para pasar la noche que no se hizo de esperar. Presto
le proporcionaron una casa a las afueras del pueblo que hacía las
veces de casa de acogida para visitantes y forasteros. Unas mujeres,
seguramente las encargadas del mantenimiento, le entregaron mantas y
sábanas así como una copia de la llave de la casa para que pudiera
usar de ella con libertad. Se acomodó y se dispuso a pasar unos días
en espera de asistir a algún evento interesante. A pesar del trato
correcto recibido y la hospitalidad, las mujeres que le atendieron
también guardaron silencio.
Se
trataba, según supo más tarde, de acompañar al invierno en sus
últimos días siendo parcos tanto en la palabra como en la
alimentación y en lo salaz. Era costumbre pasar aquellos días con
frugalidad. En cualquier caso, hasta la proclamación de la
primavera, se había de evitar hablar sobre los “ hacedores de
lluvia”. Sus solos nombres podrían provocar nubes amenazantes y
atronadoras, tormentas repentinas y granizo destructor sembrando la
tragedia por doquier.
El día
siguiente fue tranquilo en los quehaceres aldeanos. Durante la mañana
el caminante se entretuvo en ver enjaezar algunas mulas y rocines,
todas ellas caballerías propias para las tareas del campo, y cargar
sus alforjas de los más variados aparejos para el trabajo de la
tierra, en observar la solicitud de las mujeres de la aldea en sus
compras y descubrir las estrategias de gatos y perros, incluido su
fiel Acros, en la búsqueda del alimento matutino. Mozas de diversa
edad y contextura estuvieron cruzando la plaza toda la mañana con
desenvoltura o desaire según los casos, para llenar sus cántaros
del agua necesaria que transportaban sobre la cabeza o las caderas.
El
caminante aprovechó también sus días de estancia para pasear
por los alrededores de la aldea y contemplar su variado horizonte.
Al norte se podía divisar una serie de colinas rodeadas de bosques
de encinas y alcornoques de las que surgía como por ensalmo un
caudal mediano de agua que los aldeanos llamaban río, el cual tras
bordear la aldea se perdía por el oeste. Al sur un páramo seco y
desgarrado de ocre rojizo acababa en una larga línea completamente
horizontal en donde la tierra se unía con el cielo.
Al atardecer del segundo día, cuando
la plaza de la aldea volvía a transformarse con la mortecina luz
del sol y las tímidas luces de las farolas, vio cómo hombres y
mujeres, todos ellos jóvenes, fueron llegando de diferentes partes
de la aldea por las calles que confluían en la plaza hasta formar
un pequeño grupo que se aglutinó en el pórtico de la iglesia.
Parlotearon durante un tiempo con el cura y algunas otras personas
que, a juzgar por el trato, debían ser notables del lugar. Tras
despedirse se perdieron de nuevo por las calles por las que habían
accedido a la plaza.
Al día siguiente, aunque la aurora
siempre se levanta desnuda, vestía para la ocasión un tul
ligeramente rosado pues, según explicaron los ancianos del lugar,
ese día venía de pasar la noche con Mesartin y Hamal, los
relucientes luceros de Aries, que toman cada año por estas
fechas el camino de Oriente, inmediatamente antes de que siguiendo
la misma ruta haga su aparición el majestuoso Sol de primavera.
El caminante en la tinieblas había
oído voces y visto el resplandor de hogueras en el bosque cercano
a las colinas. Se levantó presuroso a las primeras luces y se
dirigió, envuelto en el frescor de la mañana, hacia el bosque del
que provenían los gritos y risas. No tardó en ver salir del
mismo, entre reflejos de oro y esmeralda, a dos jóvenes, uno de cada
sexo, cogidos del brazo, cubiertos sus cuerpos con el verde intenso
de las hojas de los arces primaverales y coronadas sus cabezas con
guirnaldas de flores.
Caminan con paso ágil , acompañados
por mujeres y hombres alborozados, vestidos rústicamente a la usanza
del lugar, golpeando panderos y bailando alegremente. Las jóvenes
que forman el cortejo, peinan largas trenzas que posadas sobre el
pecho cuelgan hasta la cintura, rematadas con lazos de colores.
Cubren sus cabezas sombreros de fieltro verde, adornados con plumas
de aves entre las que destacan brillantes y coloreadas las del
faisán. Los hombres agitan calabazas rellenas de semillas
produciendo un suave murmullo. Completan los sonidos emitidos por el
cortejo el golpeteo de palos y el resonar de matracas girando sobre
un eje, creando así un ambiente singular entre misterioso y festivo
con el bosque al fondo y el sol tratando de abrirse paso entre la
bruma rosada de las colinas.
Al caminante ha sabido que
los jóvenes , coronados para la ocasión , representan al “ rey
y reina de la vegetación y serán hacedores de lluvia por todo el
año ”. Cubierta casi la totalidad de sus cuerpos por el
follaje nadie puede ver sus rostros hasta que lleguen al templo y
sean recibidos por el representante de Cristo en la Tierra, ya que el
hijo de Dios resucitó para salvarnos pero también para que cada
primavera resucite el bosque y el campo, muerto durante el invierno,
y despierten de su letargo cuantos animales buscaron en los
recovecos de las rocas un lugar en el que sobrevivir a las
inclemencias, los fríos y la falta de alimento.
El caminante se hace a un lado y deja
pasar el cortejo. Acros, buen entendedor, mira atentamente sin
ladrar, a pesar del contagioso alborozo de quienes con estruendo por
allí pasan.
Apenas el astro rey asoma por el
horizonte y hace el obligado saludo al Carnero Aries que le espera en
su salida, los más ancianos del lugar entonan los cánticos y toda
la aldea sabe que empieza el nuevo año. Esta vez llega diáfano
bajo un palio azul, adornado todavía con algunas estrellas que
titilan temerosas ante el
fulgor del rey naciente.
fulgor del rey naciente.
Cuando los jóvenes llegan a las
primeras casas de la aldea , los mayores, ataviados con sayales y
colgantes en cuello, brazos y cintura los reciben con una especie de
danza en la que mueven las caderas y dan pasos hacia adelante y
hacia atrás, sin prácticamente moverse del lugar. El resto de
habitantes de la aldea salen a su encuentro con júbilo y los
abrazan ostensiblemente para que el amor renovado en el contacto de
los jóvenes con el bosque fluya entre todos miembros de la aldea,
jóvenes, adultos y ancianos, como fluye la sangre vivificante por
las diferentes partes del cuerpo. Las mujeres lanzan al aire
pétalos de flores con el deseo de que el cielo, engalanado y
seducido, traiga a la aldea además de fecundidad todo tipo de
venturas.
Así es como, ejecutando con precisión
los ritos sacramentales propios de la llegada del año, la naturaleza
seguirá su curso con regularidad y la aldea vivirá sin sobresaltos
el devenir del resto de las estaciones, especialmente de la estación
seca en la que los campos necesitarán del agua portadora de vida.
Los cantos que entonan los ancianos y
a los que responden los jóvenes como en un torneo floral narran la
leyenda fundacional de la aldea. Epopeya que será completada a lo
largo del año con historias diversas en torno al invernal fuego de
los hogares o con motivo de algunos acontecimientos sociales tales
como casamientos, inhumaciones y bautizos. Insegura y amenazada por
la niebla del olvido en los mayores, y rebosante como un torrente en
boca de los jóvenes cada año la leyenda narra cómo Argóbriga, la
aldea, fue fundada por mujeres y hombres valientes provenientes de
la lejana y sombría Cólquida , una de las muchas regiones que
bordean el Mar Negro; arrojados de allí por los crueles Escitas
provenientes de la Capadocia quienes tras continuo y largo acoso
destruyeron sus asentamientos.
Pero mucho antes de narrar este adverso
final, canta la epopeya que tras la campaña de Jasón que navegó
hasta el reino de Minos en busca del vellocino de oro, argonautas sin
rumbo habían acabado por afincarse en la Cólquida de manera que al
mezclarse con los aborígenes, prosperó en toda la región el arte
de la navegación. Fue precisamente esta mezcla fecunda entre
intrépidos marinos venidos de Grecia y mujeres descendientes de las
míticas amazonas la que evitó su exterminio como pueblo, pues
gracias a la determinación de ellas y la destreza en el manejo de
velas y remos de los hombres, pudieron hacerse a la mar, atravesar
el peligroso Helesponto y el defendido y siempre vigilado Bósforo,
y llegar hasta la lejana Iberia, donde fundaron Argóbriga..
Con estas remembranzas musicadas del
final de una época y el principio de otra y algunas danzas
transcurrió el día. Al margen de la leyenda, lo obvio es la
presencia en la aldea por doquier del símbolo de Aries. El carnero
está presente no sólo en su cultura sino también en su economía
pues rebaños de ovinos y caprinos, junto con el cereal, la vid y el
olivo constituyen el sustento de Argóbriga . En cualquier caso el
nombre parece constituir un indicio fundado de lo que retiene la
ancestral memoria.
Cuando el cortejo llegó a la casa
consistorial los recibió la alcaldesa junto con los concejales,
vestidos de riguroso negro según la costumbre, quienes se unieron
al heterogéneo cortejo en el que contrastaban la primitiva
vestimenta floral de los “ hacedores de lluvia” , los trajes
tradicionales de los acompañantes y los sobrios trajes
protocolarios de las mujeres y hombres del concejo. El cura párroco
con roquete blanco y verde estola bordada en oro, les esperaba
pacientemente en el pórtico del templo. A su llegada roció a la
silvosa pareja con agua bendita y a continuación asperjó al resto
de asistentes. Tras unos minutos de oración en silencio, con voz
pausada y solemne leyó el texto sagrado cuyo eco resonó por los
soportales : “ A lo largo del río, en ambas orillas, crecerá
toda clase de árboles frutales con hojas que nunca se marchitan y
frutos que nunca se malogran. Darán frutos nuevos cada mes, porque
este agua viene del Santuario de Yhavé. Su fruto será bueno para
comer y sus hojas buenas para curar ( Ezequiel 47:12)
Supo el caminante que aquella pareja
había sido elegida y coronada como “ hacedores de lluvia” por
haber dado a luz mellizos aquel invierno. Los mellizos son
considerados una verdadera bendición no sólo para los padres que
los habían concebido sino también para toda la aldea. Los
mellizos, símbolo de la fertilidad , atraen a la lluvia.
Los aldeanos no pueden por menos de
exteriorizar su alegría pues mientras aquella joven familia no
abandone el lugar, entre otros beneficios la sequía estará alejada
de la aldea. Su madre, considerada bendita entre todas la mujeres ,
queda marcada al tiempo que protegida con la responsabilidad del
tabú. Nadie, ni siquiera los propios padres, pronunciarán los
verdaderos nombres de los mellizos. Si alguien, faltando a la
consideración debida, pronunciara sus nombres serán castigados
por los espíritus más próximos que habitan bosques, colinas y
páramos y por cuantos demonios y demás seres habitan en los cielos
y los infiernos. Por ello, a partir de este momento y para que nadie
vuelva a utilizar sus nombres, serán para los aldeanos Cástor y
Pólux, los argonautas gemelos que brillan en el cielo a los pies
del cazador Orión, el amante de la aurora.
El canto “ Calmate,
aliento de los mellizos” que recita todo el pueblo al
finalizar el cura párroco la lectura de los textos sagrados, será
invocado cada vez que el mal tiempo se cierna amenazante sobre la
aldea y las tormentas y el granizo hagan peligrar el fruto de árboles
y campos o dañar el ganado.
Mientras los mellizos conserven su
salud, los campos recibirán el agua salvadora y los manantiales
brotarán generosos desde las entrañas de la tierra . Los peces
llenarán el río, atraídos por la presencia de los mellizos de la
misma manera que cada noche la constelación de Piscis sigue los
pasos de Aries.
Entre las muchas obligaciones propias
del tabú, los padres de los mellizos, ahora “hacedores de
lluvia”, no permitirán que sus hijos se bañen en el río, bajo
la amenaza de convertirse en peces. Por el contrario, entre los
muchos privilegios que les concede Cristo Redentor y el resto de
deidades, está el poder hablar con los animales salvajes que se
acerquen a beber al río, ahora bajo su protección y dominio.
Serán los únicos que podrán llegarse hasta ellos sin peligro y
decirles que , puesto que el río es de todos, beban cuanto
necesiten pero que no lo crucen ni importunen a los habitantes de la
aldea de la misma manera que ellos no molestan ni a ellos ni a sus
crías.
Si tarda en llegar la lluvia, deberán
los mellizos cubrir de negro sus rostro con tizne y a continuación
lavar copiosamente su cara para que el viento traiga negras nubes
que convertidas en agua, rieguen los campos sedientos. De la misma
manera deberán llegar hasta el río, recoger agua en el recipiente bendecido, realizar su plegaria y rociar las paredes del templo y las casas de la aldea cuantas veces
sea necesario.
En caso de muerte, serán enterrados
cerca del cauce del río, junto a sus prójimos que habitan en
él, para que su espíritu pueda sumergirse y alegre juguetear con
peces y nutrias.
Fue así cómo durante los fastos de
entronización de los “ hacedores de lluvia” que duró todo el
día y toda la noche, los aldeanos celebraron la llegada del nuevo
año.
De manera semejante a como el Sol
suaviza su color de fuego al amanecer, para no herir a cuantos
desnudos se han amado en el bosque, ahora , encadenado a la rueda
del tiempo, antes de ir a visitar a sus otros súbditos que habitan
más allá de las montañas y el océano, pinta en su despedida el
cielo de un rojo intenso para incitar de nuevo a la pasión. La luna
transparente aparecida en el horizonte, tras escalar varios grados en
la esfera celeste , cambia la seda por el tupido lienzo blanco. Las
estrellas vuelven a titilar esta vez alegres con la llegada de la
oscuridad a quien sirven y atienden con esmero.
Se encienden las farolas de la plaza y
al momento se abren de nuevo las puertas del templo. Repican
alborozadas la campanas queriendo acompañar con su sonido al sol que
se despide por el camino del infinito. Los aldeanos se van acercando
al pórtico del templo, también los “hacedores de lluvia” que
han descubierto su rostro pero permanecen cubiertos con las hojas de
arce. Se forma de nuevo el cortejo a su alrededor pertrechados con
los palos, las matracas y los panderos. Desde el interior del templo
una órgano entona de nuevo el “ Calmate aliento de los
mellizos” que cantan los presentes. Cuando acaba el canto,
el cortejo se pone en marcha y baja por el camino del lavadero
hasta los huertos cultivados. Al pasar junto al cementerio se hace el
silencio, pero apenas dejado atrás el último muro circundante
explotan de nuevo las voces, risas y cantos que se hacen cada vez más
tenues a oídos del caminante quien permanece quieto, bajo el olmo
que crece junto al lavadero, mirando en dirección a las huertas
por cuyo camino desaparecen. A sus espaldas se van apagando una a
una las farolas de la plaza y apenas algunas quedan encendidas por
las calles adyacentes, testimonio nocturno de la existencia de la
luz. En las casas su secuencia decreciente indica que los aldeanos
van ocupando sus lechos. Se produce una calma total. Bosteza Acros
y bosteza contagiado el silencio. La luna sigue abriéndose paso en
la noche mientras las estrellas que caminan en sentido contrario,
le ofrecen, como en una procesión, su luz titubeante desde las
laderas del camino. El ruiseñor desde un árbol cercano acompaña
con su canto a la música del agua que brota orquestada por los
caños del antiguo lavadero. A lo lejos, en los huertos, se oye el
coro lejano que renueva el ancestral rito de la fecundidad sobre
los cultivos. El caminante piensa largamente en el misterio de la
vida.
Cuando la luna llega al final de su
camino y parece dispuesta a sumergirse en el horizonte, la aurora,
como queriendo evitar un intervalo de oscuridad, lanza de nuevo sus
rosados rayos y provoca la algarabía de tórtolas, verderones,
carboneros y demás habitantes del bosque. El autillo desde los
olivos cruza veloz sobre la cabeza del caminante en dirección al
campanario en donde tiene su hueco en el que dormirá, paradoja del
destino, mientras trascurre el día.
Algún aldeano madrugador, azada al
hombro, tirando de ronzal dirige a su asno por el camino que lleva
al páramo. Al poco rato los jóvenes, tambaleantes, ojerosos,
cansados, suben la cuesta que les trae de los huertos, casi en
silencio. Los reyes del vegetal, caídas las hojas que les cubrían,
muestran casi su total desnudez . Alguien del cortejo entona
solitario un canto que nadie secunda..
Lleno del incomprensible significado de
todo lo que acontece al ser humano, el caminante, inicia al día
siguiente los preparativos para su partida. Recoge sus pocas
pertenencias. Acros entiende al momento que va a iniciar una vez más
el camino hacia no se sabe dónde, por ello sorbe en el recipiente
que su amo dispuso unos tragos de agua. El caminante tira a unas
plantas cercanas el resto que queda en el improvisado recipiente.
Acros se llena de inquietud y empieza, como le ocurre en estas
ocasiones, a mirar en todas las direcciones y a dirigirse de aquí
para allá, hacia las salidas del pueblo, teniendo que retroceder
hasta adivinar cual de todas las direcciones tomará su amo. De
momento va a devolver la llave a la mujer que se la entregó y se
despide de aquellos aldeanos con los que ha confraternizado y con
cuyos relatos ha podido entender la historia de la aldea y el
significado de la fiesta iniciadora de la primavera. Ha asistido una
vez más al pagano y al mismo tiempo cristiano rito de Isthar y ha
adquirido un conocimiento del arcano que irá desentrañando poco a
poco en su largo caminar.
Pero antes de abandonar la aldea,
quizás para siempre, siente el impulso de conocer a los mellizos que
tanta dicha han de traer a Argobriga. Pausadamente se dirige a la
casa en la que ha podido saber que viven. Cuando llega, llama a la
puerta y a continuación hace una señal a Acros para que permanezca
allí. Una mujer, entrada en años, le abre y tras manifestarle su
deseo le hace entrar. Al pasar junto al dormitorio puede oír la
respiración profunda de los padres, “los hacedores de lluvia “
que duermen profundamente. Dos niños de apenas unos meses, gatean
jugando y moviendo pequeños objetos sobre una manta extendida en el
suelo, ajenos al profundo significado del que han rodeado sus
vidas. Los mellizos detienen su juego y miran atentamente al
desconocido. Acros que ha quedado en la acera, ladra reclamando la
presencia de su amo a quien no ve pero sí oye. Uno de los niños,
Castor o Polux, alarga su bracito con el dedo extendido en dirección
a la puerta mientras balbucea , el otro, Castor o Polux, empieza a
gatear en dirección a la puerta mientras dice ”Guau”. La mujer
lo coge en brazos, pero insiste en ser llevado hasta la puerta.
Se llama Acros- le dice el caminante-
queriendo llamar la atención de los mellizos sobre su presencia,
eclipsada totalmente por el estímulo de saber que hay un can a la
puerta de la casa.
No queriendo molestar más, da las
gracias a la mujer por haberle permitido ver a los niños, hace una
pequeña reverencia y sale a la calle. Acros , al verlo salta de
alegría y se pone de nuevo en movimiento hacia una y otra dirección
de la calle, hasta ver que su amo se dirige definitivamente hacia el
sur... el camino que lleva al páramo polvoriento.
Protegido apenas de sombrero de paja
y una camisa color verde de manga largas y su chaleco gris, cargado
con su hatillo y su cantimplora, el caminante y su perro divisan al
frente un horizonte en el que el cielo hierve sobre el erial. Se
orientarán con la posición del sol o lo que es lo mismo por las
sombras de las pocas acacias y matorrales retorcidos por la
sequedad. A pesar de tener que recorrer una tierra agrietada con la
canícula que ha adquirido el sofocante color rojizo de quien
padece sed, sabe el caminante que ahora atravesar aquel páramo y
dirigirse al sur es su destino. El can irracional, atado a la
naturaleza y a su conductor, por lazos emocionales no muestra
ninguna inquietud. Por encima de cualquier penalidad lo que más
valora es la compañía, ese sentimiento tan cercano al amor.
Como es su costumbre, tras andar
algunos kilómetros, todavía visible la aldea aunque ya casi
perdida en el horizonte, busca un lugar para descansar. En aquel
desierto unas rocas en las que han crecido una aliagas cimeras le
brindan su sombra y resultan ser un lugar acogedor. Se sienta abre su
cantimplora y rápidamente Acros acude a su lado, quien sin reclamar
su ración de agua está atento a cualquier movimiento en este
sentido. El caminante bebe y busca donde verter el agua para su
acompañante. Tras apagar la sed se reconfortan con el ligero aire
que por la sombra se mueve. No tienen prisa. El ánimo se solaza y
pensamiento del caminante ora vuela hacia el impresionante cielo
azul ora rastrea el mar ocre y polvoriento que se presenta a la
vista.
Rodeado de aquella sedienta inmensidad
siente que realmente la aldea está de suerte, que el Sol de
primavera en su conjunción con Aries y Piscis les ha bendecido con
el nacimiento de los mellizos. Renovado su amor con los ritos de la
primavera, los “hacedores de lluvia” han de traer el agua a los
los campos cuando llegue la estación seca que en el aquel desierto
es ya una realidad.
Los mellizos crecerán alegres con el
resto de los niños de su edad, pero no se bañarán en el río y
serán Castor y Polux, para que cuando sea necesario, hablen con
Orión el cazador que preside el cielo durante el verano y a cuyos
pies yace su perro Sirius y así la Aurora , su amante, con la
mediación de Cristo Redentor, envíe a la aldea y a los campos
negras nubes preñadas de agua .
El caminante hizo un gesto a Acros
que interpretó como “ vamos”. Nunca, se
dijo, dejaremos de sorprendernos
© Rafael Rodrigo Navarro del libro Estampas
rústicas
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