EL ÁRBOL MAYO
Cuando llega la nieve, el espíritu de la vegetación que es en realidad el mismo espíritu que vivifica la aldea, huye de las calles, las casas e incluso de los claros donde lucían numerosas flores y tras quemar al heno trebolado, se esconde en lo más profundo y sombrío de los bosques. Allí se oirá, durante el invierno, el melancólico canto del búho y el inquitante aullido del lobo.
El espíritu de la vegetación se ha apartado del campo y es por eso que caen las hojas de los árboles y se marchitan las caléndulas y las rosas. A partir de entonces, salvo aisladas excepciones, los días lucen sombrios y una espesa capa de niebla ocupa la aldea que permanece solitaria y triste. El sol se convierte en un desdibujado círculo brillante que con dificultad hace llegar el calor a sus habitantes. Los perros duermen con sus dueños junto al fuego del hogar y los gatos desaparecen como por ensalmo, ocultos entre la paja de los graneros.
De tarde en tarde, algún aldeano, mujer u hombre, sale de su casa y cruza la plaza solitaria mientras deja su huella sobre la nieve impoluta. Quizás se pueda ver también cómo algun solitario, enfundado en su abrigo, baja por el camino del lavadero hacia el arroyo. Pero aquella presencia humana en las calles de la aldea dura apenas unos minutos y de nuevo vuelve a reinar la soledad y el silencio.
Se oye ulular al viento desde las montañas. Las campanas del reloj de la iglesia aumentan en el invierno su pentrante son metálico cada hora: dan,dan,dan.
Además de estos, son sonidos del invierno: el chirriar de una puerta, el aldabonazo de quien va a visitar a un familiar o a un vecino, el relinchar de los caballos en sus tibias cuadras, el maullar de un gato hambriento o el penetrante canto del gallo cada amanecer.Si ponemos un poco de atención quizás podamos oír también el monótono sonido del agua golpeando la piedra de la fuente, al rezongar del buey en el su establo o al lejano balido de la oveja. Pero nada más. Esos son los únicos sonidos en los oscuros días de invierno, desde que se el espíritu de la vegetación abandonó la aldea.
Los pájaros también han buscado la protección del bosque o quizás han marchado a países remotos donde seguir con sus cantos y su algarabía. Todo se adormece. Todo está profundamente quieto ¡ Hasta el agua que cae de las nubes guarda silencio! Por ello, se convierte en nieve.
Las jóvenes se olvidan del amor durante el largo invierno, limpian las casa, trajinan por las cocinas y cuidan de los viejos que a su vez, eternos vigilantes, procuran que no decaiga el fuego del hogar. Los mozos de la aldea tampoco hablan apenas. Van del establo a la cuadra para dar de comer a los animales, de la cuadra al pajar para airear el heno y del pajar al cobertizo para coger la leña que han de llevar al hogar familiar.
Desde el bosque la aldea parece dormida, detenida en el tiempo, encantada, como en un cuento. Durante el día sabemos que está viva porque sale cálido humo de las chimeneas, por la noche porque sus ventanas se pintan de oro y el vaho enturbia los cristales para que nadie sepa ni vea lo que ocurre dentro.
Pero cada año por Pentecostés, como un milagro, el viento deja de soplar huraño y se derrite la nieve.
Entonces se oye de nuevo moverse al espíritu de la vegetación. Se sabe que está allí porque hacer crujir las ramas de abedules y castaños y hace brotar las yemas de robles y hayas. Se sabe que está allí porque adorna al esponjoso musgo con violetas, fresas y arándanos. Se sabe que está inquieto porque hace saltar a la ardilla, gemir a la tórtola y a la torcaz, y hace repetir su canto como un eco a la abubilla de curvado pico y larga cresta. Se sabe que vive en el bosque porque se le oye, desde la aldea, hablar con los picapalos que hacen sus nidos perforando la madera. Se le ve jugar con multitud de diminutos roedores que mueven las hojas en su rápidas carreras.
Entonces se oye de nuevo moverse al espíritu de la vegetación. Se sabe que está allí porque hacer crujir las ramas de abedules y castaños y hace brotar las yemas de robles y hayas. Se sabe que está allí porque adorna al esponjoso musgo con violetas, fresas y arándanos. Se sabe que está inquieto porque hace saltar a la ardilla, gemir a la tórtola y a la torcaz, y hace repetir su canto como un eco a la abubilla de curvado pico y larga cresta. Se sabe que vive en el bosque porque se le oye, desde la aldea, hablar con los picapalos que hacen sus nidos perforando la madera. Se le ve jugar con multitud de diminutos roedores que mueven las hojas en su rápidas carreras.
Y lo que ocurre en el bosque entre sus habitantes, ocurre en la aldea con los suyos. Es entonces cuando los mozos se adentran en el bosque con la idea de prender al espíritu de la vegetación. Las mozas aflojan sus corpiños y cubren su cabeza con coronas de flores. Se oye durante días el seco golpe del hacha. Por fin aparece el cortejo de sonrientes muchachos que arrastran a un gigante de más de treinta metros de longitud entre hurras y gritos de excitación, blandiendo sus hachas. Han capturado el abedul más grande del bosque, en él está el espíritu de la vegetación, y lo traen prisionero a la aldea.
Hasta los más viejos salen a las puertas de sus casas. No pueden dejar de sonreir . La alegría se refleja de nuevo en el rostro de todos los aldeanos. Los niños rápidamente buscan y preparan cestas de mimbre para recoger los frutos sobrantes del invierno y ensayan sus canciones con las que desear ventura o desventura, como pago según sea su generosidad, a cada familia en el encuentro anual con el espíritu de la vegetación.
Cuando llega la noche y el gigante guarda silencio. Allí permanece varios días, en la plaza de la aldea, pero sabe que lo erguirán para mostrar a todo el mundo su poder que es a su vez la grandeza de la aldea. Es posible que vengan jóvenes de otros lugares a comparar su poderío con el del árbol arrancado de otro bosque y que yace en el húmedo suelo de otra aldea.
Por fin llega el primero de mayo y el pueblo se engalana. Las novias se visten de blanco y adornan sus cabezas con flores de multiples colores. Cubren sus vestidos con las verdes hojas del abedul gigante. Quieren que el espíritu del bosque, además de traer la ventura a la aldea, fertilice sus cuerpos. La nieve se ha convertido en vivificante agua y la niebla del invierno parece haber subido hasta el cielo. Ha vuelto la luz y puede verse de nuevo el azul entre las blancas nubes.
Los jóvenes que trajeron el abedul gigante cavan un profundo pozo en el centro de la plaza. Los hombres casados visten sus chalecos de paño fino y han engalanado a bueyes y caballos. Ellos son quienes plantarán el árbol según un rito ancestral. El espíritu de la vegetación tiene que vivificar la aldea pero siempre dentro de las normas y costumbres de los mayores. Así pasará la fuerza y la ventura de quienes han tenido hijos hacia quienes los han de tener.
Suena el tamboril y cantan las comadres.
Qué le pedimos este año
al espíritu de la vegetación?
¡Que haya dicha y que haya amor!
Tiran los mansos, poderosos bueyes, de la cuerda que han atado a su yugo mientras los hombres casados cuidan de que la base del gigante entre adecuadamente en el pozo. Y cuando finalmente el el árbol queda plantado en su inmensidad, se oye de nuevo un ¡Hurra!, gritado al unísono y cuyo eco pasa veloz por los cercanos prados y retumba unos segundos más tarde sobre las colinas. Siguen alegres notas de la música y el prolongado aplauso de todos los asistentes.
A continuación, las mozas, vestidas todas ellas como novias de Pentecostés , coronadas de flores, quienes han tenido todo el invierno para pensar y desear quién sea su novio de primavera, dan un beso al elegido, cogen su mano y tiran de él para bailar dando vueltas al abedul gigante.
Bailan también los casados con sus mujeres al ritmo del viento de mayo. Las niñas imitan a sus mayores y preguntan a los niños si quieren ser sus novioas de Pentecostés. Unos dicen sí decididos, otros se sonrojan.
Bailan también los casados con sus mujeres al ritmo del viento de mayo. Las niñas imitan a sus mayores y preguntan a los niños si quieren ser sus novioas de Pentecostés. Unos dicen sí decididos, otros se sonrojan.
Es así cómo el espíritu de la vegetación, arrancado del bosque, hace el milagro de traer de nuevo la vida y la ventura a la aldea para todo el año.
(c) Del libro: Estampas Rústicas Rafael Rodrigo Navarro 2011
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LOS MELLIZOS
Cuando el caminante llegó a
la aldea de casas de adobe y ocre refulgente, sonaron las campanas de
la iglesia anunciando la fecundidad del Sol, espíritu supremo
capaz de dejar grávida a cualquier mujer que osara salir al campo en
aquella hora de quietud y silencio. El sol en su cenit había
convertido a las sombras en un leve círculo. En el interior de la
iglesia ….el ángel del Señor anunció a María.
El caminante atravesó la
aldea en busca de la plaza y su cantarina fuente cuyo sonido había
percibido desde la lejanía. Se acercó, se quitó el sombrero,
sacudió el polvo del su chaleco y se sentó sobre el pretil para
otear aquel recinto solitario en busca de algo que denotara vida.
Acros agradeció a su amo la parada reconfortante, y mientras movía
alegremente la cola sorbió con avidez el pequeño charco de agua
derramada por el brusco movimiento de algún cántaro al ser elevado
por el encima de la baranda. Luego, tras una fugaz mirada a su amo,
se dirigió hacia la acogedora franja de sombra que ofrecía el muro
y la torre de la iglesia. Se sentó y volvió a sacar jadeante su
larga lengua ahora húmeda y fresca, en espera de que también su amo
acudiera a protegerse del sol y a disfrutar de la brisa primaveral
que en aquella parte de la plaza se movía.
El caminante inspeccionó
las puertas y ventanas que daban a la plaza y los porches
circundantes sin llegar a atisbar movimiento alguno. Frotó sus
manos bajo el abundante chorro, recogió el agua en el cuenco de sus
grandes e hinchadas manos y la dejó caer sobre rostro, cabeza y
nuca al tiempo que suspiró sonoramente, como queriendo dar
testimonio fehaciente de lo placentero del momento. Luego con paso
lento se dirigió al lugar donde con natural intuición, sin
necesidad de gesto ni palabra, había sugerido su atento can. Allí
permaneció sesteando y esperando acontecimientos.
Al cabo de unas horas,
cuando el día empezaba a declinar y el sol lentamente iba dejando
de iluminar a los mortales, la aldea se fue llenando de ruidos y
voces. Mujeres y hombres, salían de sus casas e iban de aquí para
allá, recorriendo las calles con premura y excitación en lo que
parecía la preparación de un acontecimiento importante o por lo
menos significativo, a juzgar por la seriedad del ajetreo. Cuando
movido de su natural curiosidad el caminante preguntó por las
razones de todo aquel animado trasiego, la gente se mostró reacia
en dar explicaciones., de manera que no pudo saber de su significado
hasta pasados algunos días. La gente ante el extraño no sólo
guardaba silencio sino que rehuía cualquier aproximación.
Pensó entonces en la
existencia en la aldea de algún tabú en torno a lo estaba por
acontecer. No era la primera vez que el caminante se había
encontrado con prohibiciones rituales en su deambular por tierras y
pueblos. Quizás un tabú sobre determinadas palabras o personas y
por ello guardaban silencio, no fuera que en la inconsciencia del
discurso,se dijera lo que no se podía decir o se nombrara a quien no
se podía mencionar. El caminante decidió no preguntar más y se
puso a observar con detenimiento lo que tan diligentemente hacían
los aldeanos. En ocasiones, se dijo, el silencio es el mejor
camino para la comprensión de las cosas y casi siempre para el
entendimiento de lo más profundo.
Pidió
hospitalidad para pasar la noche que no se hizo de esperar. Presto
le proporcionaron una casa a las afueras del pueblo que hacía las
veces de casa de acogida para visitantes y forasteros. Unas mujeres,
seguramente las encargadas del mantenimiento, le entregaron mantas y
sábanas así como una copia de la llave de la casa para que pudiera
usar de ella con libertad. Se acomodó y se dispuso a pasar unos días
en espera de asistir a algún evento interesante. A pesar del trato
correcto recibido y la hospitalidad, las mujeres que le atendieron
también guardaron silencio.
Se
trataba, según supo más tarde, de acompañar al invierno en sus
últimos días siendo parcos tanto en la palabra como en la
alimentación y en lo salaz. Era costumbre pasar aquellos días con
frugalidad. En cualquier caso, hasta la proclamación de la
primavera, se había de evitar hablar sobre los “ hacedores de
lluvia”. Sus solos nombres podrían provocar nubes amenazantes y
atronadoras, tormentas repentinas y granizo destructor sembrando la
tragedia por doquier.
El día
siguiente fue tranquilo en los quehaceres aldeanos. Durante la mañana
el caminante se entretuvo en ver enjaezar algunas mulas y rocines,
todas ellas caballerías propias para las tareas del campo, y cargar
sus alforjas de los más variados aparejos para el trabajo de la
tierra, en observar la solicitud de las mujeres de la aldea en sus
compras y descubrir las estrategias de gatos y perros, incluido su
fiel Acros, en la búsqueda del alimento matutino. Mozas de diversa
edad y contextura estuvieron cruzando la plaza toda la mañana con
desenvoltura o desaire según los casos, para llenar sus cántaros
del agua necesaria que transportaban sobre la cabeza o las caderas.
El
caminante aprovechó también sus días de estancia para pasear
por los alrededores de la aldea y contemplar su variado horizonte.
Al norte se podía divisar una serie de colinas rodeadas de bosques
de encinas y alcornoques de las que surgía como por ensalmo un
caudal mediano de agua que los aldeanos llamaban río, el cual tras
bordear la aldea se perdía por el oeste. Al sur un páramo seco y
desgarrado de ocre rojizo acababa en una larga línea completamente
horizontal en donde la tierra se unía con el cielo.
Al atardecer del segundo día, cuando
la plaza de la aldea volvía a transformarse con la mortecina luz
del sol y las tímidas luces de las farolas, vio cómo hombres y
mujeres, todos ellos jóvenes, fueron llegando de diferentes partes
de la aldea por las calles que confluían en la plaza hasta formar
un pequeño grupo que se aglutinó en el pórtico de la iglesia.
Parlotearon durante un tiempo con el cura y algunas otras personas
que, a juzgar por el trato, debían ser notables del lugar. Tras
despedirse se perdieron de nuevo por las calles por las que habían
accedido a la plaza.
Al día siguiente, aunque la aurora
siempre se levanta desnuda, vestía para la ocasión un tul
ligeramente rosado pues, según explicaron los ancianos del lugar,
ese día venía de pasar la noche con Mesartin y Hamal, los
relucientes luceros de Aries, que toman cada año por estas
fechas el camino de Oriente, inmediatamente antes de que siguiendo
la misma ruta haga su aparición el majestuoso Sol de primavera.
El caminante en la tinieblas había
oído voces y visto el resplandor de hogueras en el bosque cercano
a las colinas. Se levantó presuroso a las primeras luces y se
dirigió, envuelto en el frescor de la mañana, hacia el bosque del
que provenían los gritos y risas. No tardó en ver salir del
mismo, entre reflejos de oro y esmeralda, a dos jóvenes, uno de cada
sexo, cogidos del brazo, cubiertos sus cuerpos con el verde intenso
de las hojas de los arces primaverales y coronadas sus cabezas con
guirnaldas de flores.
Caminan con paso ágil , acompañados
por mujeres y hombres alborozados, vestidos rústicamente a la usanza
del lugar, golpeando panderos y bailando alegremente. Las jóvenes
que forman el cortejo, peinan largas trenzas que posadas sobre el
pecho cuelgan hasta la cintura, rematadas con lazos de colores.
Cubren sus cabezas sombreros de fieltro verde, adornados con plumas
de aves entre las que destacan brillantes y coloreadas las del
faisán. Los hombres agitan calabazas rellenas de semillas
produciendo un suave murmullo. Completan los sonidos emitidos por el
cortejo el golpeteo de palos y el resonar de matracas girando sobre
un eje, creando así un ambiente singular entre misterioso y festivo
con el bosque al fondo y el sol tratando de abrirse paso entre la
bruma rosada de las colinas.
Al caminante ha sabido que
los jóvenes , coronados para la ocasión , representan al “ rey
y reina de la vegetación y serán hacedores de lluvia por todo el
año ”. Cubierta casi la totalidad de sus cuerpos por el
follaje nadie puede ver sus rostros hasta que lleguen al templo y
sean recibidos por el representante de Cristo en la Tierra, ya que el
hijo de Dios resucitó para salvarnos pero también para que cada
primavera resucite el bosque y el campo, muerto durante el invierno,
y despierten de su letargo cuantos animales buscaron en los
recovecos de las rocas un lugar en el que sobrevivir a las
inclemencias, los fríos y la falta de alimento.
El caminante se hace a un lado y deja
pasar el cortejo. Acros, buen entendedor, mira atentamente sin
ladrar, a pesar del contagioso alborozo de quienes con estruendo por
allí pasan.
Apenas el astro rey asoma por el
horizonte y hace el obligado saludo al Carnero Aries que le espera en
su salida, los más ancianos del lugar entonan los cánticos y toda
la aldea sabe que empieza el nuevo año. Esta vez llega diáfano
bajo un palio azul, adornado todavía con algunas estrellas que
titilan temerosas ante el
fulgor del rey naciente.
fulgor del rey naciente.
Cuando los jóvenes llegan a las
primeras casas de la aldea , los mayores, ataviados con sayales y
colgantes en cuello, brazos y cintura los reciben con una especie de
danza en la que mueven las caderas y dan pasos hacia adelante y
hacia atrás, sin prácticamente moverse del lugar. El resto de
habitantes de la aldea salen a su encuentro con júbilo y los
abrazan ostensiblemente para que el amor renovado en el contacto de
los jóvenes con el bosque fluya entre todos miembros de la aldea,
jóvenes, adultos y ancianos, como fluye la sangre vivificante por
las diferentes partes del cuerpo. Las mujeres lanzan al aire
pétalos de flores con el deseo de que el cielo, engalanado y
seducido, traiga a la aldea además de fecundidad todo tipo de
venturas.
Así es como, ejecutando con precisión
los ritos sacramentales propios de la llegada del año, la naturaleza
seguirá su curso con regularidad y la aldea vivirá sin sobresaltos
el devenir del resto de las estaciones, especialmente de la estación
seca en la que los campos necesitarán del agua portadora de vida.
Los cantos que entonan los ancianos y
a los que responden los jóvenes como en un torneo floral narran la
leyenda fundacional de la aldea. Epopeya que será completada a lo
largo del año con historias diversas en torno al invernal fuego de
los hogares o con motivo de algunos acontecimientos sociales tales
como casamientos, inhumaciones y bautizos. Insegura y amenazada por
la niebla del olvido en los mayores, y rebosante como un torrente en
boca de los jóvenes cada año la leyenda narra cómo Argóbriga, la
aldea, fue fundada por mujeres y hombres valientes provenientes de
la lejana y sombría Cólquida , una de las muchas regiones que
bordean el Mar Negro; arrojados de allí por los crueles Escitas
provenientes de la Capadocia quienes tras continuo y largo acoso
destruyeron sus asentamientos.
Pero mucho antes de narrar este adverso
final, canta la epopeya que tras la campaña de Jasón que navegó
hasta el reino de Minos en busca del vellocino de oro, argonautas sin
rumbo habían acabado por afincarse en la Cólquida de manera que al
mezclarse con los aborígenes, prosperó en toda la región el arte
de la navegación. Fue precisamente esta mezcla fecunda entre
intrépidos marinos venidos de Grecia y mujeres descendientes de las
míticas amazonas la que evitó su exterminio como pueblo, pues
gracias a la determinación de ellas y la destreza en el manejo de
velas y remos de los hombres, pudieron hacerse a la mar, atravesar
el peligroso Helesponto y el defendido y siempre vigilado Bósforo,
y llegar hasta la lejana Iberia, donde fundaron Argóbriga..
Con estas remembranzas musicadas del
final de una época y el principio de otra y algunas danzas
transcurrió el día. Al margen de la leyenda, lo obvio es la
presencia en la aldea por doquier del símbolo de Aries. El carnero
está presente no sólo en su cultura sino también en su economía
pues rebaños de ovinos y caprinos, junto con el cereal, la vid y el
olivo constituyen el sustento de Argóbriga . En cualquier caso el
nombre parece constituir un indicio fundado de lo que retiene la
ancestral memoria.
Cuando el cortejo llegó a la casa
consistorial los recibió la alcaldesa junto con los concejales,
vestidos de riguroso negro según la costumbre, quienes se unieron
al heterogéneo cortejo en el que contrastaban la primitiva
vestimenta floral de los “ hacedores de lluvia” , los trajes
tradicionales de los acompañantes y los sobrios trajes
protocolarios de las mujeres y hombres del concejo. El cura párroco
con roquete blanco y verde estola bordada en oro, les esperaba
pacientemente en el pórtico del templo. A su llegada roció a la
silvosa pareja con agua bendita y a continuación asperjó al resto
de asistentes. Tras unos minutos de oración en silencio, con voz
pausada y solemne leyó el texto sagrado cuyo eco resonó por los
soportales : “ A lo largo del río, en ambas orillas, crecerá
toda clase de árboles frutales con hojas que nunca se marchitan y
frutos que nunca se malogran. Darán frutos nuevos cada mes, porque
este agua viene del Santuario de Yhavé. Su fruto será bueno para
comer y sus hojas buenas para curar ( Ezequiel 47:12)
Supo el caminante que aquella pareja
había sido elegida y coronada como “ hacedores de lluvia” por
haber dado a luz mellizos aquel invierno. Los mellizos son
considerados una verdadera bendición no sólo para los padres que
los habían concebido sino también para toda la aldea. Los
mellizos, símbolo de la fertilidad , atraen a la lluvia.
Los aldeanos no pueden por menos de
exteriorizar su alegría pues mientras aquella joven familia no
abandone el lugar, entre otros beneficios la sequía estará alejada
de la aldea. Su madre, considerada bendita entre todas la mujeres ,
queda marcada al tiempo que protegida con la responsabilidad del
tabú. Nadie, ni siquiera los propios padres, pronunciarán los
verdaderos nombres de los mellizos. Si alguien, faltando a la
consideración debida, pronunciara sus nombres serán castigados
por los espíritus más próximos que habitan bosques, colinas y
páramos y por cuantos demonios y demás seres habitan en los cielos
y los infiernos. Por ello, a partir de este momento y para que nadie
vuelva a utilizar sus nombres, serán para los aldeanos Cástor y
Pólux, los argonautas gemelos que brillan en el cielo a los pies
del cazador Orión, el amante de la aurora.
El canto “ Calmate,
aliento de los mellizos” que recita todo el pueblo al
finalizar el cura párroco la lectura de los textos sagrados, será
invocado cada vez que el mal tiempo se cierna amenazante sobre la
aldea y las tormentas y el granizo hagan peligrar el fruto de árboles
y campos o dañar el ganado.
Mientras los mellizos conserven su
salud, los campos recibirán el agua salvadora y los manantiales
brotarán generosos desde las entrañas de la tierra . Los peces
llenarán el río, atraídos por la presencia de los mellizos de la
misma manera que cada noche la constelación de Piscis sigue los
pasos de Aries.
Entre las muchas obligaciones propias
del tabú, los padres de los mellizos, ahora “hacedores de
lluvia”, no permitirán que sus hijos se bañen en el río, bajo
la amenaza de convertirse en peces. Por el contrario, entre los
muchos privilegios que les concede Cristo Redentor y el resto de
deidades, está el poder hablar con los animales salvajes que se
acerquen a beber al río, ahora bajo su protección y dominio.
Serán los únicos que podrán llegarse hasta ellos sin peligro y
decirles que , puesto que el río es de todos, beban cuanto
necesiten pero que no lo crucen ni importunen a los habitantes de la
aldea de la misma manera que ellos no molestan ni a ellos ni a sus
crías.
Si
tarda en llegar la lluvia, deberán
los mellizos cubrir de negro sus rostro con tizne y a continuación
lavar copiosamente su cara para que el viento traiga negras nubes
que convertidas en agua, rieguen los campos sedientos. De la misma
manera deberán llegar hasta el río, recoger agua en el recipiente
bendecido, realizar su plegaria y rociar las paredes del templo y las
casas de la aldea cuantas veces
sea necesario.
En caso de muerte, serán enterrados
cerca del cauce del río, junto a sus prójimos que habitan en
él, para que su espíritu pueda sumergirse y alegre juguetear con
peces y nutrias.
Fue así cómo durante los fastos de
entronización de los “ hacedores de lluvia” que duró todo el
día y toda la noche, los aldeanos celebraron la llegada del nuevo
año.
De manera semejante a como el Sol
suaviza su color de fuego al amanecer, para no herir a cuantos
desnudos se han amado en el bosque, ahora , encadenado a la rueda
del tiempo, antes de ir a visitar a sus otros súbditos que habitan
más allá de las montañas y el océano, pinta en su despedida el
cielo de un rojo intenso para incitar de nuevo a la pasión. La luna
transparente aparecida en el horizonte, tras escalar varios grados en
la esfera celeste , cambia la seda por el tupido lienzo blanco. Las
estrellas vuelven a titilar esta vez alegres con la llegada de la
oscuridad a quien sirven y atienden con esmero.
Se encienden las farolas de la plaza y
al momento se abren de nuevo las puertas del templo. Repican
alborozadas la campanas queriendo acompañar con su sonido al sol que
se despide por el camino del infinito. Los aldeanos se van acercando
al pórtico del templo, también los “hacedores de lluvia” que
han descubierto su rostro pero permanecen cubiertos con las hojas de
arce. Se forma de nuevo el cortejo a su alrededor pertrechados con
los palos, las matracas y los panderos. Desde el interior del templo
una órgano entona de nuevo el “ Calmate aliento de los
mellizos” que cantan los presentes. Cuando acaba el canto,
el cortejo se pone en marcha y baja por el camino del lavadero
hasta los huertos cultivados. Al pasar junto al cementerio se hace el
silencio, pero apenas dejado atrás el último muro circundante
explotan de nuevo las voces, risas y cantos que se hacen cada vez más
tenues a oídos del caminante quien permanece quieto, bajo el olmo
que crece junto al lavadero, mirando en dirección a las huertas
por cuyo camino desaparecen. A sus espaldas se van apagando una a
una las farolas de la plaza y apenas algunas quedan encendidas por
las calles adyacentes, testimonio nocturno de la existencia de la
luz. En las casas su secuencia decreciente indica que los aldeanos
van ocupando sus lechos. Se produce una calma total. Bosteza Acros
y bosteza contagiado el silencio. La luna sigue abriéndose paso en
la noche mientras las estrellas que caminan en sentido contrario,
le ofrecen, como en una procesión, su luz titubeante desde las
laderas del camino. El ruiseñor desde un árbol cercano acompaña
con su canto a la música del agua que brota orquestada por los
caños del antiguo lavadero. A lo lejos, en los huertos, se oye el
coro lejano que renueva el ancestral rito de la fecundidad sobre
los cultivos. El caminante piensa largamente en el misterio de la
vida.
Cuando la luna llega al final de su
camino y parece dispuesta a sumergirse en el horizonte, la aurora,
como queriendo evitar un intervalo de oscuridad, lanza de nuevo sus
rosados rayos y provoca la algarabía de tórtolas, verderones,
carboneros y demás habitantes del bosque. El autillo desde los
olivos cruza veloz sobre la cabeza del caminante en dirección al
campanario en donde tiene su hueco en el que dormirá, paradoja del
destino, mientras trascurre el día.
Algún aldeano madrugador, azada al
hombro, tirando de ronzal dirige a su asno por el camino que lleva
al páramo. Al poco rato los jóvenes, tambaleantes, ojerosos,
cansados, suben la cuesta que les trae de los huertos, casi en
silencio. Los reyes del vegetal, caídas las hojas que les cubrían,
muestran casi su total desnudez . Alguien del cortejo entona
solitario un canto que nadie secunda..
Lleno del incomprensible significado de
todo lo que acontece al ser humano, el caminante, inicia al día
siguiente los preparativos para su partida. Recoge sus pocas
pertenencias. Acros entiende al momento que va a iniciar una vez más
el camino hacia no se sabe dónde, por ello sorbe en el recipiente
que su amo dispuso unos tragos de agua. El caminante tira a unas
plantas cercanas el resto que queda en el improvisado recipiente.
Acros se llena de inquietud y empieza, como le ocurre en estas
ocasiones, a mirar en todas las direcciones y a dirigirse de aquí
para allá, hacia las salidas del pueblo, teniendo que retroceder
hasta adivinar cual de todas las direcciones tomará su amo. De
momento va a devolver la llave a la mujer que se la entregó y se
despide de aquellos aldeanos con los que ha confraternizado y con
cuyos relatos ha podido entender la historia de la aldea y el
significado de la fiesta iniciadora de la primavera. Ha asistido una
vez más al pagano y al mismo tiempo cristiano rito de Isthar y ha
adquirido un conocimiento del arcano que irá desentrañando poco a
poco en su largo caminar.
Pero antes de abandonar la aldea,
quizás para siempre, siente el impulso de conocer a los mellizos que
tanta dicha han de traer a Argobriga. Pausadamente se dirige a la
casa en la que ha podido saber que viven. Cuando llega, llama a la
puerta y a continuación hace una señal a Acros para que permanezca
allí. Una mujer, entrada en años, le abre y tras manifestarle su
deseo le hace entrar. Al pasar junto al dormitorio puede oír la
respiración profunda de los padres, “los hacedores de lluvia “
que duermen profundamente. Dos niños de apenas unos meses, gatean
jugando y moviendo pequeños objetos sobre una manta extendida en el
suelo, ajenos al profundo significado del que han rodeado sus
vidas. Los mellizos detienen su juego y miran atentamente al
desconocido. Acros que ha quedado en la acera, ladra reclamando la
presencia de su amo a quien no ve pero sí oye. Uno de los niños,
Castor o Polux, alarga su bracito con el dedo extendido en dirección
a la puerta mientras balbucea , el otro, Castor o Polux, empieza a
gatear en dirección a la puerta mientras dice ”Guau”. La mujer
lo coge en brazos, pero insiste en ser llevado hasta la puerta.
Se llama Acros- le dice el caminante-
queriendo llamar la atención de los mellizos sobre su presencia,
eclipsada totalmente por el estímulo de saber que hay un can a la
puerta de la casa.
No queriendo molestar más, da las
gracias a la mujer por haberle permitido ver a los niños, hace una
pequeña reverencia y sale a la calle. Acros , al verlo salta de
alegría y se pone de nuevo en movimiento hacia una y otra dirección
de la calle, hasta ver que su amo se dirige definitivamente hacia el
sur... el camino que lleva al páramo polvoriento.
Protegido apenas de sombrero de paja
y una camisa color verde de manga largas y su chaleco gris, cargado
con su hatillo y su cantimplora, el caminante y su perro divisan al
frente un horizonte en el que el cielo hierve sobre el erial. Se
orientarán con la posición del sol o lo que es lo mismo por las
sombras de las pocas acacias y matorrales retorcidos por la
sequedad. A pesar de tener que recorrer una tierra agrietada con la
canícula que ha adquirido el sofocante color rojizo de quien
padece sed, sabe el caminante que ahora atravesar aquel páramo y
dirigirse al sur es su destino. El can irracional, atado a la
naturaleza y a su conductor, por lazos emocionales no muestra
ninguna inquietud. Por encima de cualquier penalidad lo que más
valora es la compañía, ese sentimiento tan cercano al amor.
Como es su costumbre, tras andar
algunos kilómetros, todavía visible la aldea aunque ya casi
perdida en el horizonte, busca un lugar para descansar. En aquel
desierto unas rocas en las que han crecido una aliagas cimeras le
brindan su sombra y resultan ser un lugar acogedor. Se sienta abre su
cantimplora y rápidamente Acros acude a su lado, quien sin reclamar
su ración de agua está atento a cualquier movimiento en este
sentido. El caminante bebe y busca donde verter el agua para su
acompañante. Tras apagar la sed se reconfortan con el ligero aire
que por la sombra se mueve. No tienen prisa. El ánimo se solaza y
pensamiento del caminante ora vuela hacia el impresionante cielo
azul ora rastrea el mar ocre y polvoriento que se presenta a la
vista.
Rodeado de aquella sedienta inmensidad
siente que realmente la aldea está de suerte, que el Sol de
primavera en su conjunción con Aries y Piscis les ha bendecido con
el nacimiento de los mellizos. Renovado su amor con los ritos de la
primavera, los “hacedores de lluvia” han de traer el agua a los
los campos cuando llegue la estación seca que en el aquel desierto
es ya una realidad.
Los mellizos crecerán alegres con el
resto de los niños de su edad, pero no se bañarán en el río y
serán Castor y Polux, para que cuando sea necesario, hablen con
Orión el cazador que preside el cielo durante el verano y a cuyos
pies yace su perro Sirius y así la Aurora , su amante, con la
mediación de Cristo Redentor, envíe a la aldea y a los campos
negras nubes preñadas de agua .
El caminante hizo un gesto a Acros
que interpretó como “ vamos”. Nunca, se
dijo, dejaremos de sorprendernos
© Rafael Rodrigo de libro Estampas
rústicas 2011
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LA DIOSA DE LA TAIGA
El bosque de hayas rojas guarda
silencio en el atardecer otoñal. Las gotas caen sobre las hojarasca
como un contrapunto a la música de agua cristalina en su carrera
entre las musgosas rocas del arroyo. De vez en cuando la caída de
un árbol muerto nos habla de la paradoja del bosque vivo y un
enorme rugido se extiende por los prados circundantes donde caballos
y acémilas pastan en libertad. Las montañas responden con su eco.
Más allá, en los altos claros de los
montes, tendidas sobre la hierba y envueltas en una leve bruma rumian
las vacas y sus ya crecidos terneros, paridos sobre la alfombra
violeta de la lejana primavera, quienes indolentes miran cómo el
horizonte se tiñe de rojo y empiezan a titilar luceros y estrellas.
Cada mañana, apenas despierta el día,
María con su vestido verde ribeteado de negro y su pañuelo rojo en
la cabeza, a la usanza de las aldeanas de aquellas tierras, atraviesa
andando los verdes prados radiantes de luz y va a la aldea para
vender los huevos de sus ocas y gallinas y los frutos de su huertos.
Y de la misma manera cada atardecer envuelta en la tenue luz de la
tarde y las primeras sombras que preconizan la noche, vuelve a casa.
Apenas la ve abriendo la empalizada, Lucio emite desde la lejanía
un largo rebuzno y trota alegre hasta la cerca del camino para que le
acaricie. Rito que evoca ancestrales lazos de hermandad entre el ser
humano y el bruto. Este reconocimiento tiene lugar desde que murió
Roberto, su marido, y el asno compañero inseparable en sus rústicos
quehaceres, fue abandonado en el prado. Lucio había sido comprado
en la feria de ganado de una villa cercana. Buen ejemplar de noble
raza zamorana con su hocico blanco y abundante pelo negro y marrón,
estaba bien adaptado a vivir en climas fríos y resultó muy útil
por su domesticidad y para la delicada carga que debía transportar.
Una vez por semana Roberto acudía con él al mercado del valle
para vender la cerámica artesana que elaboraba y cocía a diario en
su taller de fuego y barro. Lucio sustituyó a Rómulo que demasiado
entrado en años, resbalaba y tropezaba en las desgastadas piedras de
los caminos de herradura por los que transitaban en armonía de
silencio con su amo. Rómulo fue vendido para otros menesteres más
propios de su edad y Lucio se hizo cargo del transporte. Pero por
los insondables motivos del destino a los pocos meses de aquel
cambio Roberto murió a consecuencia de una desgraciada caída por
la ladera de una montaña, cuando con el propósito de ir a ver sus
colmenas tomó el atajo que bordea el Barranco de las Moreras. No era
un camino excesivamente peligroso y de hecho año tras año Roberto
lo recorría con asiduidad, pero aquel día hubo de resultarle fatal
y se dejó allí la vida para que su alma vagara y disfrutara de
aquel paraíso de hierba, roca y nieve que le había visto nacer.
Desde la muerte del amo, el pobre
animal echaba en falta el calor humano. Ya nadie venía de buena
mañana a preguntarle cómo había pasado la noche ni a darle la
ración de avena al atardecer cuando los roedores con sus ruidos
anuncian la oscura soledad sin luna. Ya nadie le cepillaba,
acicalaba ni le ponía las alforjas sonoras por el tintineo de las
jarras de barro. Nadie le llevaba recorrer las sendas grabadas en su
memoria perfumadas de espliego y tomillo ni a mezclarse con el
abigarrado gentío de los mercados aldeanos en donde mezcladas con
las voces humanas podía oír los relinchos y rebuznos de los de su
especie y oler su fragancia. A pesar de estar rodeado de imponentes
montañas en las que se escucha el rebramar de los ciervos y el
trisar de las alondras, Lucio se sentía sólo.
La casa de María quedaba separada de
las últimas casas de la aldea por un amplio prado y estaba situada
ya muy próxima al bosque de hayas. El camino de aproximadamente un
kilómetro desde la aldea a la casa de María permanecía verde casi
todo el año excepto en los días de invierno en que se cubría con
un inmaculado manto de nieve. Una pareja de pesados mastines, media
docena de alborotadoras ocas grisáceas , varios gatos de razas
dispares, dos enormes pavos con su moco bermellón y un nutrido
palomar eran sus compañeros de estancia y vida.
Ninguno de ellos, ni siquiera los
mastines , que seguían incansables los movimientos de María por
todo el recinto, abandonaban la casa cuando salía al monte a coger
hierbas medicinales o iba a la aldea. Incluso las palomas, tan
amantes de largos vuelos de libertad , rara vez fueron avistadas
por el pueblo. Cuando no estaban gimiendo en su palomar, estaban
sobrevolando el bosque o picoteando el grano silvestre en el prado.
Se diría que aquella casa era el lugar seguro y confortable que todo
animal desea y busca gozoso para tener un nido.
Desde que murió su marido María había
añadido al sustento proveniente de animales y campos la recogida de
hierbas de las que conocía sus propiedades culinarias y remedios
medicinales. Una vez a la semana con este propósito iba a venderlas
a algún pueblo cercano en el valle, como antaño hiciera su marido
con las piezas de alfarería. Así fue cómo adquirió fama de
curandera.
De hecho, María soportaba con
paciencia las contradicciones de una tal notoriedad. Decían que no
sólo curaba con acierto enfermedades sino que era conocedora del más
allá y que por diferentes procedimientos adivinaba el futuro de
quienes se lo solicitaban. La gente recurría a ella para conocer de
los más diversos asuntos: el curso de la enfermedad de un ser
querido, el futuro de una cosecha, el cercano nacimiento de un
becerro o las razones por las que una madre había dejado
repentinamente de recibir cartas de su hijo ausente.
El cura párroco en sus pláticas
reprobaba a quienes recurrían a María para remediar males y
tranquilizar sus espíritus y les acusaban de simples, rudos y
supersticiosos. Pero en la práctica, pocos eran quienes a lo largo
de su vida no lo hubieran hecho por uno u otro motivo. Unas veces
acudían a casa de María pretextando tareas que hacer en el bosque,
algún animal que recoger de la montaña o un asunto que resolver en
los prados cercanos a la casa. En otras ocasiones preferían por la
gravedad del asunto a tratar, aún a riesgo de ser vistos, hacerle
pasar a sus hogares. Allí visitaba entre olores humeantes de
romero al enfermo postrado en su cama. En ocasiones pasaba a la
boyera para atender a la vaca que inquieta presentaba los primeros
signos y señales de parto o al corral donde entre gallinas
indiferentes, pavas, conejos y demás habitantes del mismo, rodeada
de vecinas curiosas a la sombra de un olmo o una higuera escudriñaba
las entrañas de un ave con el propósito de adivinar el porvenir.
Aunque su reputación como curandera
era relativamente reciente, el manejo de las artes mágicas venía
de lejos. Las había aprendido de una tía paterna con quien pasó de
niña varios años cuando tras la muerte de su madre , debida a una
larga enfermedad, su padre recurrió a su hermana que vivía en una
aldea próxima para que le ayudara en la crianza de la hija. Años
más tarde, hecha ya una mujer y morir también su padre, recibió
la casa paterna en herencia , regresó de nuevo a la aldea que le
había visto nacer y ocupó la casa junto al bosque de hayas. Aquel
fue su hogar durante el tiempo que duró su soltería y también su
matrimonio con Roberto. Y ahora, viuda, permanecía en aquel oasis de
paz rodeada de sus numerosos y queridos animales.
María estaba dispuesta a aplicar los
conocimientos medicinales aprendidos de su tía pero apenas pudo
hacerlo pues se casó a los pocos meses de volver a la casa paterna.
A su marido, hombre temeroso de Dios y de los hombres, de carácter
taciturno y amigo de pocas palabras, todo aquel trajín de creencias
en torno a su mujer le producía inquietud y malhumor. Así pues
María no forzó la situación y mientras vivió su marido procuró
mantenerse al margen de este tipo de actividad. En realidad Roberto
era un buen proveedor, alfarero, artesano de profesión, constante y
trabajador, vendía con facilidad sus productos de barro por las
aldeas y puesto que el matrimonio no tenía hijos no les faltaba lo
necesario para vivir.
Pero tras la muerte de Roberto, María
rompió las limitaciones que se había impuesto y empezó a aplicar
los remedios aprendidos y a practicar con los poderes que le habían
sido dados. Poco a poco se rodeó de ese halo reverencial y
misterioso con que se revisten quienes adivinan el futuro y que no
deja de entrañar riesgos y peligros, dada la credulidad de la
gente. Con el paso del tiempo se fue tejiendo una leyenda sobre su
persona con algunos tintes míticos. Debido a los beneficios que
producía con sus remedios, el acierto de sus conocimientos, la
sagacidad de sus explicaciones o simplemente la necesidad de la
gente de sentirse en contacto con el más allá y encontrar una
explicación mágica a los acontecimientos de la vida diaria, fue
encumbrada contra su voluntad a la fama de lo sacro. Era, decían
algunos, una reencarnación de la diosa que según los más antiguos
había habitado la cima de la Taga, nombre con el que se conocía a
la montaña más alta del lugar. Otros por el contrario, aunque la
admiraban, recelaban de sus poderes, temerosos de que en un momento
dado, con motivo de alguna venganza, pudiera aplicarlos contra sus
seres queridos o ellos mismos. Así pues, para los aldeanos a
quienes María había favorecido era una santa y para quienes le
temían simplemente una bruja.
El cura párroco que había aprendido
en el seminario que las artes mágicas no eran sino obras del maligno
rechazaba abiertamente a María, como ya hemos dicho, y consideraba
sus artes reprobables e insanas. Tesis a la que se sumaban algunos
aldeanos entre ellos el alcalde y los notables del lugar más por
razón de la posición de sus cargos y su proximidad a la autoridad
de la Iglesia que por convencimiento. De hecho y a pesar de sus
diatribas en sus hogares se consideraba el tema tabú para evitar
enfrentamientos, ya que la mayoría de sus mujeres habían recurrido
a la curandera para problemas relacionados con el parto, la crianza
de los hijos y la salud.
María acusaba esta ambivalencia de
trato y se andaba con cuidado. Aunque su carácter había sido
abierto y comunicativo mientras vivió su marido, ahora mantenía
un tono distante con los habitantes de la aldea. Le ayudaba en ello
su vida relativamente distante del pueblo en la casa cercana al
bosque de hayas. Pero los acontecimientos llevan su propio devenir y
el destino suelen ser ajeno a la voluntad de los humanos, de modo
que las leyendas sobre María crecían y se incrementaban
contrariamente a su deseo. El distanciamiento que cultivaba María
como mecanismo de defensa se convertía en neutralidad, virtud
valorada para resolver ciertos asuntos y apropiada para conjurar
angustias propias de la vida diaria. De manera que su fama y leyenda
crecía más y más.
Dada la proximidad al bosque de su
vivienda, algunos animales salvajes acuciados por el hambre se
acercaban a comer la paja amontonada junto a la cuadra o el grano que
esparcía como alimento para las aves. La imaginación popular
concluía de ello la existencia de un poder que le permitía hablar
con los animales. Los ciervos y corzos venían a estar con ella y los
mastines no les molestaban ni las ocas y gansos graznaban ante su
improvisada presencia. Había quien decía que la curandera se dejaba
poseer por el espíritu del bosque al atardecer cuando el cielo se
tiñe de rojo por la sangre de quienes luchan tratando de ocultar
al astro en el horizonte y hacerle bajar cada noche a los infiernos.
Otros añadían que ese mismo espíritu la había convertido en
guardiana de la floresta y que los pájaros acudían presto a su
llamada para trasmitirle noticias del más allá. Había quien
testimoniaba que inhalaba el humo del laurel con el que entraba en
trance. Si adivinaba el porvenir era porque podía hablar con los
espíritus de los muertos que libres ya de las ataduras de sus
cuerpos habitan mundos etéreos. También se rumoreaba que bebía la
sangre de los corderos, con la finalidad de sorber su espíritu
moribundo y poder, también ella, moverse por las esferas celestes.
Cierto día de otoño, encendidas las
primera luces del crepúsculo, un viento húmedo del noroeste,
helado para la época del año, anunció la llegada de la lluvia que
caía hacía horas sobre las cercanas colinas. Cuando a los pocos
minutos llegaron las primeras gotas a la aldea el ambiente se llenó
del inconfundible olor a heno y a tierra mojada. Súbitamente, desde
el interior de una de las casas se oyó un prolongado grito que hizo
enmudecer al murmullo de las gotas de agua sobre el empedrado.
Algunas mujeres tapándose la cabeza con sus delantales cruzaron
veloces la calle para dirigirse a la casa de donde había surgido
el desgarrado alarido y de la que llegaban lamentaciones y sollozos.
Minutos más tarde el monótono rezo del rosario se confundía con
el golpeteo de la lluvia y un acompasado y rítmico repique de
campana estuvo anunciando al muerto durante toda la noche.
De siete años de edad apenas
cumplidos, vestido con su blanco traje de marinero con el que había
recibido hacía unos meses la sagrada comunión enfrentaba ahora su
viaje por el océano del ocaso un niño de pelo castaño que yacía
sobre una cama cuyo cabezal estaba adornado con flores. Sus pequeñas
manos, pálidas y frías, sostenían entrelazas un rosario de nácar
y un pequeño breviario. Se diría, a juzgar por la placidez de su
rosto, con la misma ilusión con que lo había hecho en su reciente
comunión. A su alrededor seis candelabros traídos de la iglesia
proyectaban luces sobre la inocente criatura y convertían las
sombras de las personas allí presentes en danzantes espectros
prestos a acompañar su alma por el peligroso camino del más
allá. Niños y niñas de su edad, a quienes no se les permitía
estar demasiado tiempo ante el cadáver de su hasta hace poco
compañero de juegos, pasaban perplejos por la sala deseosos de
verle por última vez. Algunos de ellos, contagiados por el ambiente
acababan sollozando antes de abandonar el lúgubre recinto.
De vez en cuando, alguien se atrevía
a levantar la cabeza y mirar a los ojos de los dolientes padres.
En su rostro una pregunta y la búsqueda de consuelo.
- ¿Por qué ?, ¿Por qué?
La noche se hizo larga como ocurre
siempre que se acompañaba a alguien en su trance hacia el más
allá. Los presentes, siempre vigilantes, sostenidos por un frugal
ágape de difuntos, procuraban que las velas permanecieran
encendidas para que el espíritu no se extravíe y encuentre
rápidamente el camino definitivo que le llevará al cielo.
Al día siguiente casi todos los
habitantes de la aldea, reunidos en la iglesia parroquial, asistieron
a la misa por el alma gloriosa de aquel niño. Ya no llovía, pero
las nubes permanecían en el cielo contribuyendo a la melancolía y
tristeza presente en la aldea. Tras la misa se cantó un réquiem y
una vez finalizado el párroco, vestido con casulla y estola negra
bordada en oro, dio tres vueltas al féretro que parecía desafiar
con su brillante blancura la penumbra circundante. Moviendo
circular y rítmicamente un pesado incensario perfumó el recinto
con la fragancia del incienso y se colocó frente al niño
difunto para leer un breve responso y rociarle con agua bendita. La
madre corrió entres sollozo a abrazar a su hijo por última vez. A
una señal del párroco algunas mujeres se acercaron , la cogieron
con suavidad y la aportaron del niño. Los enterradores clavaron la
tapa del ataúd y los golpes retumbaron sobre las paredes con un
eco interminable en medio del más profundo silencio. La campana de
la torre seguía enviando a los cuatro vientos su lúgubre mensaje.
Cuatro hombres tomaron en sus hombros la caja y atravesando la
puerta principal salieron al atrio del templo donde esperaba el
resto de los habitantes de la aldea que no habían podido entrar en
el templo.
Se formó el cortejo: un monaguillo
llevaba no sin dificultad una pesada cruz de plata, apreciada
reliquia del pasado utilizada en estas ocasiones. Detrás de la
cruz se colocó el cura quien cubrió su cabeza con bonete de seda
negro y borla y puso sus dedos cruzados junto a la barbilla en señal
de profundo recogimiento. A su lado se movían inquietos dos
monaguillos vestidos con sotana roja y pelliza blanca, atentos a
cualquier gesto del párroco. Un tercero era el portador no si
dificultad, debido a baja estatura, del humeante incensario que había
recibido tras el responso .
Cuando la comitiva se puso en marcha
los padres del niño difunto ocuparon su lugar detrás del féretro.
La madre apoyada en el hombro de su marido suspiraba profundamente
como si le fuera a faltar el aire a cada paso. Junto a ellos una
joven de pelo rubio y tez clara y pecosa , vestida con traje y
mantilla, daba la mano a un niño de apenas cinco años a quien se
había vestido para la ocasión con una rebeca gris, pantalones
cortos del mismo color y zapatos brillantes de charol. Sujetaba el
infante con fuerza unos pequeños guantes blancos, prenda de su
hermano difunto, que alguien le había dado. El cortejo cubría lento
la distancia desde la iglesia hasta el cercano cementerio en profundo
y tenso silencio. Al llegar a los primeros cipreses que jalonan el
camino y a la vista las primeras tumbas yacentes sobre un verde
manto de hierba , se oyó:
- ¡ Ha sido la bruja !
Un rumor se extendió por el numeroso
grupo de gente como se extienden sobre la superficie de un campo de
trigo las ondas del viento.
Tras la última plegaria, el ataúd fue
depositado suavemente en la fosa excavada desde el día anterior por
los alguaciles. Algunas mujeres depositaron flores. Luego algunos
puñados de tierra arrojados por los familiares del niño sobre el
féretro. A continuación el rápido trabajo de los enterradores hizo
desaparecer a la vista de los vivos y para siempre a aquella criatura
que sólo unos días antes reía y corría por las rústicas calles
de aquella aldea. .
Al día siguiente, tras el entierro,
el rumor sobre la participación de María en la muerte del niño
lejos de desaparecer había aumentado hasta golpear las paredes de
la aldea como el eco sonoro de un amenazante vendaval.
- Dicen que ha sido María,
la bruja que vive en la casa del bosque.
- ¿Por qué sino cada año muere un niño en nuestra aldea?
- Alguien nos trae esta desgracia. ¿Y quién sino María?
- Los médicos no saben la causa de las muertes de nuestros hijos. No se trata de algo natural.
- ¡ Es la bruja quien con sus poderes y su magia mata a los niños !
- Fue ella quien hizo morir a Raquel la de Lola y Carlos ¿Quién sino? Los médicos nunca explicaron su muerte ni la del resto de nuestros niños
- Si, seguramente fue ella quien mató también a la hija de Lucas y a la de Rosario.
Pasaron los días y como siempre ha
ocurrido con curanderas y brujas, cada vez se hacían más
conjeturas, fruto de la irracionalidad mezclada con la sugestión y
el miedo, a cerca de la influencia de María en la vida de los
aldeanos. Pero la sugestión y el miedo no son sino un caldo de
cultivo que exaltan la creencia y hacen confundir el pensamiento con
la realidad de las cosas, por lo que la vida de María empezó a
correr serio peligro.
Alguien, agradecido por algún bien
conseguido por su mediación, le hace llegar la noticia y le pide
que no se acerque al pueblo. Le explica que se ha apoderado de la
aldea el rumor de que es ella quien mata con su magia a los niños.
Le ruega que huya lo más pronto posible.
María se asusta, se encomienda a Dios;
pero permanece en su casa del bosque a pesar del peligro. No quiere
irse ni tiene donde hacerlo. Durante el día arregla la casa
cuidadosamente, alimenta a sus animales y alarga su tiempo de estar
con ellos, como quien sabe que va a tener que abandonarlos a su
suerte. Ella que tantas veces se ha comunicado con el más allá,
presiente ahora en medio de la belleza de aquellas montañas y de la
inmensidad de los prados circundantes la proximidad de la muerte.
Hay silencio y paz a su alrededor. De vez en cuando se oyen los
mugidos de las vacas, el relinchar de las acémilas o el revoloteo de
las palomas. Pero sabe que aquel profundo sentimiento de paz que le
embarga no es sino el preámbulo de una muerte cercana. Por eso no
puede evitar mirar a cada momento al camino que le separan de la
aldea, por el que ha paseado feliz tantas veces, ahora iluminado
por el sol y sobre el que el viento otoñal ha depositado
pacientemente una dorada alfombra de hojas de robles, castaños y
hayas que pisará muy pronto el rey invernal cuando venga con su
manto de armiño .Por la noche apenas puede conciliar el sueño a
pesar de que sus fieles mastines le avisarían de inmediato de la
proximidad de cualquier persona extraña.
Mientras tanto, en el pueblo, aldeanos,
convertidos en horda, van al Ayuntamiento a ver al alcalde. Lo
encuentran rodeado de notables sabedores de las tramas y maniobras
de sus paisanos. Le hablan con tono imperativo y piden que María
sea apresada. El alcalde consciente de su responsabilidad trata de
detener a aquel grupo de mujeres y hombres que eleva cada vez más el
tono de voz. Hay quien le grita y amenaza. Con voz indecisa dice que
hay que consultar a los expertos, dar a conocer los hechos a las
autoridades y tratar de ver qué ocurre realmente. El cura enfundado
en su negra sotana la vista baja parapetado en sus pensamientos
guarda silencio y mueve la cabeza a izquierda y derecha sin atreverse
a decirles nada. Les falta resolución y coraje para frenar a
quienes convencidos de la culpabilidad de María en la muerte de
niños, más o menos frecuente en aquella aldea piden que sea
ajusticiada.
La horda de campesinos que en su
imaginación ha juzgado y condenado sumariamente a María al ver la
oposición de las autoridades abandona el ayuntamiento y con paso
rápido recorren amenazantes las calles del pueblo aliados. Quieren
llegar hasta la casa de María y apresarla. Cuando finalmente el
grupo enfila el camino en dirección a la casa de María lo forman
más de cincuenta hombres y mujeres armados con hoces, cuchillos.
A su paso por la cerca que bordea el
prado, Lucio, asustado por el tropel vociferante, emite un dilatado
rebuzno pero permanece expectante, inquieto, alejado de la cerca,
en contra de su costumbre de ir a saludar a cuanto humano transita
por aquellos parajes. Su rebuzno nervioso y prolongado se convierte
de inmediato en una señal de alarma para cuantos seres vivientes
que habitan las montañas. Los ciervos levantan su cabeza,
huelen,,otean el horizonte, y emprenden una veloz carrera desde los
prados a los bosques cercanos. Las vacas llaman a sus terneros y se
trasladan con paso decidido a los lugares en los que se sienten más
seguras. Las yeguas relinchan inquietas y recogiendo a sus potros se
lanzan a recorrer en círculo los límites de aquellos prados. Las
palomas alzan el vuelo y permanecen largo tiempo en el cielo dando
vueltas en torno a la casa sin atreverse a detenerse y posarse
sobre el tejado. Las ocas y los gansos graznan ansiosos. Los
mastines corren ladrando hasta la verja y muestran amenazantes
sus poderosas mandíbulas.
Los aldeanos atraviesan el prado con
paso decidido y llegan hasta la valla que rodea la casa de María.
La horda se detiene. Hay desconcierto y sorpresa en sus miradas. En
el umbral de la casa , a pocos metros de la verja donde los
mastines siguen ladrando y gruñendo, un hombre moreno, alto, de unos
cuarenta años, que viste cazadora de cuero y pantalones de pana
marrones de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho y las piernas
ligeramente abiertas observa a los vociferantes aldeanos. Unos pasos
detrás de él, debajo del marco mismo de la puerta, María cruza su
chaqueta de lana verde sobre el pecho. Su pelo apenas sujeto por
una fina cinta verde cae desordenado por hombros y espalda. De vez
en cuando una ligera brisa empuja algunos cabellos hacia su lívida
cara, pero ella no se atreve hacer un gesto para apartarlo.
Poco a poco el grupo de aldeanos va
bajando el tono de la voz y los gritos amenazantes se convierten en
un susurro. Ante aquel improvisado silencio, los ladridos de los
mastines parecen todavía más rabiosos, potentes y amenazantes.
María los llama varias veces. Finalmente dejan de ladrar y dando la
espalda a la multitud caminan moviendo pesadamente sus cabezas hasta
donde está su ama quien sin dejar de mirar a la horda, los
tranquiliza pasando la sobre sus lomos mojados por el sudor.
Los campesinos han reconocido a D.
Manuel, el médico que acude regularmente , martes y jueves ,a
pasar su consulta en las dependencias habilitadas como clínica en
Ayuntamiento.
¿Qué hace allí? ¿ Por qué está
con María? , se preguntan.
Alguien que ama en silencio a María
corrió hasta donde vive D. Manuel, el pueblo más hermoso y al mismo
tiempo más lejano del valle, para decirle que María, la curandera,
la viuda que cada semana montaba su singular farmacia de hierbas y
emplastos en el mercado de aquellos pueblos circundantes, a la que
algunos consideraban una bruja y también reencarnación de la diosa
de la Taga, estaba siendo acosada, amenazada y perseguida por los
aldeanos, que le hacían culpable de las últimas muertes de niños
acaecidas en la aldea.
Don Manuel que sabe que María no es
culpable ensilla rápidamente su caballo y acude a galope a la aldea
donde vive María, a la casa junto al bosque de hayas. Cuando los
campesinos toman la calle que lleva al lavadero con la intención de
enfilar el camino del bosque, D. Manuel ya ha conseguido pasar la
verja que habría de detenerlos y pudo hablar con María.
Extrañado por la frecuente muerte de
niños en la aldea con problemas respiratorios y afecciones
pulmonares llevaba meses hablando con los catedráticos de la
facultad de medicina donde estudió, de lo que consideraba una
extraña enfermedad. Una enfermedad desconocida y de difícil
diagnóstico. Una enfermedad que según los investigadores médicos
de la Universidad podía llegar a tener un nivel de incidencia alto
entre personas oriundas de un mismo lugar, dado su componente
genético. Una enfermedad hereditaria, no contagiosa, que se
manifiesta desde el momento del nacimiento y resulta incurable Una
patología compleja, que afecta a muchos órganos del cuerpo, aunque
en cada caso puede manifestarse de distintos modos y en distintos
grados. La afectación pulmonar es el síntoma más grave pues las
continuas infecciones deterioran el tejido pulmonar provocando la
muerte de los niños pues difícilmente se sobrevive a los ocho o
nueve años. El diagnóstico acuñado por el departamento de
fisiología de aquella Facultad :“ mucovicidosis o quística”. La enfermedad que probablemente era endémica en la
aldea por el casamiento entre pfibrosisersonas cercanas explicaba las
continuas muertes de aquellos niños e iba a ser tratada
preventivamente.
Tras el inesperado silencio provocado
por la presencia del médico se empiezan a oír de nuevo entre el
grupo de campesinos voces exaltadas pidiendo que María sea ahorcada,
pero D. Manuel toma la palabra para informarles de su grave
equivocación. Les reprocha su exaltada reacción, su ignorancia, su
obcecada maldad. Les amenaza con la justicia y les invita a
reunirse con él en el Ayuntamiento donde les esperan dos profesores
investigadores médicos que han venido expresamente a responder a
sus preguntas.
En los prados húmedos por el reciente
deshielo la hierba brilla reflejando con cada gota los colores del
mediodía. El caminante acaba de abandonar la aldea y se dirige al
cercano bosque de hayas. En el camino diminutas flores blancas y
lilas pujan por anunciar el esplendor de la primavera. Caballos,
vacas y ovejas de gruesa lana, asentados en las tierras bajas desde
que se iniciara el invierno disfrutan con la frescura del alimento
primaveral. La nieve blanquea todavía las cimas más altas sobre
las que solemnes planean varias parejas águilas que tienen ya
construidos los nidos. El olor a musgo y helecho del cercano bosque,
todavía húmedo, ensancha los pulmones del caminante. Acros, da
rienda suelta a su dormido instinto depredador siguiendo el rastro
de roedores y pequeños herbívoros sacados de su letargo invernal
por la primavera. Incapaz totalmente de cazarlos va de aquí para
allá. Atraviesa divertido la cerca una y otra vez pisando las
flores que salpican la hierba mojada de vez en cuando mira a su amo
deseando que no tenga prisa en su caminar.
Al caminante le gustaría retener
aquel instante de paz, en el que está sumergido el valle, pero
sabe que no es posible, que ser arrebatado en espíritu por la
belleza, sólo ocurre de vez en cuando. Por eso trata de vivir ese
momento.
Casi al final, el camino se pierde
en el bosque, aparece en un recodo la verja de la casa de María. El
caminante se acerca respetuoso y mira al interior con curiosidad.
Una cadena y un candado mantienen juntas las desconchadas puertas
de hierro por las que chorrea el óxido . La caprichosa yedra ha
trepado por los muros e invade los alerones y tejado. En el suelo,
junto al pozo, todavía puede verse el cubo con el que seguramente
María sacaba agua o llevaba el alimento a sus animales. Las puertas
de madera de la casa, hinchadas por el frío y la humedad del
invierno empiezan a resquebrajarse. Dos ardillas que suben y bajan
inquietas las escaleras cubiertas de musgo, se paran a mirar
asustadas la cabeza del viajero que asoma por encima de los
portones. La puerta de la cuadra fuera ya de los goznes está apoyada
en el dintel a punto de caer. El caminante mueve la verja por si
hubiera un resquicio y se abriera, pero sólo consigue que algunos
pájaros levanten el vuelo.
Le parece oír el ladrido de los
mastines, el graznar de ocas y patos y el incansable ajetreo de María
la curandera por aquel recinto. Pero el recinto permanece
solitario, sonoro y silencioso al mismo tiempo.. Lo que sí oye es el
arrullo de los palomos, descendientes de aquellos que cuidó
María, y ve cómo entran y salen del cálido palomar
importunándose los unos a los otros y a quienes los prados con su
grano silvestre seguían proveyendo. También escucha, tal como hizo
la curandera año tras año desde su infancia, el susurro de las
hojas del tilo que da sombra a la casa y el eco de la leña que cae
en el cercano bosque. Las tejas han empezado a caer por la acción de
los pájaros y el agua , como un preludio de la irremediable ruina
de aquella casa.
De vuelta a la aldea recordó toda
aquella historia que le habían narrado en la aldea. El eco de
esquilas y cencerros trababan el pasado y el presente en armonía.
Pensó en los olorosos otoños en que la lluvia canta sobre las
caídas hojas rojas, en los largos inviernos en los que el camino
guarda silencio cubierto de nieve y en las alegres y variopintas
primaveras e imaginó a a María yendo y viniendo por aquel sendero
que ahora pisaba.
Acros, ajeno a los pensamientos del
amo, seguía oliendo las innumerables yerbas del camino. Seguro que
sabía, como María, cuales eran medicinales y cuales no, pero un can
nunca llega a expresarse con claridad. Hubiera sido, pensó, un buen
compañero para la curandera María que sí parecía comunicarse con
los animales. Lo llamó y acarició. El can miró a uno y otro lado
creyendo que iba su amo a cambiar de dirección, pero le bastaron
unos segundos para saber que continuaría por el mismo el camino
que lleva de nuevo hasta la aldea y siguió zigzagueando delante
de su amo.
Súbitamente, al pasar junto a la cerca
se oyó en la lejanía un prolongado rebuzno. Un asno color oscuro
de hocico plateado y abundante pelaje, vino trotando en dirección
a la cerca extendidas sus largas orejas que giraba una y otra
dirección. Acros sorprendido miraba alternativamente aquel burro que
se acercaba veloz y a su amo como queriendo saber qué hacer y si
debía ladrar al intruso. Al momento comprendió que su amo lo
recibía complacido y se sentó esperando acontecimientos. Cuando
Lucio llegó a la cerca sacó su ruda cabezota por encima de los
desvencijados maderos y se dejó acariciar largamente.
- - Acros, dijo mirando a su perro que inclinó la cabeza al ver que su amo le hablaba: ¡ Pasamos por la vida !
Cuando llegaron al final de la cerca
siguieron el camino hasta una encrucijada. Allí torcieron a la
derecha para no volver a pasar por la aldea. El caminante se paró un
momento y miró atrás queriendo retener una vez más en la retina la
belleza de aquellos prados. De nuevo, desde la lejanía se oyó un
prolongado rebuzno.
© Rafael Rodrigo Navarro Estampas rústicas 2011
¡HAN
MATADO AL LOBO!
Ha llegado agosto. El trigo se ha
convertido en oro puro. Durante el invierno los aldeanos han ido
casi a diario a contemplarlo desde la atalaya, a ver cómo cambiaba
poco a poco de color. A los campesinos les gusta el color verde del
campo cuando debe ser verde y el color ocre cuando llega junio.
Conocen su lento devenir, y su ánimo
está desde hace tiempo acompasado al curso de las estaciones. Saben
ser pacientes.
¿Cómo si no serían capaces de
guardar silencio durante tanto tiempo?
Pero su silencio, no es inactividad.
Han de acompañar al crecimiento del cereal y tratar de ayudar al
devenir del tiempo, para que todo ocurra en su momento y nada se
detenga.
En febrero, como señala la costumbre,
enterraron al invierno quemando la paja que quedaba en sus graneros.
Saben que el fuego es purificador, que expulsa los fríos y
permite que surja de nuevo a la vida.
Han celebrado también el rito anual
del Carnaval y despedido al invierno. ¿Acaso no habéis oído sus
sinceros gritos de pena? No querían matar al invierno, pero no
han tenido otra opción si quieren que llegue el buen tiempo y con él
la madurez del grano. Pena y alegría en un mismo
rito y a un mismo tiempo. Así es la vida: muerte y resurrección.
Es el devenir profundo de la naturaleza.
Pero tras los hielos del
invierno, viene la luz de la primavera y la alegría del verano. El cereal ya
ha crecido y está completamente seco en el campo. Se ha producido,
una vez más, el milagro del ciento por uno.
Miran respetuosos por última vez los campos
granados. Contemplación y trabajo. Saben que el espíritu del cereal vive y reside en
ellos. ¿Cómo sino hubiera
crecido y madurado el grano? ¿Acaso no se mueve y
ondea la mies? ¿No se ha oído cantar al urogallo? ¿ No han visto
al lobo olfatear el aire y atravesar los campos de trigo? Sí, el
espíritu del cereal ha estado allí y continúa estando. Sienten el temor reverencial de su
presencia. Miran a los campos en su plenitud, atisbando al espíritu del grano antes de que se esconda definitivamente, cuando ellos entren a
segar el campo.
Pero ¿ Quién será el primero que
le hiera con sus hoz? ¿ Quién se atreverá a cortar la primera
gavilla?
¿ Quién osará a separar el tallo de la espiga y herir al trigo o al centeno?
¿ Quién osará a separar el tallo de la espiga y herir al trigo o al centeno?
Para que el espíritu del grano no se
enoje y dificulte los partos de las jóvenes grávidas sacrificarán
un cordero, allí donde antaño sacrificaban al Rey
del Cereal. Con el tiempo, las costumbres se han mitigado en la aldea.
Tras el sacrificio y bajo el riesgo de
sufrir la enfermedad, posible venganza del espíritu del grano, un
joven decidido y valiente inicia la siega. Sufrirá la indiferencia e incluso la crueldad de las gentes
de la aldea, pero finalmente cuando el espíritu del grano se haya
ido definitivamente y no amenace a los habitantes, se convertirá por un año, según la antigua costumbre, en Rey del Cereal .
Trás el futuro Rey del Cereal se inclinan los segadores para cortar por la base el tallo coronado por la
generosa espiga. Las mujeres atan y depositan las gavillas
sobre el surco que a su vez recogen los más jóvenes.
Mientras siegan sus
cantos conservan una cadencia fúnebre. Piden perdón al espíritu
del cereal por importunarle, por arrinconarlo, con cada golpe de hoz,
hacia el extremo del campo.
“ Ahí va el lobo,
por ahí huye el perro,
haremos salir al gallo del centeno.......”
“ Ahí va el lobo,
por ahí huye el perro,
haremos salir al gallo del centeno.......”
Durante varios días, apenas sale la aurora ,se oye
el trepidar de hoces y guadañas, los retos de las cuadrillas, las
risas provocadoras de las mujeres, las llamadas al trabajo. Y cuando llegan al campo, de nuevo
el temor reverencial. Probablemente el espíritu del grano durante la noche habrá, desolado,
recorrido su campo donde ha habitado en paz durante el invierno.
La siega se acerca a su fin y apenas queda
centeno sobre el campo. El espíritu del grano, arrinconado, seguramente temeroso
de ser herido por la hoz vive ya en las últimas espigas.
¿ Quién se atreverá a segar y atar la última gavilla?
¿ Quién será el último en arrancar el centeno a la tierra cada año fecunda?
¿Quién osará matar al espíritu de cereal y sufrir su posible venganza?
¿ Quién se atreverá a segar y atar la última gavilla?
¿ Quién será el último en arrancar el centeno a la tierra cada año fecunda?
¿Quién osará matar al espíritu de cereal y sufrir su posible venganza?
El joven que inició la siega se acerca lento, parsimonioso, la hoz en alto, hacia donde ondea la última gavilla. El resto de los segadores retroceden. Se hace un profundo silencio. Se oye graznar al arrendajo en la lejanía. Da un golpe seco a las ultimas espigan que salen por el aire y quedan desparramadas por el suelo.
Las mujeres lanzan gritos que poco a poco convierten en cantos tranquilizadores.
Corren los zagales desde el campo a la
aldea y atraviesan calles y plazas golpeando las puertas y gritando.
¡ Ha matado al lobo! ¡ Ha matado al lobo! ¡El rey del cereal ha
matado al lobo!
Salen de sus casas mujeres, niños y
ancianos que acuden presurosos a la Iglesia. Repican las campanas.
Suena en el templo el viejo órgano que acompañando a un desafinado
Te Deum.
Al poco tiempo, entre gritos de
indignación que no pueden ocultar también su júbilo, empujan
hacia el pórtico de la Iglesia al joven segador que cortó la
última espiga. Ha matado al espíritu del grano. Es culpable y al
mismo tiempo querido por todos. Ahora lo ultrajan pero pronto, cuando
el espíritu del grano vengador se haya alejado de la aldea, será
coronado Rey del Cereal.
Durante un año será el benefactor de todo cuanto ocurra en la aldea, pero también el chivo expiatorio de todos los males, hasta que siguiendo un ciclo sin fin, vuelva a crecer el trigo y tras las lluvias de otoño, soporte de nuevo impasible los hielos del invierno hasta ser dorado por el sol.
Porque el espíritu del grano resucitará. Ha muerto y sin embargo vive.
Durante un año será el benefactor de todo cuanto ocurra en la aldea, pero también el chivo expiatorio de todos los males, hasta que siguiendo un ciclo sin fin, vuelva a crecer el trigo y tras las lluvias de otoño, soporte de nuevo impasible los hielos del invierno hasta ser dorado por el sol.
Porque el espíritu del grano resucitará. Ha muerto y sin embargo vive.
Una mujer vestida completamente
de negro en señal de duelo, acompañada de una joven de largas
trenzas vestida de blanco lino y ataviada con flores, trae la última
gavilla.
El cura párroco rodeado de una cohorte de monaguillos que portan círios encendidos, ha salido del templo para recibir a las dos mujeres que simbolizan la muerte y la vida. Asperja la mies atada de la última gavilla que es depositada en el altar de Santa Úrsula y allí permanecerá hasta el próximo verano.
El cura párroco rodeado de una cohorte de monaguillos que portan círios encendidos, ha salido del templo para recibir a las dos mujeres que simbolizan la muerte y la vida. Asperja la mies atada de la última gavilla que es depositada en el altar de Santa Úrsula y allí permanecerá hasta el próximo verano.
En la plaza, varios mozalbetes
sujetan una cabra que trata de zafarse del ronzal que le
sujeta. El animal bala inconsolable presintiendo su amargo final. Es
el sacrificio que servirá para aplacar la ira del espíritu del cereal para dar gracias por la cosecha y de festín para la gente de la aldea.
Al día siguiente en las eras hay de nuevo cantos y alegría. Las acémilas arrastran pesados rodillos dirigidas por los aldeanos. Otros cabalgan sobre cortantes trillos. Giran y giran como el tiempo en sus esferas. Junto a la era se eleva al cielo la paja que el viento deposita con suavidad a pocos metros de distancia. ¿Es trigo o es oro?
Al día siguiente en las eras hay de nuevo cantos y alegría. Las acémilas arrastran pesados rodillos dirigidas por los aldeanos. Otros cabalgan sobre cortantes trillos. Giran y giran como el tiempo en sus esferas. Junto a la era se eleva al cielo la paja que el viento deposita con suavidad a pocos metros de distancia. ¿Es trigo o es oro?
El
caminante tomó de nuevo su hatillo. Al ver su gesto, Acros, su fiel acompañante movió el rabo alegremente y miró a su amo queriendo adivinar sus
intenciones, luego se alejó un poco para oler una pequeña tela que
abandonada en medio de la plaza se movía con el viento
Se puso en marcha y recorrió las calles de la aldea lentamente contemplando por última vez aquel escenario. Todo era silencio y calma.
El espíritu del grano se había vuelto a los campos, dispuesto de nuevo a hacer crecer el trigo que los campesinos le habían arrebatado.
Se puso en marcha y recorrió las calles de la aldea lentamente contemplando por última vez aquel escenario. Todo era silencio y calma.
El espíritu del grano se había vuelto a los campos, dispuesto de nuevo a hacer crecer el trigo que los campesinos le habían arrebatado.
Si el grano de trigo no muere – pensó- no habría fruto.
(c) Del libro Estampas rústicas.Rafael Rodrigo Navarro 2011
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LA PARTURIENTA
Con noviembre han llegado los primeros fríos. Los robles,los
arces y las hayas se desnudan a golpe de ráfagas de viento semihelado para
encarar el sueño invernal libres de la ropa que seguramente ahora se les antoja
inútil. Por el contrario, los aldeanos cubren sus espaldas con chalecos de
gruesa lana, encienden el fuego y ponen edredones y mantas sobre sus lechos para retener el calor del verano y disfrutar del cálido abrazo en las largas
noche del próximo invierno.
La lluvia, aunque no ha dejado de caer desde el verano, se
ha ido haciendo cada vez más fina. Las pesada gotas de los meses de agosto y
septiembre con sus truenos, rayos y relámpagos, que atemorizaban a los venados
y también al ganado doméstico que pacía por entonces en los altos prados, han
dejado paso a la suave lluvia con la que
el otoño riega monótono los sembrados.
Hace semanas que se oyen más cercanos los cencerros de vacas y ovejas. Nadie les ha
hecho señal alguna ni llamado, pero cada
día pastan unos metros más abajo, acercándose a la aldea poco a poco. Perciben
la longitud de los días o quizás saben interpretar el lugar que ocupan las estrellas en cada época del año bajo la
impresionante bóveda celeste. Orión seguido por Tauro helíaco y las alborotadas Pléyades han tomado
ya el camino del sur al anochecer. El hecho es que si faltaran sus mugidos y el acompasado ruido de los cencerros,
la sinfonía que cada otoño se oye en los aledaños estaría incompleta. El graznido
del cuervo dejaría de ser el contrapunto armónico de las changarras o el
repiqueteo cristalino de la lluvia sobre las hojas caídas.
Cuando el tiempo, artista eterno, dé sus últimos toques de
oro sobre el lienzo verde de las montañas y empiecen a caer las
primeras nieves , los toros y vacas con sus becerros paridos en la canícula del
verano habrán hollado ya las embarradas
calles de la aldea cada atardecer y
dormirán en las cuadras. Envueltos en la tibieza, tendidos sobre los rudos
suelos, llenos de heno los pesebres por
la diligencia de los aldeanos y esparcida la paja, rumiarán pensativos . Quizás
en sus ensoñaciones recuerden el vuelo del águila, la carrera de la liebre
huidiza o las esbeltas siluetas de los
muflones sobre las rocas desafiando el vértigo, los barrancos con veta de plata
a sus pies.
Con el otoño se va el azul y se trajea de gris el cielo para
las tareas propias del invierno. En las ventanas de las aldeas los geranios y
los crisantemos continúan pintando de llamativos colores los vanos hasta que el
hielo adelante su final, mientras que los ciclámenes abren sus hoja veteadas al invierno
Los caballos que tiran de la cuadriga de Helios han
perdido su arrojo, están cansados de trotar por el largo y polvoriento
camino del verano y van reduciendo su eclíptico trayecto cada día. La noche se
hace madrugadora y envuelve a la aldea cada anochecer con un lúgubre silencio.
Las ánimas y demás seres sutiles que viven entre el aquí y
el más allá sienten la humedad en sus tumbas, despiertan del letargo del verano
y salen de los recónditos lugares en donde se han protegido del rigor del
verano. No es difícil ver la silueta de
alguna bruja sobre el pálido disco de la
luna, pasar veloz y acercarse al campanario de la iglesia, incluso oír el golpe
seco de una campana. Durante el breve periodo de tiempo en que las ánimas de
los muertos recorren la tierra, tiene lugar la eclosión de hongos y setas en
los bosques húmedos mientras mientras el brezo coloniza el sotobosque. Las
curanderas de la aldea prepararán con
ellas sus pócimas y el resto de los aldeanos, conocedores también de muchas
de sus propiedades, se aprestan a
conservarlas. Algunas, dicen, controlan lo que a sólo Dios le ha sido dado
controlar: la muerte. Otras, también en contra de los divinos designios, pueden
hacerte sentir vivamente lo que más añoras.
Con las ánimas y los espíritus de los muertos surcando los
aires hay temor. Las doncellas, tan atentamente vigiladas por sus familiares
durante los fastos del verano, pueden quedar
ahora embarazadas por quienes por naturaleza son invisibles. Las ánimas
buscan cuerpos y de la misma manera que fueron expulsados de ellos por la
enfermedad o la violencia de un oscuro suceso, ahora están decididas a
encontrar donde morar de nuevo. Los hombres movidos por celosa iracundia y en
contra de pensar del cura párroco considera todo ello una superstición sin
fundamento alguno , tratan de confinar a sus mujeres en los días oscuros del
otoño e incluso del invierno.
Laura quedó
embarazada de su segundo hijo en el equinocio de primavera. Si fue o no un
espíritu no se sabe. Su matrimonio es cristiano y su esposo nunca se ausenta
sino es para llevar a la aldea donde nació
la cerveza de sus bodegas, fermentada durante el invierno y con la que obsequia
a los de su clan con motivo de la Pascua
de Resurrección.
Hay alegría y al mismo tiempo inquietud en la casa que
irradia en toda la aldea.Hace días que nota los dolores que preludian el parto
y las comadres han sido advertidas.
Desde que empezaron los dolores, la familia ha pedido al
enjuto sacristán que hace su visita diaria a la iglesia que deje su puerta
abierta. Han de cambiar cada día las velas encendidas a Santa Ana que
chisporrotearan y elevarán su fino cordón de humo negro por encima del retablo
hasta lo más alto del tabernáculo, mientras dure el parto.
Todo está dispuesto. Los calderos, las jarras con agua
tibia, los paños de algodón, las tijeras, etc.
Los hombres hace días que revisan todos sus cuerdas y
aparejos cuidando de que no haya nada torcido, miran que no haya nudo alguno en la casa o los establos que pueda dificultar el
nacimiento del nuevo niño. Las niñas
sabedoras por sus padres de los peligros de que alguien envidioso obstaculice el parto con su magia.
Es por ello que han soltado sus trenzas
y han repasado los lazos de sus vestidos
para que no haya ningún pliegue. Incluso los cordones de los zapatos deben ser
extraídos y puestos sobre un tablero a la vista de todos.
Las mujeres han abierto
puertas y ventanas, alacenas e incluso tinajas y cajas en las que se
guardan los alimentos o el ajuar . Nada debe permanecer cerrado. Así el niño nacerá sin problemas, recorriendo con
facilidad el ajustado conducto por el que por incognoscible designio del
Creador, todo ser humano viene a este mundo ancho y luminoso. Siete días
y siete noches paso Aclmena pariendo a Hércules porque Lucina, diosa del
alumbramiento, en un imperdonable descuido para una deidad había cruzado sus piernas en tan inoportuno
momento. También tuvo problemas y murió tras dar a luz la madre de San Ramón que pasó a llamarse nonato cuando por una
venganza familiar sus enemigos cruzaron
manos y dedos con alevosía en el
momento del parto.
Las comadres que el día de su boda quedaron ligadas a sus
maridos y estos a ellas por el anillo nupcial, han de quitárselos si quieren
tocar a la parturienta, para evitar que se enganche en ella el alma del
neonato, todavía inquieta e indecisa en cuanto a su permanencia en un cuerpo
tan frágil.
El marido ha ido con
sus amigos a un cuarto contiguo y yace
tumbado simulando los esfuerzos del parto en un intento desesperado por
facilitar a su valerosa mujer el trabajo
del alumbramiento, mientras recibe de los hombres que le rodean palabras de
ánimo.
Por fin, todo el mundo sonríe aliviado. Ha nacido sin apenas
dificultad una niña . El parto ha sido todo un éxito, La matrona más vieja
aventura el futuro de la niña que será hermosa, inteligente y tendrá cuantos amantes desee a lo largo de su
vida, pues ha abierto sus ojos apenas
nacer y en la mirada – dice la anciana-
ha estado desde siempre la fuerza
de la mujer.
Al caminante también le han hecho partícipe de la alegría
que reina en la casa. Le han hecho entrar para que viera a la madre con su hija
que ha sido muellemente dejada en
sus haldas. No parece cansada sino todo
lo contrario orgullosa y alegre de tener a su hija en el regazo. El caminante
se ha limitado a hacer una leve inclinación de la cabeza sin atreverse a decir
palabra alguna. La parturienta le ha mirado y sonreído durante unos
segundos mientras cogía el puño cerrado
de la pequeña quien movía lentamente sus bracitos. El misterio de la vida
parecía engrandecer en aquella atmósfera con
la presencia del desconocido, pero la alegría es así de expansiva, así
de contagiosa, así de participativa.
Acros a quien el amo, con un gesto le había inmovilizado en
la puerta de la casa, emitía sus quejas.
Iba a salir y a
seguir su camino con su fiel amigo,
cuando una mujer de pelo canoso y anchas caderas le ofreció un tazón con
un jugoso caldo.
-
Es de gallina y puerros, le dijo. Cuando nace un
niño o una niña hay que matar un ave.
-
Sí, respondió el caminante.
Tras dar las gracias, cruzó el vano la puerta y Acros dio un
bote de alegría que le llegó a la cintura.
El sol se asomaba tímidamente entre las nubes. Desde la torre de la iglesia que presidía majestuosamente el recinto de la
plaza, sonaron unas campanas. Eran las doce. El ángel del señor saludó a María
y ella concibió por obra y gracia del espíritu santo. Algunas estorninos que descansaban sobre los
aleros de los soportales levantaron el vuelo al oír el eco de sus pisadas.
Pensó en la belleza
del otoño que se sitúa entre la pesadez del calor del verano y la crudeza del
hielo ,que se viste elegantemente de
cobre para recibir al invierno y este a su vez de blanco para recibir a la
primavera con sus múltiples colores.
Pensó que los espíritus, como los estorninos, es posible que
también vuelen por el aire. Quizás
atraviesen las nubes y la atmósfera para perderse en el espacio sideral donde
tienen preferentemente su morada , ocultos ahora por el fulgor del astro que
nos da vida.
Pensó en lo que le habían dicho en la aldea, que los
espíritus sí fecundan a las vírgenes.
Hágase en mí,según tu palabra. Y
el verbo se hizo carne.
Al tomar el recodo
del camino, Acros ladró. Dos mujeres jóvenes de unos veinte años conducían mino arriba a una vaca de grandes
dimensiones, del color del alazán y grandes ubres que caminaba pesada y lentamente haciendo sonar su esquila a cada
paso. Una de ellas vestía una saya larga
de color verde con vetas y ribetes
negros, la otra de color rojo con parecidos adornos. A pesar de ir enfrascadas
en una acalorada conversación, cuando pasaron a su lado, le miraron y le saludaron con una sonrisa.
Entonces de repente comprendió que efectivamente son los
ojos el espejo por donde se asoma el alma y en donde se reflejaría un día el
espíritu que luego las fecundaría.
© Rafael Rodrigo
Navarro del libro “ Estampas rústicas”