jueves, 1 de mayo de 2014

LOS MELLIZOS



Cuando el caminante llegó a la aldea de casas de adobe y ocre refulgente, sonaron las campanas de la iglesia anunciando la fecundidad del Sol, espíritu supremo capaz de dejar grávida a cualquier mujer que osara salir al campo en aquella hora de quietud y silencio. El sol en su cenit había convertido a las sombras en un leve círculo. En el interior de la iglesia ….el ángel del Señor anunció a María.
El caminante atravesó la aldea en busca de la plaza y su cantarina fuente cuyo sonido había percibido desde la lejanía. Se acercó, se quitó el sombrero, sacudió el polvo del su chaleco y se sentó sobre el pretil para otear aquel recinto solitario en busca de algo que denotara vida. Acros agradeció a su amo la parada reconfortante, y mientras movía alegremente la cola sorbió con avidez el pequeño charco de agua derramada por el brusco movimiento de algún cántaro al ser elevado por el encima de la baranda. Luego, tras una fugaz mirada a su amo, se dirigió hacia la acogedora franja de sombra que ofrecía el muro y la torre de la iglesia. Se sentó y volvió a sacar jadeante su larga lengua ahora húmeda y fresca, en espera de que también su amo acudiera a protegerse del sol y a disfrutar de la brisa primaveral que en aquella parte de la plaza se movía.

El caminante inspeccionó las puertas y ventanas que daban a la plaza y los porches circundantes sin llegar a atisbar movimiento alguno. Frotó sus manos bajo el abundante chorro, recogió el agua en el cuenco de sus grandes e hinchadas manos y la dejó caer sobre rostro, cabeza y nuca al tiempo que suspiró sonoramente, como queriendo dar testimonio fehaciente de lo placentero del momento. Luego con paso lento se dirigió al lugar donde con natural intuición, sin necesidad de gesto ni palabra, había sugerido su atento can. Allí permaneció sesteando y esperando acontecimientos.

Al cabo de unas horas, cuando el día empezaba a declinar y el sol lentamente iba dejando de iluminar a los mortales, la aldea se fue llenando de ruidos y voces. Mujeres y hombres, salían de sus casas e iban de aquí para allá, recorriendo las calles con premura y excitación en lo que parecía la preparación de un acontecimiento importante o por lo menos significativo, a juzgar por la seriedad del ajetreo. Cuando movido de su natural curiosidad el caminante preguntó por las razones de todo aquel animado trasiego, la gente se mostró reacia en dar explicaciones., de manera que no pudo saber de su significado hasta pasados algunos días. La gente ante el extraño no sólo guardaba silencio sino que rehuía cualquier aproximación.

Pensó entonces en la existencia en la aldea de algún tabú en torno a lo estaba por acontecer. No era la primera vez que el caminante se había encontrado con prohibiciones rituales en su deambular por tierras y pueblos. Quizás un tabú sobre determinadas palabras o personas y por ello guardaban silencio, no fuera que en la inconsciencia del discurso,se dijera lo que no se podía decir o se nombrara a quien no se podía mencionar. El caminante decidió no preguntar más y se puso a observar con detenimiento lo que tan diligentemente hacían los aldeanos. En ocasiones, se dijo, el silencio es el mejor camino para la comprensión de las cosas y casi siempre para el entendimiento de lo más profundo.

Pidió hospitalidad para pasar la noche que no se hizo de esperar. Presto le proporcionaron una casa a las afueras del pueblo que hacía las veces de casa de acogida para visitantes y forasteros. Unas mujeres, seguramente las encargadas del mantenimiento, le entregaron mantas y sábanas así como una copia de la llave de la casa para que pudiera usar de ella con libertad. Se acomodó y se dispuso a pasar unos días en espera de asistir a algún evento interesante. A pesar del trato correcto recibido y la hospitalidad, las mujeres que le atendieron también guardaron silencio.

Se trataba, según supo más tarde, de acompañar al invierno en sus últimos días siendo parcos tanto en la palabra como en la alimentación y en lo salaz. Era costumbre pasar aquellos días con frugalidad. En cualquier caso, hasta la proclamación de la primavera, se había de evitar hablar sobre los “ hacedores de lluvia”. Sus solos nombres podrían provocar nubes amenazantes y atronadoras, tormentas repentinas y granizo destructor sembrando la tragedia por doquier.

El día siguiente fue tranquilo en los quehaceres aldeanos. Durante la mañana el caminante se entretuvo en ver enjaezar algunas mulas y rocines, todas ellas caballerías propias para las tareas del campo, y cargar sus alforjas de los más variados aparejos para el trabajo de la tierra, en observar la solicitud de las mujeres de la aldea en sus compras y descubrir las estrategias de gatos y perros, incluido su fiel Acros, en la búsqueda del alimento matutino. Mozas de diversa edad y contextura estuvieron cruzando la plaza toda la mañana con desenvoltura o desaire según los casos, para llenar sus cántaros del agua necesaria que transportaban sobre la cabeza o las caderas.

El caminante aprovechó también sus días de estancia para pasear por los alrededores de la aldea y contemplar su variado horizonte. Al norte se podía divisar una serie de colinas rodeadas de bosques de encinas y alcornoques de las que surgía como por ensalmo un caudal mediano de agua que los aldeanos llamaban río, el cual tras bordear la aldea se perdía por el oeste. Al sur un páramo seco y desgarrado de ocre rojizo acababa en una larga línea completamente horizontal en donde la tierra se unía con el cielo.

Al atardecer del segundo día, cuando la plaza de la aldea volvía a transformarse con la mortecina luz del sol y las tímidas luces de las farolas, vio cómo hombres y mujeres, todos ellos jóvenes, fueron llegando de diferentes partes de la aldea por las calles que confluían en la plaza hasta formar un pequeño grupo que se aglutinó en el pórtico de la iglesia. Parlotearon durante un tiempo con el cura y algunas otras personas que, a juzgar por el trato, debían ser notables del lugar. Tras despedirse se perdieron de nuevo por las calles por las que habían accedido a la plaza.
Al día siguiente, aunque la aurora siempre se levanta desnuda, vestía para la ocasión un tul ligeramente rosado pues, según explicaron los ancianos del lugar, ese día venía de pasar la noche con Mesartin y Hamal, los relucientes luceros de Aries, que toman cada año por estas fechas el camino de Oriente, inmediatamente antes de que siguiendo la misma ruta haga su aparición el majestuoso Sol de primavera.

El caminante en la tinieblas había oído voces y visto el resplandor de hogueras en el bosque cercano a las colinas. Se levantó presuroso a las primeras luces y se dirigió, envuelto en el frescor de la mañana, hacia el bosque del que provenían los gritos y risas. No tardó en ver salir del mismo, entre reflejos de oro y esmeralda, a dos jóvenes, uno de cada sexo, cogidos del brazo, cubiertos sus cuerpos con el verde intenso de las hojas de los arces primaverales y coronadas sus cabezas con guirnaldas de flores.

Caminan con paso ágil , acompañados por mujeres y hombres alborozados, vestidos rústicamente a la usanza del lugar, golpeando panderos y bailando alegremente. Las jóvenes que forman el cortejo, peinan largas trenzas que posadas sobre el pecho cuelgan hasta la cintura, rematadas con lazos de colores. Cubren sus cabezas sombreros de fieltro verde, adornados con plumas de aves entre las que destacan brillantes y coloreadas las del faisán. Los hombres agitan calabazas rellenas de semillas produciendo un suave murmullo. Completan los sonidos emitidos por el cortejo el golpeteo de palos y el resonar de matracas girando sobre un eje, creando así un ambiente singular entre misterioso y festivo con el bosque al fondo y el sol tratando de abrirse paso entre la bruma rosada de las colinas.

Al caminante ha sabido que los jóvenes , coronados para la ocasión , representan al “ rey y reina de la vegetación y serán hacedores de lluvia por todo el año ”. Cubierta casi la totalidad de sus cuerpos por el follaje nadie puede ver sus rostros hasta que lleguen al templo y sean recibidos por el representante de Cristo en la Tierra, ya que el hijo de Dios resucitó para salvarnos pero también para que cada primavera resucite el bosque y el campo, muerto durante el invierno, y despierten de su letargo cuantos animales buscaron en los recovecos de las rocas un lugar en el que sobrevivir a las inclemencias, los fríos y la falta de alimento.

El caminante se hace a un lado y deja pasar el cortejo. Acros, buen entendedor, mira atentamente sin ladrar, a pesar del contagioso alborozo de quienes con estruendo por allí pasan.

Apenas el astro rey asoma por el horizonte y hace el obligado saludo al Carnero Aries que le espera en su salida, los más ancianos del lugar entonan los cánticos y toda la aldea sabe que empieza el nuevo año. Esta vez llega diáfano bajo un palio azul, adornado todavía con algunas estrellas que titilan temerosas ante el
 fulgor del rey naciente.

Cuando los jóvenes llegan a las primeras casas de la aldea , los mayores, ataviados con sayales y colgantes en cuello, brazos y cintura los reciben con una especie de danza en la que mueven las caderas y dan pasos hacia adelante y hacia atrás, sin prácticamente moverse del lugar. El resto de habitantes de la aldea salen a su encuentro con júbilo y los abrazan ostensiblemente para que el amor renovado en el contacto de los jóvenes con el bosque fluya entre todos miembros de la aldea, jóvenes, adultos y ancianos, como fluye la sangre vivificante por las diferentes partes del cuerpo. Las mujeres lanzan al aire pétalos de flores con el deseo de que el cielo, engalanado y seducido, traiga a la aldea además de fecundidad todo tipo de venturas.

Así es como, ejecutando con precisión los ritos sacramentales propios de la llegada del año, la naturaleza seguirá su curso con regularidad y la aldea vivirá sin sobresaltos el devenir del resto de las estaciones, especialmente de la estación seca en la que los campos necesitarán del agua portadora de vida.

Los cantos que entonan los ancianos y a los que responden los jóvenes como en un torneo floral narran la leyenda fundacional de la aldea. Epopeya que será completada a lo largo del año con historias diversas en torno al invernal fuego de los hogares o con motivo de algunos acontecimientos sociales tales como casamientos, inhumaciones y bautizos. Insegura y amenazada por la niebla del olvido en los mayores, y rebosante como un torrente en boca de los jóvenes cada año la leyenda narra cómo Argóbriga, la aldea, fue fundada por mujeres y hombres valientes provenientes de la lejana y sombría Cólquida , una de las muchas regiones que bordean el Mar Negro; arrojados de allí por los crueles Escitas provenientes de la Capadocia quienes tras continuo y largo acoso destruyeron sus asentamientos.

Pero mucho antes de narrar este adverso final, canta la epopeya que tras la campaña de Jasón que navegó hasta el reino de Minos en busca del vellocino de oro, argonautas sin rumbo habían acabado por afincarse en la Cólquida de manera que al mezclarse con los aborígenes, prosperó en toda la región el arte de la navegación. Fue precisamente esta mezcla fecunda entre intrépidos marinos venidos de Grecia y mujeres descendientes de las míticas amazonas la que evitó su exterminio como pueblo, pues gracias a la determinación de ellas y la destreza en el manejo de velas y remos de los hombres, pudieron hacerse a la mar, atravesar el peligroso Helesponto y el defendido y siempre vigilado Bósforo, y llegar hasta la lejana Iberia, donde fundaron Argóbriga..

Con estas remembranzas musicadas del final de una época y el principio de otra y algunas danzas transcurrió el día. Al margen de la leyenda, lo obvio es la presencia en la aldea por doquier del símbolo de Aries. El carnero está presente no sólo en su cultura sino también en su economía pues rebaños de ovinos y caprinos, junto con el cereal, la vid y el olivo constituyen el sustento de Argóbriga . En cualquier caso el nombre parece constituir un indicio fundado de lo que retiene la ancestral memoria.

Cuando el cortejo llegó a la casa consistorial los recibió la alcaldesa junto con los concejales, vestidos de riguroso negro según la costumbre, quienes se unieron al heterogéneo cortejo en el que contrastaban la primitiva vestimenta floral de los “ hacedores de lluvia” , los trajes tradicionales de los acompañantes y los sobrios trajes protocolarios de las mujeres y hombres del concejo. El cura párroco con roquete blanco y verde estola bordada en oro, les esperaba pacientemente en el pórtico del templo. A su llegada roció a la silvosa pareja con agua bendita y a continuación asperjó al resto de asistentes. Tras unos minutos de oración en silencio, con voz pausada y solemne leyó el texto sagrado cuyo eco resonó por los soportales : “ A lo largo del río, en ambas orillas, crecerá toda clase de árboles frutales con hojas que nunca se marchitan y frutos que nunca se malogran. Darán frutos nuevos cada mes, porque este agua viene del Santuario de Yhavé. Su fruto será bueno para comer y sus hojas buenas para curar ( Ezequiel 47:12)

Supo el caminante que aquella pareja había sido elegida y coronada como “ hacedores de lluvia” por haber dado a luz mellizos aquel invierno. Los mellizos son considerados una verdadera bendición no sólo para los padres que los habían concebido sino también para toda la aldea. Los mellizos, símbolo de la fertilidad , atraen a la lluvia.

Los aldeanos no pueden por menos de exteriorizar su alegría pues mientras aquella joven familia no abandone el lugar, entre otros beneficios la sequía estará alejada de la aldea. Su madre, considerada bendita entre todas la mujeres , queda marcada al tiempo que protegida con la responsabilidad del tabú. Nadie, ni siquiera los propios padres, pronunciarán los verdaderos nombres de los mellizos. Si alguien, faltando a la consideración debida, pronunciara sus nombres serán castigados por los espíritus más próximos que habitan bosques, colinas y páramos y por cuantos demonios y demás seres habitan en los cielos y los infiernos. Por ello, a partir de este momento y para que nadie vuelva a utilizar sus nombres, serán para los aldeanos Cástor y Pólux, los argonautas gemelos que brillan en el cielo a los pies del cazador Orión, el amante de la aurora.

El canto “ Calmate, aliento de los mellizos” que recita todo el pueblo al finalizar el cura párroco la lectura de los textos sagrados, será invocado cada vez que el mal tiempo se cierna amenazante sobre la aldea y las tormentas y el granizo hagan peligrar el fruto de árboles y campos o dañar el ganado.

Mientras los mellizos conserven su salud, los campos recibirán el agua salvadora y los manantiales brotarán generosos desde las entrañas de la tierra . Los peces llenarán el río, atraídos por la presencia de los mellizos de la misma manera que cada noche la constelación de Piscis sigue los pasos de Aries.

Entre las muchas obligaciones propias del tabú, los padres de los mellizos, ahora “hacedores de lluvia”, no permitirán que sus hijos se bañen en el río, bajo la amenaza de convertirse en peces. Por el contrario, entre los muchos privilegios que les concede Cristo Redentor y el resto de deidades, está el poder hablar con los animales salvajes que se acerquen a beber al río, ahora bajo su protección y dominio. Serán los únicos que podrán llegarse hasta ellos sin peligro y decirles que , puesto que el río es de todos, beban cuanto necesiten pero que no lo crucen ni importunen a los habitantes de la aldea de la misma manera que ellos no molestan ni a ellos ni a sus crías.

Si tarda en llegar la lluvia, deberán los mellizos cubrir de negro sus rostro con tizne y a continuación lavar copiosamente su cara para que el viento traiga negras nubes que convertidas en agua, rieguen los campos sedientos. De la misma manera deberán llegar hasta el río, recoger agua en el recipiente bendecido, realizar su plegaria y rociar las paredes del templo y las casas de la aldea cuantas veces sea necesario.

En caso de muerte, serán enterrados cerca del cauce del río, junto a sus prójimos que habitan en él, para que su espíritu pueda sumergirse y alegre juguetear con peces y nutrias.

Fue así cómo durante los fastos de entronización de los “ hacedores de lluvia” que duró todo el día y toda la noche, los aldeanos celebraron la llegada del nuevo año.

De manera semejante a como el Sol suaviza su color de fuego al amanecer, para no herir a cuantos desnudos se han amado en el bosque, ahora , encadenado a la rueda del tiempo, antes de ir a visitar a sus otros súbditos que habitan más allá de las montañas y el océano, pinta en su despedida el cielo de un rojo intenso para incitar de nuevo a la pasión. La luna transparente aparecida en el horizonte, tras escalar varios grados en la esfera celeste , cambia la seda por el tupido lienzo blanco. Las estrellas vuelven a titilar esta vez alegres con la llegada de la oscuridad a quien sirven y atienden con esmero.

Se encienden las farolas de la plaza y al momento se abren de nuevo las puertas del templo. Repican alborozadas la campanas queriendo acompañar con su sonido al sol que se despide por el camino del infinito. Los aldeanos se van acercando al pórtico del templo, también los “hacedores de lluvia” que han descubierto su rostro pero permanecen cubiertos con las hojas de arce. Se forma de nuevo el cortejo a su alrededor pertrechados con los palos, las matracas y los panderos. Desde el interior del templo una órgano entona de nuevo el “ Calmate aliento de los mellizos” que cantan los presentes. Cuando acaba el canto, el cortejo se pone en marcha y baja por el camino del lavadero hasta los huertos cultivados. Al pasar junto al cementerio se hace el silencio, pero apenas dejado atrás el último muro circundante explotan de nuevo las voces, risas y cantos que se hacen cada vez más tenues a oídos del caminante quien permanece quieto, bajo el olmo que crece junto al lavadero, mirando en dirección a las huertas por cuyo camino desaparecen. A sus espaldas se van apagando una a una las farolas de la plaza y apenas algunas quedan encendidas por las calles adyacentes, testimonio nocturno de la existencia de la luz. En las casas su secuencia decreciente indica que los aldeanos van ocupando sus lechos. Se produce una calma total. Bosteza Acros y bosteza contagiado el silencio. La luna sigue abriéndose paso en la noche mientras las estrellas que caminan en sentido contrario, le ofrecen, como en una procesión, su luz titubeante desde las laderas del camino. El ruiseñor desde un árbol cercano acompaña con su canto a la música del agua que brota orquestada por los caños del antiguo lavadero. A lo lejos, en los huertos, se oye el coro lejano que renueva el ancestral rito de la fecundidad sobre los cultivos. El caminante piensa largamente en el misterio de la vida.

Cuando la luna llega al final de su camino y parece dispuesta a sumergirse en el horizonte, la aurora, como queriendo evitar un intervalo de oscuridad, lanza de nuevo sus rosados rayos y provoca la algarabía de tórtolas, verderones, carboneros y demás habitantes del bosque. El autillo desde los olivos cruza veloz sobre la cabeza del caminante en dirección al campanario en donde tiene su hueco en el que dormirá, paradoja del destino, mientras trascurre el día.

Algún aldeano madrugador, azada al hombro, tirando de ronzal dirige a su asno por el camino que lleva al páramo. Al poco rato los jóvenes, tambaleantes, ojerosos, cansados, suben la cuesta que les trae de los huertos, casi en silencio. Los reyes del vegetal, caídas las hojas que les cubrían, muestran casi su total desnudez . Alguien del cortejo entona solitario un canto que nadie secunda..

Lleno del incomprensible significado de todo lo que acontece al ser humano, el caminante, inicia al día siguiente los preparativos para su partida. Recoge sus pocas pertenencias. Acros entiende al momento que va a iniciar una vez más el camino hacia no se sabe dónde, por ello sorbe en el recipiente que su amo dispuso unos tragos de agua. El caminante tira a unas plantas cercanas el resto que queda en el improvisado recipiente. Acros se llena de inquietud y empieza, como le ocurre en estas ocasiones, a mirar en todas las direcciones y a dirigirse de aquí para allá, hacia las salidas del pueblo, teniendo que retroceder hasta adivinar cual de todas las direcciones tomará su amo. De momento va a devolver la llave a la mujer que se la entregó y se despide de aquellos aldeanos con los que ha confraternizado y con cuyos relatos ha podido entender la historia de la aldea y el significado de la fiesta iniciadora de la primavera. Ha asistido una vez más al pagano y al mismo tiempo cristiano rito de Isthar y ha adquirido un conocimiento del arcano que irá desentrañando poco a poco en su largo caminar.

Pero antes de abandonar la aldea, quizás para siempre, siente el impulso de conocer a los mellizos que tanta dicha han de traer a Argobriga. Pausadamente se dirige a la casa en la que ha podido saber que viven. Cuando llega, llama a la puerta y a continuación hace una señal a Acros para que permanezca allí. Una mujer, entrada en años, le abre y tras manifestarle su deseo le hace entrar. Al pasar junto al dormitorio puede oír la respiración profunda de los padres, “los hacedores de lluvia “ que duermen profundamente. Dos niños de apenas unos meses, gatean jugando y moviendo pequeños objetos sobre una manta extendida en el suelo, ajenos al profundo significado del que han rodeado sus vidas. Los mellizos detienen su juego y miran atentamente al desconocido. Acros que ha quedado en la acera, ladra reclamando la presencia de su amo a quien no ve pero sí oye. Uno de los niños, Castor o Polux, alarga su bracito con el dedo extendido en dirección a la puerta mientras balbucea , el otro, Castor o Polux, empieza a gatear en dirección a la puerta mientras dice ”Guau”. La mujer lo coge en brazos, pero insiste en ser llevado hasta la puerta.

Se llama Acros- le dice el caminante- queriendo llamar la atención de los mellizos sobre su presencia, eclipsada totalmente por el estímulo de saber que hay un can a la puerta de la casa.
No queriendo molestar más, da las gracias a la mujer por haberle permitido ver a los niños, hace una pequeña reverencia y sale a la calle. Acros , al verlo salta de alegría y se pone de nuevo en movimiento hacia una y otra dirección de la calle, hasta ver que su amo se dirige definitivamente hacia el sur... el camino que lleva al páramo polvoriento.

Protegido apenas de sombrero de paja y una camisa color verde de manga largas y su chaleco gris, cargado con su hatillo y su cantimplora, el caminante y su perro divisan al frente un horizonte en el que el cielo hierve sobre el erial. Se orientarán con la posición del sol o lo que es lo mismo por las sombras de las pocas acacias y matorrales retorcidos por la sequedad. A pesar de tener que recorrer una tierra agrietada con la canícula que ha adquirido el sofocante color rojizo de quien padece sed, sabe el caminante que ahora atravesar aquel páramo y dirigirse al sur es su destino. El can irracional, atado a la naturaleza y a su conductor, por lazos emocionales no muestra ninguna inquietud. Por encima de cualquier penalidad lo que más valora es la compañía, ese sentimiento tan cercano al amor.

Como es su costumbre, tras andar algunos kilómetros, todavía visible la aldea aunque ya casi perdida en el horizonte, busca un lugar para descansar. En aquel desierto unas rocas en las que han crecido una aliagas cimeras le brindan su sombra y resultan ser un lugar acogedor. Se sienta abre su cantimplora y rápidamente Acros acude a su lado, quien sin reclamar su ración de agua está atento a cualquier movimiento en este sentido. El caminante bebe y busca donde verter el agua para su acompañante. Tras apagar la sed se reconfortan con el ligero aire que por la sombra se mueve. No tienen prisa. El ánimo se solaza y pensamiento del caminante ora vuela hacia el impresionante cielo azul ora rastrea el mar ocre y polvoriento que se presenta a la vista.

Rodeado de aquella sedienta inmensidad siente que realmente la aldea está de suerte, que el Sol de primavera en su conjunción con Aries y Piscis les ha bendecido con el nacimiento de los mellizos. Renovado su amor con los ritos de la primavera, los “hacedores de lluvia” han de traer el agua a los los campos cuando llegue la estación seca que en el aquel desierto es ya una realidad.

Los mellizos crecerán alegres con el resto de los niños de su edad, pero no se bañarán en el río y serán Castor y Polux, para que cuando sea necesario, hablen con Orión el cazador que preside el cielo durante el verano y a cuyos pies yace su perro Sirius y así la Aurora , su amante, con la mediación de Cristo Redentor, envíe a la aldea y a los campos negras nubes preñadas de agua .

El caminante hizo un gesto a Acros que interpretó como “ vamos”. Nunca, se dijo, dejaremos de sorprendernos

© Rafael Rodrigo Navarro del libro Estampas rústicas

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