LITERATURA



 EL ÁRBOL MAYO

Cuando llega la nieve, el espíritu de la vegetación que es en realidad el mismo espíritu que vivifica la aldea, huye de las calles, las casas  e incluso de los claros donde lucían numerosas flores y tras quemar  al heno trebolado, se esconde en lo más profundo y sombrío de los bosques. Allí se oirá, durante el invierno, el melancólico canto del búho y el inquitante aullido del lobo.

El espíritu de la vegetación se ha apartado del campo y es por eso que  caen las hojas de los árboles y se marchitan las caléndulas y las rosas.  A partir de entonces, salvo aisladas excepciones, los días lucen sombrios y una espesa capa de niebla ocupa la aldea que permanece solitaria y triste. El sol se convierte en un desdibujado círculo brillante que con dificultad hace llegar el calor a sus habitantes. Los perros duermen con sus dueños junto al fuego del hogar y los gatos desaparecen como por ensalmo, ocultos entre la paja de los graneros.

De tarde en tarde, algún aldeano, mujer u hombre,  sale de su casa y cruza la plaza solitaria mientras deja su huella sobre la nieve impoluta. Quizás se pueda ver también  cómo algun solitario, enfundado en su abrigo, baja por el camino del lavadero hacia el arroyo. Pero aquella presencia humana en las calles de la aldea dura apenas unos minutos y de nuevo vuelve a reinar la soledad y el silencio.

Se oye ulular al viento desde las montañas. Las campanas del reloj de la iglesia aumentan en el invierno su pentrante son metálico cada hora: dan,dan,dan.

Además de estos, son sonidos del invierno: el chirriar de una puerta, el aldabonazo de quien va a visitar a un familiar o a un vecino, el relinchar de los caballos en sus tibias cuadras, el maullar de un gato hambriento o el penetrante canto del gallo cada amanecer.Si ponemos un poco de atención quizás podamos oír también el monótono sonido del agua golpeando la piedra de la fuente, al rezongar del buey en el su establo o al lejano balido de la oveja. Pero nada más. Esos son los únicos sonidos en los oscuros días de invierno, desde que se el espíritu de la vegetación abandonó la aldea.

Los pájaros también han buscado la protección del bosque o quizás han marchado  a países remotos donde seguir con sus cantos y su algarabía. Todo se adormece. Todo está profundamente quieto ¡ Hasta el agua que cae de las nubes guarda silencio! Por ello, se convierte en nieve.

Las jóvenes se olvidan del amor durante el largo invierno, limpian las casa, trajinan por las cocinas y cuidan de los viejos que a su vez, eternos vigilantes, procuran que no decaiga el fuego del hogar. Los mozos de la aldea tampoco hablan apenas. Van del establo a la cuadra para dar de comer a los animales, de la cuadra al pajar para airear el heno y del pajar al cobertizo para coger la leña que han de llevar al hogar familiar.

Desde el bosque la aldea parece dormida, detenida en el tiempo, encantada, como en un cuento. Durante el día sabemos que está viva porque sale cálido humo de las chimeneas,  por la noche porque sus ventanas se pintan de oro y el vaho enturbia los cristales para que nadie sepa ni vea lo que ocurre dentro.

Pero cada año por Pentecostés, como un milagro, el viento deja de soplar huraño y se derrite la nieve.

Entonces se oye de nuevo moverse al espíritu de la vegetación. Se sabe que está allí porque hacer crujir las ramas de abedules y castaños y hace brotar las yemas de robles y hayas. Se sabe que está allí porque adorna al esponjoso musgo con violetas, fresas y arándanos. Se sabe que está inquieto porque hace saltar a la ardilla, gemir a la tórtola y a la torcaz, y hace repetir su canto como un eco a la abubilla de curvado pico y larga cresta. Se sabe que vive en el bosque porque se le oye, desde la aldea, hablar con los picapalos que hacen sus nidos perforando la madera. Se le ve jugar con multitud de diminutos roedores que mueven las hojas  en su rápidas carreras.

Y lo que ocurre en el bosque entre sus habitantes, ocurre en la aldea con los suyos. Es entonces cuando los mozos se adentran en el bosque con la idea de prender al espíritu de la vegetación. Las mozas aflojan sus corpiños y cubren su cabeza con coronas de flores. Se oye durante días el seco golpe del hacha. Por fin aparece el cortejo de sonrientes muchachos que arrastran a un gigante de más de treinta metros de longitud  entre hurras y gritos de excitación, blandiendo sus hachas. Han capturado el abedul más grande del bosque, en él está el espíritu de la vegetación, y lo traen prisionero a la aldea.

Hasta los más viejos salen a las puertas de sus casas. No pueden dejar de sonreir . La alegría se refleja de nuevo en el rostro de todos los aldeanos. Los niños rápidamente buscan y preparan cestas de mimbre para recoger los frutos sobrantes del invierno y ensayan sus canciones con las que desear ventura o desventura, como pago según sea su generosidad, a cada familia en el encuentro anual con el espíritu de la vegetación.

Cuando llega la noche y el gigante guarda silencio. Allí permanece varios días, en la plaza de la aldea, pero sabe que lo erguirán para mostrar a todo el mundo su poder que es a su vez la grandeza de la aldea. Es posible que vengan jóvenes de otros lugares a comparar su  poderío con el del árbol arrancado de otro bosque y que yace en el húmedo suelo de otra aldea.

Por fin llega el primero de mayo y el pueblo se engalana. Las novias se visten de blanco y adornan sus cabezas con flores de multiples colores. Cubren sus vestidos con las verdes hojas del abedul gigante. Quieren que el espíritu del bosque, además de traer la ventura a la aldea, fertilice sus cuerpos. La nieve se ha convertido en vivificante agua y la niebla del invierno parece haber subido hasta el cielo. Ha vuelto la luz y puede verse de nuevo el azul entre las blancas nubes.

Los jóvenes que trajeron el abedul gigante  cavan un profundo pozo en el centro de la plaza. Los hombres casados  visten sus chalecos de paño fino y han engalanado a bueyes y caballos. Ellos son quienes plantarán el árbol según un rito ancestral. El espíritu de la vegetación tiene que vivificar la aldea pero siempre dentro de las normas y costumbres de los mayores. Así pasará la fuerza y la ventura de quienes han tenido hijos hacia quienes los han de tener.

Suena el tamboril y cantan las comadres.

Qué le pedimos este año
al espíritu de la vegetación?

¡Que haya dicha y que haya amor!

Tiran los mansos, poderosos bueyes, de la cuerda que han atado a su yugo mientras los hombres casados cuidan de que la base del gigante entre adecuadamente en el pozo. Y cuando finalmente el el árbol queda plantado en su inmensidad, se oye de nuevo un ¡Hurra!, gritado al unísono y cuyo eco pasa veloz por los cercanos prados y retumba unos segundos más tarde sobre las colinas. Siguen alegres notas de la música y el prolongado aplauso de todos los asistentes.


A continuación, las mozas, vestidas todas ellas como novias de Pentecostés , coronadas de flores, quienes han tenido todo el invierno para pensar y desear quién sea su novio de primavera, dan un beso al elegido, cogen su mano y tiran de él para bailar dando vueltas al abedul gigante.

Bailan también los casados con sus mujeres al ritmo del viento de mayo. Las niñas imitan a sus mayores y preguntan a los niños si quieren ser sus novioas de Pentecostés. Unos dicen sí decididos, otros se sonrojan.
También bailan las ancianas con sus maridos desafiando al tiempo.
     
Es así cómo el espíritu de la vegetación, arrancado del bosque, hace el milagro  de traer de nuevo la vida y la ventura a la aldea para todo el año.

(c) Del libro:  Estampas Rústicas Rafael Rodrigo Navarro 2011



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LOS MELLIZOS


Cuando el caminante llegó a la aldea de casas de adobe y ocre refulgente, sonaron las campanas de la iglesia anunciando la fecundidad del Sol, espíritu supremo capaz de dejar grávida a cualquier mujer que osara salir al campo en aquella hora de quietud y silencio. El sol en su cenit había convertido a las sombras en un leve círculo. En el interior de la iglesia ….el ángel del Señor anunció a María.
El caminante atravesó la aldea en busca de la plaza y su cantarina fuente cuyo sonido había percibido desde la lejanía. Se acercó, se quitó el sombrero, sacudió el polvo del su chaleco y se sentó sobre el pretil para otear aquel recinto solitario en busca de algo que denotara vida. Acros agradeció a su amo la parada reconfortante, y mientras movía alegremente la cola sorbió con avidez el pequeño charco de agua derramada por el brusco movimiento de algún cántaro al ser elevado por el encima de la baranda. Luego, tras una fugaz mirada a su amo, se dirigió hacia la acogedora franja de sombra que ofrecía el muro y la torre de la iglesia. Se sentó y volvió a sacar jadeante su larga lengua ahora húmeda y fresca, en espera de que también su amo acudiera a protegerse del sol y a disfrutar de la brisa primaveral que en aquella parte de la plaza se movía.

El caminante inspeccionó las puertas y ventanas que daban a la plaza y los porches circundantes sin llegar a atisbar movimiento alguno. Frotó sus manos bajo el abundante chorro, recogió el agua en el cuenco de sus grandes e hinchadas manos y la dejó caer sobre rostro, cabeza y nuca al tiempo que suspiró sonoramente, como queriendo dar testimonio fehaciente de lo placentero del momento. Luego con paso lento se dirigió al lugar donde con natural intuición, sin necesidad de gesto ni palabra, había sugerido su atento can. Allí permaneció sesteando y esperando acontecimientos.

Al cabo de unas horas, cuando el día empezaba a declinar y el sol lentamente iba dejando de iluminar a los mortales, la aldea se fue llenando de ruidos y voces. Mujeres y hombres, salían de sus casas e iban de aquí para allá, recorriendo las calles con premura y excitación en lo que parecía la preparación de un acontecimiento importante o por lo menos significativo, a juzgar por la seriedad del ajetreo. Cuando movido de su natural curiosidad el caminante preguntó por las razones de todo aquel animado trasiego, la gente se mostró reacia en dar explicaciones., de manera que no pudo saber de su significado hasta pasados algunos días. La gente ante el extraño no sólo guardaba silencio sino que rehuía cualquier aproximación.

Pensó entonces en la existencia en la aldea de algún tabú en torno a lo estaba por acontecer. No era la primera vez que el caminante se había encontrado con prohibiciones rituales en su deambular por tierras y pueblos. Quizás un tabú sobre determinadas palabras o personas y por ello guardaban silencio, no fuera que en la inconsciencia del discurso,se dijera lo que no se podía decir o se nombrara a quien no se podía mencionar. El caminante decidió no preguntar más y se puso a observar con detenimiento lo que tan diligentemente hacían los aldeanos. En ocasiones, se dijo, el silencio es el mejor camino para la comprensión de las cosas y casi siempre para el entendimiento de lo más profundo.

Pidió hospitalidad para pasar la noche que no se hizo de esperar. Presto le proporcionaron una casa a las afueras del pueblo que hacía las veces de casa de acogida para visitantes y forasteros. Unas mujeres, seguramente las encargadas del mantenimiento, le entregaron mantas y sábanas así como una copia de la llave de la casa para que pudiera usar de ella con libertad. Se acomodó y se dispuso a pasar unos días en espera de asistir a algún evento interesante. A pesar del trato correcto recibido y la hospitalidad, las mujeres que le atendieron también guardaron silencio.

Se trataba, según supo más tarde, de acompañar al invierno en sus últimos días siendo parcos tanto en la palabra como en la alimentación y en lo salaz. Era costumbre pasar aquellos días con frugalidad. En cualquier caso, hasta la proclamación de la primavera, se había de evitar hablar sobre los “ hacedores de lluvia”. Sus solos nombres podrían provocar nubes amenazantes y atronadoras, tormentas repentinas y granizo destructor sembrando la tragedia por doquier.

El día siguiente fue tranquilo en los quehaceres aldeanos. Durante la mañana el caminante se entretuvo en ver enjaezar algunas mulas y rocines, todas ellas caballerías propias para las tareas del campo, y cargar sus alforjas de los más variados aparejos para el trabajo de la tierra, en observar la solicitud de las mujeres de la aldea en sus compras y descubrir las estrategias de gatos y perros, incluido su fiel Acros, en la búsqueda del alimento matutino. Mozas de diversa edad y contextura estuvieron cruzando la plaza toda la mañana con desenvoltura o desaire según los casos, para llenar sus cántaros del agua necesaria que transportaban sobre la cabeza o las caderas.

El caminante aprovechó también sus días de estancia para pasear por los alrededores de la aldea y contemplar su variado horizonte. Al norte se podía divisar una serie de colinas rodeadas de bosques de encinas y alcornoques de las que surgía como por ensalmo un caudal mediano de agua que los aldeanos llamaban río, el cual tras bordear la aldea se perdía por el oeste. Al sur un páramo seco y desgarrado de ocre rojizo acababa en una larga línea completamente horizontal en donde la tierra se unía con el cielo.

Al atardecer del segundo día, cuando la plaza de la aldea volvía a transformarse con la mortecina luz del sol y las tímidas luces de las farolas, vio cómo hombres y mujeres, todos ellos jóvenes, fueron llegando de diferentes partes de la aldea por las calles que confluían en la plaza hasta formar un pequeño grupo que se aglutinó en el pórtico de la iglesia. Parlotearon durante un tiempo con el cura y algunas otras personas que, a juzgar por el trato, debían ser notables del lugar. Tras despedirse se perdieron de nuevo por las calles por las que habían accedido a la plaza.
Al día siguiente, aunque la aurora siempre se levanta desnuda, vestía para la ocasión un tul ligeramente rosado pues, según explicaron los ancianos del lugar, ese día venía de pasar la noche con Mesartin y Hamal, los relucientes luceros de Aries, que toman cada año por estas fechas el camino de Oriente, inmediatamente antes de que siguiendo la misma ruta haga su aparición el majestuoso Sol de primavera.

El caminante en la tinieblas había oído voces y visto el resplandor de hogueras en el bosque cercano a las colinas. Se levantó presuroso a las primeras luces y se dirigió, envuelto en el frescor de la mañana, hacia el bosque del que provenían los gritos y risas. No tardó en ver salir del mismo, entre reflejos de oro y esmeralda, a dos jóvenes, uno de cada sexo, cogidos del brazo, cubiertos sus cuerpos con el verde intenso de las hojas de los arces primaverales y coronadas sus cabezas con guirnaldas de flores.

Caminan con paso ágil , acompañados por mujeres y hombres alborozados, vestidos rústicamente a la usanza del lugar, golpeando panderos y bailando alegremente. Las jóvenes que forman el cortejo, peinan largas trenzas que posadas sobre el pecho cuelgan hasta la cintura, rematadas con lazos de colores. Cubren sus cabezas sombreros de fieltro verde, adornados con plumas de aves entre las que destacan brillantes y coloreadas las del faisán. Los hombres agitan calabazas rellenas de semillas produciendo un suave murmullo. Completan los sonidos emitidos por el cortejo el golpeteo de palos y el resonar de matracas girando sobre un eje, creando así un ambiente singular entre misterioso y festivo con el bosque al fondo y el sol tratando de abrirse paso entre la bruma rosada de las colinas.

Al caminante ha sabido que los jóvenes , coronados para la ocasión , representan al “ rey y reina de la vegetación y serán hacedores de lluvia por todo el año ”. Cubierta casi la totalidad de sus cuerpos por el follaje nadie puede ver sus rostros hasta que lleguen al templo y sean recibidos por el representante de Cristo en la Tierra, ya que el hijo de Dios resucitó para salvarnos pero también para que cada primavera resucite el bosque y el campo, muerto durante el invierno, y despierten de su letargo cuantos animales buscaron en los recovecos de las rocas un lugar en el que sobrevivir a las inclemencias, los fríos y la falta de alimento.

El caminante se hace a un lado y deja pasar el cortejo. Acros, buen entendedor, mira atentamente sin ladrar, a pesar del contagioso alborozo de quienes con estruendo por allí pasan.

Apenas el astro rey asoma por el horizonte y hace el obligado saludo al Carnero Aries que le espera en su salida, los más ancianos del lugar entonan los cánticos y toda la aldea sabe que empieza el nuevo año. Esta vez llega diáfano bajo un palio azul, adornado todavía con algunas estrellas que titilan temerosas ante el
 fulgor del rey naciente.

Cuando los jóvenes llegan a las primeras casas de la aldea , los mayores, ataviados con sayales y colgantes en cuello, brazos y cintura los reciben con una especie de danza en la que mueven las caderas y dan pasos hacia adelante y hacia atrás, sin prácticamente moverse del lugar. El resto de habitantes de la aldea salen a su encuentro con júbilo y los abrazan ostensiblemente para que el amor renovado en el contacto de los jóvenes con el bosque fluya entre todos miembros de la aldea, jóvenes, adultos y ancianos, como fluye la sangre vivificante por las diferentes partes del cuerpo. Las mujeres lanzan al aire pétalos de flores con el deseo de que el cielo, engalanado y seducido, traiga a la aldea además de fecundidad todo tipo de venturas.

Así es como, ejecutando con precisión los ritos sacramentales propios de la llegada del año, la naturaleza seguirá su curso con regularidad y la aldea vivirá sin sobresaltos el devenir del resto de las estaciones, especialmente de la estación seca en la que los campos necesitarán del agua portadora de vida.

Los cantos que entonan los ancianos y a los que responden los jóvenes como en un torneo floral narran la leyenda fundacional de la aldea. Epopeya que será completada a lo largo del año con historias diversas en torno al invernal fuego de los hogares o con motivo de algunos acontecimientos sociales tales como casamientos, inhumaciones y bautizos. Insegura y amenazada por la niebla del olvido en los mayores, y rebosante como un torrente en boca de los jóvenes cada año la leyenda narra cómo Argóbriga, la aldea, fue fundada por mujeres y hombres valientes provenientes de la lejana y sombría Cólquida , una de las muchas regiones que bordean el Mar Negro; arrojados de allí por los crueles Escitas provenientes de la Capadocia quienes tras continuo y largo acoso destruyeron sus asentamientos.

Pero mucho antes de narrar este adverso final, canta la epopeya que tras la campaña de Jasón que navegó hasta el reino de Minos en busca del vellocino de oro, argonautas sin rumbo habían acabado por afincarse en la Cólquida de manera que al mezclarse con los aborígenes, prosperó en toda la región el arte de la navegación. Fue precisamente esta mezcla fecunda entre intrépidos marinos venidos de Grecia y mujeres descendientes de las míticas amazonas la que evitó su exterminio como pueblo, pues gracias a la determinación de ellas y la destreza en el manejo de velas y remos de los hombres, pudieron hacerse a la mar, atravesar el peligroso Helesponto y el defendido y siempre vigilado Bósforo, y llegar hasta la lejana Iberia, donde fundaron Argóbriga..

Con estas remembranzas musicadas del final de una época y el principio de otra y algunas danzas transcurrió el día. Al margen de la leyenda, lo obvio es la presencia en la aldea por doquier del símbolo de Aries. El carnero está presente no sólo en su cultura sino también en su economía pues rebaños de ovinos y caprinos, junto con el cereal, la vid y el olivo constituyen el sustento de Argóbriga . En cualquier caso el nombre parece constituir un indicio fundado de lo que retiene la ancestral memoria.

Cuando el cortejo llegó a la casa consistorial los recibió la alcaldesa junto con los concejales, vestidos de riguroso negro según la costumbre, quienes se unieron al heterogéneo cortejo en el que contrastaban la primitiva vestimenta floral de los “ hacedores de lluvia” , los trajes tradicionales de los acompañantes y los sobrios trajes protocolarios de las mujeres y hombres del concejo. El cura párroco con roquete blanco y verde estola bordada en oro, les esperaba pacientemente en el pórtico del templo. A su llegada roció a la silvosa pareja con agua bendita y a continuación asperjó al resto de asistentes. Tras unos minutos de oración en silencio, con voz pausada y solemne leyó el texto sagrado cuyo eco resonó por los soportales : “ A lo largo del río, en ambas orillas, crecerá toda clase de árboles frutales con hojas que nunca se marchitan y frutos que nunca se malogran. Darán frutos nuevos cada mes, porque este agua viene del Santuario de Yhavé. Su fruto será bueno para comer y sus hojas buenas para curar ( Ezequiel 47:12)

Supo el caminante que aquella pareja había sido elegida y coronada como “ hacedores de lluvia” por haber dado a luz mellizos aquel invierno. Los mellizos son considerados una verdadera bendición no sólo para los padres que los habían concebido sino también para toda la aldea. Los mellizos, símbolo de la fertilidad , atraen a la lluvia.

Los aldeanos no pueden por menos de exteriorizar su alegría pues mientras aquella joven familia no abandone el lugar, entre otros beneficios la sequía estará alejada de la aldea. Su madre, considerada bendita entre todas la mujeres , queda marcada al tiempo que protegida con la responsabilidad del tabú. Nadie, ni siquiera los propios padres, pronunciarán los verdaderos nombres de los mellizos. Si alguien, faltando a la consideración debida, pronunciara sus nombres serán castigados por los espíritus más próximos que habitan bosques, colinas y páramos y por cuantos demonios y demás seres habitan en los cielos y los infiernos. Por ello, a partir de este momento y para que nadie vuelva a utilizar sus nombres, serán para los aldeanos Cástor y Pólux, los argonautas gemelos que brillan en el cielo a los pies del cazador Orión, el amante de la aurora.

El canto “ Calmate, aliento de los mellizos” que recita todo el pueblo al finalizar el cura párroco la lectura de los textos sagrados, será invocado cada vez que el mal tiempo se cierna amenazante sobre la aldea y las tormentas y el granizo hagan peligrar el fruto de árboles y campos o dañar el ganado.

Mientras los mellizos conserven su salud, los campos recibirán el agua salvadora y los manantiales brotarán generosos desde las entrañas de la tierra . Los peces llenarán el río, atraídos por la presencia de los mellizos de la misma manera que cada noche la constelación de Piscis sigue los pasos de Aries.

Entre las muchas obligaciones propias del tabú, los padres de los mellizos, ahora “hacedores de lluvia”, no permitirán que sus hijos se bañen en el río, bajo la amenaza de convertirse en peces. Por el contrario, entre los muchos privilegios que les concede Cristo Redentor y el resto de deidades, está el poder hablar con los animales salvajes que se acerquen a beber al río, ahora bajo su protección y dominio. Serán los únicos que podrán llegarse hasta ellos sin peligro y decirles que , puesto que el río es de todos, beban cuanto necesiten pero que no lo crucen ni importunen a los habitantes de la aldea de la misma manera que ellos no molestan ni a ellos ni a sus crías.

Si tarda en llegar la lluvia, deberán los mellizos cubrir de negro sus rostro con tizne y a continuación lavar copiosamente su cara para que el viento traiga negras nubes que convertidas en agua, rieguen los campos sedientos. De la misma manera deberán llegar hasta el río, recoger agua en el recipiente bendecido, realizar su plegaria y rociar las paredes del templo y las casas de la aldea cuantas veces sea necesario.

En caso de muerte, serán enterrados cerca del cauce del río, junto a sus prójimos que habitan en él, para que su espíritu pueda sumergirse y alegre juguetear con peces y nutrias.

Fue así cómo durante los fastos de entronización de los “ hacedores de lluvia” que duró todo el día y toda la noche, los aldeanos celebraron la llegada del nuevo año.

De manera semejante a como el Sol suaviza su color de fuego al amanecer, para no herir a cuantos desnudos se han amado en el bosque, ahora , encadenado a la rueda del tiempo, antes de ir a visitar a sus otros súbditos que habitan más allá de las montañas y el océano, pinta en su despedida el cielo de un rojo intenso para incitar de nuevo a la pasión. La luna transparente aparecida en el horizonte, tras escalar varios grados en la esfera celeste , cambia la seda por el tupido lienzo blanco. Las estrellas vuelven a titilar esta vez alegres con la llegada de la oscuridad a quien sirven y atienden con esmero.

Se encienden las farolas de la plaza y al momento se abren de nuevo las puertas del templo. Repican alborozadas la campanas queriendo acompañar con su sonido al sol que se despide por el camino del infinito. Los aldeanos se van acercando al pórtico del templo, también los “hacedores de lluvia” que han descubierto su rostro pero permanecen cubiertos con las hojas de arce. Se forma de nuevo el cortejo a su alrededor pertrechados con los palos, las matracas y los panderos. Desde el interior del templo una órgano entona de nuevo el “ Calmate aliento de los mellizos” que cantan los presentes. Cuando acaba el canto, el cortejo se pone en marcha y baja por el camino del lavadero hasta los huertos cultivados. Al pasar junto al cementerio se hace el silencio, pero apenas dejado atrás el último muro circundante explotan de nuevo las voces, risas y cantos que se hacen cada vez más tenues a oídos del caminante quien permanece quieto, bajo el olmo que crece junto al lavadero, mirando en dirección a las huertas por cuyo camino desaparecen. A sus espaldas se van apagando una a una las farolas de la plaza y apenas algunas quedan encendidas por las calles adyacentes, testimonio nocturno de la existencia de la luz. En las casas su secuencia decreciente indica que los aldeanos van ocupando sus lechos. Se produce una calma total. Bosteza Acros y bosteza contagiado el silencio. La luna sigue abriéndose paso en la noche mientras las estrellas que caminan en sentido contrario, le ofrecen, como en una procesión, su luz titubeante desde las laderas del camino. El ruiseñor desde un árbol cercano acompaña con su canto a la música del agua que brota orquestada por los caños del antiguo lavadero. A lo lejos, en los huertos, se oye el coro lejano que renueva el ancestral rito de la fecundidad sobre los cultivos. El caminante piensa largamente en el misterio de la vida.

Cuando la luna llega al final de su camino y parece dispuesta a sumergirse en el horizonte, la aurora, como queriendo evitar un intervalo de oscuridad, lanza de nuevo sus rosados rayos y provoca la algarabía de tórtolas, verderones, carboneros y demás habitantes del bosque. El autillo desde los olivos cruza veloz sobre la cabeza del caminante en dirección al campanario en donde tiene su hueco en el que dormirá, paradoja del destino, mientras trascurre el día.

Algún aldeano madrugador, azada al hombro, tirando de ronzal dirige a su asno por el camino que lleva al páramo. Al poco rato los jóvenes, tambaleantes, ojerosos, cansados, suben la cuesta que les trae de los huertos, casi en silencio. Los reyes del vegetal, caídas las hojas que les cubrían, muestran casi su total desnudez . Alguien del cortejo entona solitario un canto que nadie secunda..

Lleno del incomprensible significado de todo lo que acontece al ser humano, el caminante, inicia al día siguiente los preparativos para su partida. Recoge sus pocas pertenencias. Acros entiende al momento que va a iniciar una vez más el camino hacia no se sabe dónde, por ello sorbe en el recipiente que su amo dispuso unos tragos de agua. El caminante tira a unas plantas cercanas el resto que queda en el improvisado recipiente. Acros se llena de inquietud y empieza, como le ocurre en estas ocasiones, a mirar en todas las direcciones y a dirigirse de aquí para allá, hacia las salidas del pueblo, teniendo que retroceder hasta adivinar cual de todas las direcciones tomará su amo. De momento va a devolver la llave a la mujer que se la entregó y se despide de aquellos aldeanos con los que ha confraternizado y con cuyos relatos ha podido entender la historia de la aldea y el significado de la fiesta iniciadora de la primavera. Ha asistido una vez más al pagano y al mismo tiempo cristiano rito de Isthar y ha adquirido un conocimiento del arcano que irá desentrañando poco a poco en su largo caminar.

Pero antes de abandonar la aldea, quizás para siempre, siente el impulso de conocer a los mellizos que tanta dicha han de traer a Argobriga. Pausadamente se dirige a la casa en la que ha podido saber que viven. Cuando llega, llama a la puerta y a continuación hace una señal a Acros para que permanezca allí. Una mujer, entrada en años, le abre y tras manifestarle su deseo le hace entrar. Al pasar junto al dormitorio puede oír la respiración profunda de los padres, “los hacedores de lluvia “ que duermen profundamente. Dos niños de apenas unos meses, gatean jugando y moviendo pequeños objetos sobre una manta extendida en el suelo, ajenos al profundo significado del que han rodeado sus vidas. Los mellizos detienen su juego y miran atentamente al desconocido. Acros que ha quedado en la acera, ladra reclamando la presencia de su amo a quien no ve pero sí oye. Uno de los niños, Castor o Polux, alarga su bracito con el dedo extendido en dirección a la puerta mientras balbucea , el otro, Castor o Polux, empieza a gatear en dirección a la puerta mientras dice ”Guau”. La mujer lo coge en brazos, pero insiste en ser llevado hasta la puerta.

Se llama Acros- le dice el caminante- queriendo llamar la atención de los mellizos sobre su presencia, eclipsada totalmente por el estímulo de saber que hay un can a la puerta de la casa.
No queriendo molestar más, da las gracias a la mujer por haberle permitido ver a los niños, hace una pequeña reverencia y sale a la calle. Acros , al verlo salta de alegría y se pone de nuevo en movimiento hacia una y otra dirección de la calle, hasta ver que su amo se dirige definitivamente hacia el sur... el camino que lleva al páramo polvoriento.

Protegido apenas de sombrero de paja y una camisa color verde de manga largas y su chaleco gris, cargado con su hatillo y su cantimplora, el caminante y su perro divisan al frente un horizonte en el que el cielo hierve sobre el erial. Se orientarán con la posición del sol o lo que es lo mismo por las sombras de las pocas acacias y matorrales retorcidos por la sequedad. A pesar de tener que recorrer una tierra agrietada con la canícula que ha adquirido el sofocante color rojizo de quien padece sed, sabe el caminante que ahora atravesar aquel páramo y dirigirse al sur es su destino. El can irracional, atado a la naturaleza y a su conductor, por lazos emocionales no muestra ninguna inquietud. Por encima de cualquier penalidad lo que más valora es la compañía, ese sentimiento tan cercano al amor.

Como es su costumbre, tras andar algunos kilómetros, todavía visible la aldea aunque ya casi perdida en el horizonte, busca un lugar para descansar. En aquel desierto unas rocas en las que han crecido una aliagas cimeras le brindan su sombra y resultan ser un lugar acogedor. Se sienta abre su cantimplora y rápidamente Acros acude a su lado, quien sin reclamar su ración de agua está atento a cualquier movimiento en este sentido. El caminante bebe y busca donde verter el agua para su acompañante. Tras apagar la sed se reconfortan con el ligero aire que por la sombra se mueve. No tienen prisa. El ánimo se solaza y pensamiento del caminante ora vuela hacia el impresionante cielo azul ora rastrea el mar ocre y polvoriento que se presenta a la vista.

Rodeado de aquella sedienta inmensidad siente que realmente la aldea está de suerte, que el Sol de primavera en su conjunción con Aries y Piscis les ha bendecido con el nacimiento de los mellizos. Renovado su amor con los ritos de la primavera, los “hacedores de lluvia” han de traer el agua a los los campos cuando llegue la estación seca que en el aquel desierto es ya una realidad.

Los mellizos crecerán alegres con el resto de los niños de su edad, pero no se bañarán en el río y serán Castor y Polux, para que cuando sea necesario, hablen con Orión el cazador que preside el cielo durante el verano y a cuyos pies yace su perro Sirius y así la Aurora , su amante, con la mediación de Cristo Redentor, envíe a la aldea y a los campos negras nubes preñadas de agua .

El caminante hizo un gesto a Acros que interpretó como “ vamos”. Nunca, se dijo, dejaremos de sorprendernos


© Rafael Rodrigo de libro Estampas rústicas 2011


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LA DIOSA DE LA TAIGA


El bosque de hayas rojas guarda silencio en el atardecer otoñal. Las gotas caen sobre las hojarasca como un contrapunto a la música de agua cristalina en su carrera entre las musgosas rocas del arroyo. De vez en cuando la caída de un árbol muerto nos habla de la paradoja del bosque vivo y un enorme rugido se extiende por los prados circundantes donde caballos y acémilas pastan en libertad. Las montañas responden con su eco.

Más allá, en los altos claros de los montes, tendidas sobre la hierba y envueltas en una leve bruma rumian las vacas y sus ya crecidos terneros, paridos sobre la alfombra violeta de la lejana primavera, quienes indolentes miran cómo el horizonte se tiñe de rojo y empiezan a titilar luceros y estrellas.

Cada mañana, apenas despierta el día, María con su vestido verde ribeteado de negro y su pañuelo rojo en la cabeza, a la usanza de las aldeanas de aquellas tierras, atraviesa andando los verdes prados radiantes de luz y va a la aldea para vender los huevos de sus ocas y gallinas y los frutos de su huertos. Y de la misma manera cada atardecer envuelta en la tenue luz de la tarde y las primeras sombras que preconizan la noche, vuelve a casa. Apenas la ve abriendo la empalizada, Lucio emite desde la lejanía un largo rebuzno y trota alegre hasta la cerca del camino para que le acaricie. Rito que evoca ancestrales lazos de hermandad entre el ser humano y el bruto. Este reconocimiento tiene lugar desde que murió Roberto, su marido, y el asno compañero inseparable en sus rústicos quehaceres, fue abandonado en el prado. Lucio había sido comprado en la feria de ganado de una villa cercana. Buen ejemplar de noble raza zamorana con su hocico blanco y abundante pelo negro y marrón, estaba bien adaptado a vivir en climas fríos y resultó muy útil por su domesticidad y para la delicada carga que debía transportar. Una vez por semana Roberto acudía con él al mercado del valle para vender la cerámica artesana que elaboraba y cocía a diario en su taller de fuego y barro. Lucio sustituyó a Rómulo que demasiado entrado en años, resbalaba y tropezaba en las desgastadas piedras de los caminos de herradura por los que transitaban en armonía de silencio con su amo. Rómulo fue vendido para otros menesteres más propios de su edad y Lucio se hizo cargo del transporte. Pero por los insondables motivos del destino a los pocos meses de aquel cambio Roberto murió a consecuencia de una desgraciada caída por la ladera de una montaña, cuando con el propósito de ir a ver sus colmenas tomó el atajo que bordea el Barranco de las Moreras. No era un camino excesivamente peligroso y de hecho año tras año Roberto lo recorría con asiduidad, pero aquel día hubo de resultarle fatal y se dejó allí la vida para que su alma vagara y disfrutara de aquel paraíso de hierba, roca y nieve que le había visto nacer.

Desde la muerte del amo, el pobre animal echaba en falta el calor humano. Ya nadie venía de buena mañana a preguntarle cómo había pasado la noche ni a darle la ración de avena al atardecer cuando los roedores con sus ruidos anuncian la oscura soledad sin luna. Ya nadie le cepillaba, acicalaba ni le ponía las alforjas sonoras por el tintineo de las jarras de barro. Nadie le llevaba recorrer las sendas grabadas en su memoria perfumadas de espliego y tomillo ni a mezclarse con el abigarrado gentío de los mercados aldeanos en donde mezcladas con las voces humanas podía oír los relinchos y rebuznos de los de su especie y oler su fragancia. A pesar de estar rodeado de imponentes montañas en las que se escucha el rebramar de los ciervos y el trisar de las alondras, Lucio se sentía sólo.


La casa de María quedaba separada de las últimas casas de la aldea por un amplio prado y estaba situada ya muy próxima al bosque de hayas. El camino de aproximadamente un kilómetro desde la aldea a la casa de María permanecía verde casi todo el año excepto en los días de invierno en que se cubría con un inmaculado manto de nieve. Una pareja de pesados mastines, media docena de alborotadoras ocas grisáceas , varios gatos de razas dispares, dos enormes pavos con su moco bermellón y un nutrido palomar eran sus compañeros de estancia y vida.

Ninguno de ellos, ni siquiera los mastines , que seguían incansables los movimientos de María por todo el recinto, abandonaban la casa cuando salía al monte a coger hierbas medicinales o iba a la aldea. Incluso las palomas, tan amantes de largos vuelos de libertad , rara vez fueron avistadas por el pueblo. Cuando no estaban gimiendo en su palomar, estaban sobrevolando el bosque o picoteando el grano silvestre en el prado. Se diría que aquella casa era el lugar seguro y confortable que todo animal desea y busca gozoso para tener un nido.

Desde que murió su marido María había añadido al sustento proveniente de animales y campos la recogida de hierbas de las que conocía sus propiedades culinarias y remedios medicinales. Una vez a la semana con este propósito iba a venderlas a algún pueblo cercano en el valle, como antaño hiciera su marido con las piezas de alfarería. Así fue cómo adquirió fama de curandera.


De hecho, María soportaba con paciencia las contradicciones de una tal notoriedad. Decían que no sólo curaba con acierto enfermedades sino que era conocedora del más allá y que por diferentes procedimientos adivinaba el futuro de quienes se lo solicitaban. La gente recurría a ella para conocer de los más diversos asuntos: el curso de la enfermedad de un ser querido, el futuro de una cosecha, el cercano nacimiento de un becerro o las razones por las que una madre había dejado repentinamente de recibir cartas de su hijo ausente.

El cura párroco en sus pláticas reprobaba a quienes recurrían a María para remediar males y tranquilizar sus espíritus y les acusaban de simples, rudos y supersticiosos. Pero en la práctica, pocos eran quienes a lo largo de su vida no lo hubieran hecho por uno u otro motivo. Unas veces acudían a casa de María pretextando tareas que hacer en el bosque, algún animal que recoger de la montaña o un asunto que resolver en los prados cercanos a la casa. En otras ocasiones preferían por la gravedad del asunto a tratar, aún a riesgo de ser vistos, hacerle pasar a sus hogares. Allí visitaba entre olores humeantes de romero al enfermo postrado en su cama. En ocasiones pasaba a la boyera para atender a la vaca que inquieta presentaba los primeros signos y señales de parto o al corral donde entre gallinas indiferentes, pavas, conejos y demás habitantes del mismo, rodeada de vecinas curiosas a la sombra de un olmo o una higuera escudriñaba las entrañas de un ave con el propósito de adivinar el porvenir.

Aunque su reputación como curandera era relativamente reciente, el manejo de las artes mágicas venía de lejos. Las había aprendido de una tía paterna con quien pasó de niña varios años cuando tras la muerte de su madre , debida a una larga enfermedad, su padre recurrió a su hermana que vivía en una aldea próxima para que le ayudara en la crianza de la hija. Años más tarde, hecha ya una mujer y morir también su padre, recibió la casa paterna en herencia , regresó de nuevo a la aldea que le había visto nacer y ocupó la casa junto al bosque de hayas. Aquel fue su hogar durante el tiempo que duró su soltería y también su matrimonio con Roberto. Y ahora, viuda, permanecía en aquel oasis de paz rodeada de sus numerosos y queridos animales.

María estaba dispuesta a aplicar los conocimientos medicinales aprendidos de su tía pero apenas pudo hacerlo pues se casó a los pocos meses de volver a la casa paterna. A su marido, hombre temeroso de Dios y de los hombres, de carácter taciturno y amigo de pocas palabras, todo aquel trajín de creencias en torno a su mujer le producía inquietud y malhumor. Así pues María no forzó la situación y mientras vivió su marido procuró mantenerse al margen de este tipo de actividad. En realidad Roberto era un buen proveedor, alfarero, artesano de profesión, constante y trabajador, vendía con facilidad sus productos de barro por las aldeas y puesto que el matrimonio no tenía hijos no les faltaba lo necesario para vivir.

 

Pero tras la muerte de Roberto, María rompió las limitaciones que se había impuesto y empezó a aplicar los remedios aprendidos y a practicar con los poderes que le habían sido dados. Poco a poco se rodeó de ese halo reverencial y misterioso con que se revisten quienes adivinan el futuro y que no deja de entrañar riesgos y peligros, dada la credulidad de la gente. Con el paso del tiempo se fue tejiendo una leyenda sobre su persona con algunos tintes míticos. Debido a los beneficios que producía con sus remedios, el acierto de sus conocimientos, la sagacidad de sus explicaciones o simplemente la necesidad de la gente de sentirse en contacto con el más allá y encontrar una explicación mágica a los acontecimientos de la vida diaria, fue encumbrada contra su voluntad a la fama de lo sacro. Era, decían algunos, una reencarnación de la diosa que según los más antiguos había habitado la cima de la Taga, nombre con el que se conocía a la montaña más alta del lugar. Otros por el contrario, aunque la admiraban, recelaban de sus poderes, temerosos de que en un momento dado, con motivo de alguna venganza, pudiera aplicarlos contra sus seres queridos o ellos mismos. Así pues, para los aldeanos a quienes María había favorecido era una santa y para quienes le temían simplemente una bruja.

El cura párroco que había aprendido en el seminario que las artes mágicas no eran sino obras del maligno rechazaba abiertamente a María, como ya hemos dicho, y consideraba sus artes reprobables e insanas. Tesis a la que se sumaban algunos aldeanos entre ellos el alcalde y los notables del lugar más por razón de la posición de sus cargos y su proximidad a la autoridad de la Iglesia que por convencimiento. De hecho y a pesar de sus diatribas en sus hogares se consideraba el tema tabú para evitar enfrentamientos, ya que la mayoría de sus mujeres habían recurrido a la curandera para problemas relacionados con el parto, la crianza de los hijos y la salud.

María acusaba esta ambivalencia de trato y se andaba con cuidado. Aunque su carácter había sido abierto y comunicativo mientras vivió su marido, ahora mantenía un tono distante con los habitantes de la aldea. Le ayudaba en ello su vida relativamente distante del pueblo en la casa cercana al bosque de hayas. Pero los acontecimientos llevan su propio devenir y el destino suelen ser ajeno a la voluntad de los humanos, de modo que las leyendas sobre María crecían y se incrementaban contrariamente a su deseo. El distanciamiento que cultivaba María como mecanismo de defensa se convertía en neutralidad, virtud valorada para resolver ciertos asuntos y apropiada para conjurar angustias propias de la vida diaria. De manera que su fama y leyenda crecía más y más.

 

Dada la proximidad al bosque de su vivienda, algunos animales salvajes acuciados por el hambre se acercaban a comer la paja amontonada junto a la cuadra o el grano que esparcía como alimento para las aves. La imaginación popular concluía de ello la existencia de un poder que le permitía hablar con los animales. Los ciervos y corzos venían a estar con ella y los mastines no les molestaban ni las ocas y gansos graznaban ante su improvisada presencia. Había quien decía que la curandera se dejaba poseer por el espíritu del bosque al atardecer cuando el cielo se tiñe de rojo por la sangre de quienes luchan tratando de ocultar al astro en el horizonte y hacerle bajar cada noche a los infiernos. Otros añadían que ese mismo espíritu la había convertido en guardiana de la floresta y que los pájaros acudían presto a su llamada para trasmitirle noticias del más allá. Había quien testimoniaba que inhalaba el humo del laurel con el que entraba en trance. Si adivinaba el porvenir era porque podía hablar con los espíritus de los muertos que libres ya de las ataduras de sus cuerpos habitan mundos etéreos. También se rumoreaba que bebía la sangre de los corderos, con la finalidad de sorber su espíritu moribundo y poder, también ella, moverse por las esferas celestes.

Cierto día de otoño, encendidas las primera luces del crepúsculo, un viento húmedo del noroeste, helado para la época del año, anunció la llegada de la lluvia que caía hacía horas sobre las cercanas colinas. Cuando a los pocos minutos llegaron las primeras gotas a la aldea el ambiente se llenó del inconfundible olor a heno y a tierra mojada. Súbitamente, desde el interior de una de las casas se oyó un prolongado grito que hizo enmudecer al murmullo de las gotas de agua sobre el empedrado. Algunas mujeres tapándose la cabeza con sus delantales cruzaron veloces la calle para dirigirse a la casa de donde había surgido el desgarrado alarido y de la que llegaban lamentaciones y sollozos. Minutos más tarde el monótono rezo del rosario se confundía con el golpeteo de la lluvia y un acompasado y rítmico repique de campana estuvo anunciando al muerto durante toda la noche.

De siete años de edad apenas cumplidos, vestido con su blanco traje de marinero con el que había recibido hacía unos meses la sagrada comunión enfrentaba ahora su viaje por el océano del ocaso un niño de pelo castaño que yacía sobre una cama cuyo cabezal estaba adornado con flores. Sus pequeñas manos, pálidas y frías, sostenían entrelazas un rosario de nácar y un pequeño breviario. Se diría, a juzgar por la placidez de su rosto, con la misma ilusión con que lo había hecho en su reciente comunión. A su alrededor seis candelabros traídos de la iglesia proyectaban luces sobre la inocente criatura y convertían las sombras de las personas allí presentes en danzantes espectros prestos a acompañar su alma por el peligroso camino del más allá. Niños y niñas de su edad, a quienes no se les permitía estar demasiado tiempo ante el cadáver de su hasta hace poco compañero de juegos, pasaban perplejos por la sala deseosos de verle por última vez. Algunos de ellos, contagiados por el ambiente acababan sollozando antes de abandonar el lúgubre recinto.

De vez en cuando, alguien se atrevía a levantar la cabeza y mirar a los ojos de los dolientes padres. En su rostro una pregunta y la búsqueda de consuelo.

- ¿Por qué ?, ¿Por qué? 

La noche se hizo larga como ocurre siempre que se acompañaba a alguien en su trance hacia el más allá. Los presentes, siempre vigilantes, sostenidos por un frugal ágape de difuntos, procuraban que las velas permanecieran encendidas para que el espíritu no se extravíe y encuentre rápidamente el camino definitivo que le llevará al cielo.

Al día siguiente casi todos los habitantes de la aldea, reunidos en la iglesia parroquial, asistieron a la misa por el alma gloriosa de aquel niño. Ya no llovía, pero las nubes permanecían en el cielo contribuyendo a la melancolía y tristeza presente en la aldea. Tras la misa se cantó un réquiem y una vez finalizado el párroco, vestido con casulla y estola negra bordada en oro, dio tres vueltas al féretro que parecía desafiar con su brillante blancura la penumbra circundante. Moviendo circular y rítmicamente un pesado incensario perfumó el recinto con la fragancia del incienso y se colocó frente al niño difunto para leer un breve responso y rociarle con agua bendita. La madre corrió entres sollozo a abrazar a su hijo por última vez. A una señal del párroco algunas mujeres se acercaron , la cogieron con suavidad y la aportaron del niño. Los enterradores clavaron la tapa del ataúd y los golpes retumbaron sobre las paredes con un eco interminable en medio del más profundo silencio. La campana de la torre seguía enviando a los cuatro vientos su lúgubre mensaje. Cuatro hombres tomaron en sus hombros la caja y atravesando la puerta principal salieron al atrio del templo donde esperaba el resto de los habitantes de la aldea que no habían podido entrar en el templo.

Se formó el cortejo: un monaguillo llevaba no sin dificultad una pesada cruz de plata, apreciada reliquia del pasado utilizada en estas ocasiones. Detrás de la cruz se colocó el cura quien cubrió su cabeza con bonete de seda negro y borla y puso sus dedos cruzados junto a la barbilla en señal de profundo recogimiento. A su lado se movían inquietos dos monaguillos vestidos con sotana roja y pelliza blanca, atentos a cualquier gesto del párroco. Un tercero era el portador no si dificultad, debido a baja estatura, del humeante incensario que había recibido tras el responso .


Cuando la comitiva se puso en marcha los padres del niño difunto ocuparon su lugar detrás del féretro. La madre apoyada en el hombro de su marido suspiraba profundamente como si le fuera a faltar el aire a cada paso. Junto a ellos una joven de pelo rubio y tez clara y pecosa , vestida con traje y mantilla, daba la mano a un niño de apenas cinco años a quien se había vestido para la ocasión con una rebeca gris, pantalones cortos del mismo color y zapatos brillantes de charol. Sujetaba el infante con fuerza unos pequeños guantes blancos, prenda de su hermano difunto, que alguien le había dado. El cortejo cubría lento la distancia desde la iglesia hasta el cercano cementerio en profundo y tenso silencio. Al llegar a los primeros cipreses que jalonan el camino y a la vista las primeras tumbas yacentes sobre un verde manto de hierba , se oyó:

- ¡ Ha sido la bruja !

Un rumor se extendió por el numeroso grupo de gente como se extienden sobre la superficie de un campo de trigo las ondas del viento.

Tras la última plegaria, el ataúd fue depositado suavemente en la fosa excavada desde el día anterior por los alguaciles. Algunas mujeres depositaron flores. Luego algunos puñados de tierra arrojados por los familiares del niño sobre el féretro. A continuación el rápido trabajo de los enterradores hizo desaparecer a la vista de los vivos y para siempre a aquella criatura que sólo unos días antes reía y corría por las rústicas calles de aquella aldea. .
Al día siguiente, tras el entierro, el rumor sobre la participación de María en la muerte del niño lejos de desaparecer había aumentado hasta golpear las paredes de la aldea como el eco sonoro de un amenazante vendaval.

- Dicen que ha sido María, la bruja que vive en la casa del bosque.
  • ¿Por qué sino cada año muere un niño en nuestra aldea?
  • Alguien nos trae esta desgracia. ¿Y quién sino María?
  • Los médicos no saben la causa de las muertes de nuestros hijos. No se trata de algo natural.
  • ¡ Es la bruja quien con sus poderes y su magia mata a los niños !
  • Fue ella quien hizo morir a Raquel la de Lola y Carlos ¿Quién sino? Los médicos nunca explicaron su muerte ni la del resto de nuestros niños
  • Si, seguramente fue ella quien mató también a la hija de Lucas y a la de Rosario.
Pasaron los días y como siempre ha ocurrido con curanderas y brujas, cada vez se hacían más conjeturas, fruto de la irracionalidad mezclada con la sugestión y el miedo, a cerca de la influencia de María en la vida de los aldeanos. Pero la sugestión y el miedo no son sino un caldo de cultivo que exaltan la creencia y hacen confundir el pensamiento con la realidad de las cosas, por lo que la vida de María empezó a correr serio peligro.

Alguien, agradecido por algún bien conseguido por su mediación, le hace llegar la noticia y le pide que no se acerque al pueblo. Le explica que se ha apoderado de la aldea el rumor de que es ella quien mata con su magia a los niños. Le ruega que huya lo más pronto posible.

María se asusta, se encomienda a Dios; pero permanece en su casa del bosque a pesar del peligro. No quiere irse ni tiene donde hacerlo. Durante el día arregla la casa cuidadosamente, alimenta a sus animales y alarga su tiempo de estar con ellos, como quien sabe que va a tener que abandonarlos a su suerte. Ella que tantas veces se ha comunicado con el más allá, presiente ahora en medio de la belleza de aquellas montañas y de la inmensidad de los prados circundantes la proximidad de la muerte. Hay silencio y paz a su alrededor. De vez en cuando se oyen los mugidos de las vacas, el relinchar de las acémilas o el revoloteo de las palomas. Pero sabe que aquel profundo sentimiento de paz que le embarga no es sino el preámbulo de una muerte cercana. Por eso no puede evitar mirar a cada momento al camino que le separan de la aldea, por el que ha paseado feliz tantas veces, ahora iluminado por el sol y sobre el que el viento otoñal ha depositado pacientemente una dorada alfombra de hojas de robles, castaños y hayas que pisará muy pronto el rey invernal cuando venga con su manto de armiño .Por la noche apenas puede conciliar el sueño a pesar de que sus fieles mastines le avisarían de inmediato de la proximidad de cualquier persona extraña.

Mientras tanto, en el pueblo, aldeanos, convertidos en horda, van al Ayuntamiento a ver al alcalde. Lo encuentran rodeado de notables sabedores de las tramas y maniobras de sus paisanos. Le hablan con tono imperativo y piden que María sea apresada. El alcalde consciente de su responsabilidad trata de detener a aquel grupo de mujeres y hombres que eleva cada vez más el tono de voz. Hay quien le grita y amenaza. Con voz indecisa dice que hay que consultar a los expertos, dar a conocer los hechos a las autoridades y tratar de ver qué ocurre realmente. El cura enfundado en su negra sotana la vista baja parapetado en sus pensamientos guarda silencio y mueve la cabeza a izquierda y derecha sin atreverse a decirles nada. Les falta resolución y coraje para frenar a quienes convencidos de la culpabilidad de María en la muerte de niños, más o menos frecuente en aquella aldea piden que sea ajusticiada.

La horda de campesinos que en su imaginación ha juzgado y condenado sumariamente a María al ver la oposición de las autoridades abandona el ayuntamiento y con paso rápido recorren amenazantes las calles del pueblo aliados. Quieren llegar hasta la casa de María y apresarla. Cuando finalmente el grupo enfila el camino en dirección a la casa de María lo forman más de cincuenta hombres y mujeres armados con hoces, cuchillos.

A su paso por la cerca que bordea el prado, Lucio, asustado por el tropel vociferante, emite un dilatado rebuzno pero permanece expectante, inquieto, alejado de la cerca, en contra de su costumbre de ir a saludar a cuanto humano transita por aquellos parajes. Su rebuzno nervioso y prolongado se convierte de inmediato en una señal de alarma para cuantos seres vivientes que habitan las montañas. Los ciervos levantan su cabeza, huelen,,otean el horizonte, y emprenden una veloz carrera desde los prados a los bosques cercanos. Las vacas llaman a sus terneros y se trasladan con paso decidido a los lugares en los que se sienten más seguras. Las yeguas relinchan inquietas y recogiendo a sus potros se lanzan a recorrer en círculo los límites de aquellos prados. Las palomas alzan el vuelo y permanecen largo tiempo en el cielo dando vueltas en torno a la casa sin atreverse a detenerse y posarse sobre el tejado. Las ocas y los gansos graznan ansiosos. Los mastines corren ladrando hasta la verja y muestran amenazantes sus poderosas mandíbulas.

Los aldeanos atraviesan el prado con paso decidido y llegan hasta la valla que rodea la casa de María. La horda se detiene. Hay desconcierto y sorpresa en sus miradas. En el umbral de la casa , a pocos metros de la verja donde los mastines siguen ladrando y gruñendo, un hombre moreno, alto, de unos cuarenta años, que viste cazadora de cuero y pantalones de pana marrones de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho y las piernas ligeramente abiertas observa a los vociferantes aldeanos. Unos pasos detrás de él, debajo del marco mismo de la puerta, María cruza su chaqueta de lana verde sobre el pecho. Su pelo apenas sujeto por una fina cinta verde cae desordenado por hombros y espalda. De vez en cuando una ligera brisa empuja algunos cabellos hacia su lívida cara, pero ella no se atreve hacer un gesto para apartarlo.

Poco a poco el grupo de aldeanos va bajando el tono de la voz y los gritos amenazantes se convierten en un susurro. Ante aquel improvisado silencio, los ladridos de los mastines parecen todavía más rabiosos, potentes y amenazantes. María los llama varias veces. Finalmente dejan de ladrar y dando la espalda a la multitud caminan moviendo pesadamente sus cabezas hasta donde está su ama quien sin dejar de mirar a la horda, los tranquiliza pasando la sobre sus lomos mojados por el sudor.

Los campesinos han reconocido a D. Manuel, el médico que acude regularmente , martes y jueves ,a pasar su consulta en las dependencias habilitadas como clínica en Ayuntamiento.

¿Qué hace allí? ¿ Por qué está con María? , se preguntan.

Alguien que ama en silencio a María corrió hasta donde vive D. Manuel, el pueblo más hermoso y al mismo tiempo más lejano del valle, para decirle que María, la curandera, la viuda que cada semana montaba su singular farmacia de hierbas y emplastos en el mercado de aquellos pueblos circundantes, a la que algunos consideraban una bruja y también reencarnación de la diosa de la Taga, estaba siendo acosada, amenazada y perseguida por los aldeanos, que le hacían culpable de las últimas muertes de niños acaecidas en la aldea.
Don Manuel que sabe que María no es culpable ensilla rápidamente su caballo y acude a galope a la aldea donde vive María, a la casa junto al bosque de hayas. Cuando los campesinos toman la calle que lleva al lavadero con la intención de enfilar el camino del bosque, D. Manuel ya ha conseguido pasar la verja que habría de detenerlos y pudo hablar con María.

Extrañado por la frecuente muerte de niños en la aldea con problemas respiratorios y afecciones pulmonares llevaba meses hablando con los catedráticos de la facultad de medicina donde estudió, de lo que consideraba una extraña enfermedad. Una enfermedad desconocida y de difícil diagnóstico. Una enfermedad que según los investigadores médicos de la Universidad podía llegar a tener un nivel de incidencia alto entre personas oriundas de un mismo lugar, dado su componente genético. Una enfermedad hereditaria, no contagiosa, que se manifiesta desde el momento del nacimiento y resulta incurable Una patología compleja, que afecta a muchos órganos del cuerpo, aunque en cada caso puede manifestarse de distintos modos y en distintos grados. La afectación pulmonar es el síntoma más grave pues las continuas infecciones deterioran el tejido pulmonar provocando la muerte de los niños pues difícilmente se sobrevive a los ocho o nueve años. El diagnóstico acuñado por el departamento de fisiología de aquella Facultad :“ mucovicidosis o  quística”. La enfermedad que probablemente era endémica en la aldea por el casamiento entre pfibrosisersonas cercanas explicaba las continuas muertes de aquellos niños e iba a ser tratada preventivamente.

Tras el inesperado silencio provocado por la presencia del médico se empiezan a oír de nuevo entre el grupo de campesinos voces exaltadas pidiendo que María sea ahorcada, pero D. Manuel toma la palabra para informarles de su grave equivocación. Les reprocha su exaltada reacción, su ignorancia, su obcecada maldad. Les amenaza con la justicia y les invita a reunirse con él en el Ayuntamiento donde les esperan dos profesores investigadores médicos que han venido expresamente a responder a sus preguntas.

En los prados húmedos por el reciente deshielo la hierba brilla reflejando con cada gota los colores del mediodía. El caminante acaba de abandonar la aldea y se dirige al cercano bosque de hayas. En el camino diminutas flores blancas y lilas pujan por anunciar el esplendor de la primavera. Caballos, vacas y ovejas de gruesa lana, asentados en las tierras bajas desde que se iniciara el invierno disfrutan con la frescura del alimento primaveral. La nieve blanquea todavía las cimas más altas sobre las que solemnes planean varias parejas águilas que tienen ya construidos los nidos. El olor a musgo y helecho del cercano bosque, todavía húmedo, ensancha los pulmones del caminante. Acros, da rienda suelta a su dormido instinto depredador siguiendo el rastro de roedores y pequeños herbívoros sacados de su letargo invernal por la primavera. Incapaz totalmente de cazarlos va de aquí para allá. Atraviesa divertido la cerca una y otra vez pisando las flores que salpican la hierba mojada de vez en cuando mira a su amo deseando que no tenga prisa en su caminar.

Al caminante le gustaría retener aquel instante de paz, en el que está sumergido el valle, pero sabe que no es posible, que ser arrebatado en espíritu por la belleza, sólo ocurre de vez en cuando. Por eso trata de vivir ese momento.

Casi al final, el camino se pierde en el bosque, aparece en un recodo la verja de la casa de María. El caminante se acerca respetuoso y mira al interior con curiosidad. Una cadena y un candado mantienen juntas las desconchadas puertas de hierro por las que chorrea el óxido . La caprichosa yedra ha trepado por los muros e invade los alerones y tejado. En el suelo, junto al pozo, todavía puede verse el cubo con el que seguramente María sacaba agua o llevaba el alimento a sus animales. Las puertas de madera de la casa, hinchadas por el frío y la humedad del invierno empiezan a resquebrajarse. Dos ardillas que suben y bajan inquietas las escaleras cubiertas de musgo, se paran a mirar asustadas la cabeza del viajero que asoma por encima de los portones. La puerta de la cuadra fuera ya de los goznes está apoyada en el dintel a punto de caer. El caminante mueve la verja por si hubiera un resquicio y se abriera, pero sólo consigue que algunos pájaros levanten el vuelo.

Le parece oír el ladrido de los mastines, el graznar de ocas y patos y el incansable ajetreo de María la curandera por aquel recinto. Pero el recinto permanece solitario, sonoro y silencioso al mismo tiempo.. Lo que sí oye es el arrullo de los palomos, descendientes de aquellos que cuidó María, y ve cómo entran y salen del cálido palomar importunándose los unos a los otros y a quienes los prados con su grano silvestre seguían proveyendo. También escucha, tal como hizo la curandera año tras año desde su infancia, el susurro de las hojas del tilo que da sombra a la casa y el eco de la leña que cae en el cercano bosque. Las tejas han empezado a caer por la acción de los pájaros y el agua , como un preludio de la irremediable ruina de aquella casa.

De vuelta a la aldea recordó toda aquella historia que le habían narrado en la aldea. El eco de esquilas y cencerros trababan el pasado y el presente en armonía. Pensó en los olorosos otoños en que la lluvia canta sobre las caídas hojas rojas, en los largos inviernos en los que el camino guarda silencio cubierto de nieve y en las alegres y variopintas primaveras e imaginó a a María yendo y viniendo por aquel sendero que ahora pisaba.

 

Acros, ajeno a los pensamientos del amo, seguía oliendo las innumerables yerbas del camino. Seguro que sabía, como María, cuales eran medicinales y cuales no, pero un can nunca llega a expresarse con claridad. Hubiera sido, pensó, un buen compañero para la curandera María que sí parecía comunicarse con los animales. Lo llamó y acarició. El can miró a uno y otro lado creyendo que iba su amo a cambiar de dirección, pero le bastaron unos segundos para saber que continuaría por el mismo el camino que lleva de nuevo hasta la aldea y siguió zigzagueando delante de su amo.

Súbitamente, al pasar junto a la cerca se oyó en la lejanía un prolongado rebuzno. Un asno color oscuro de hocico plateado y abundante pelaje, vino trotando en dirección a la cerca extendidas sus largas orejas que giraba una y otra dirección. Acros sorprendido miraba alternativamente aquel burro que se acercaba veloz y a su amo como queriendo saber qué hacer y si debía ladrar al intruso. Al momento comprendió que su amo lo recibía complacido y se sentó esperando acontecimientos. Cuando Lucio llegó a la cerca sacó su ruda cabezota por encima de los desvencijados maderos y se dejó acariciar largamente.

  • - Acros, dijo mirando a su perro que inclinó la cabeza al ver que su amo le hablaba: ¡ Pasamos por la vida !

Cuando llegaron al final de la cerca siguieron el camino hasta una encrucijada. Allí torcieron a la derecha para no volver a pasar por la aldea. El caminante se paró un momento y miró atrás queriendo retener una vez más en la retina la belleza de aquellos prados. De nuevo, desde la lejanía se oyó un prolongado rebuzno.


© Rafael Rodrigo Navarro Estampas rústicas  2011

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¡HAN MATADO AL LOBO!


Ha llegado agosto. El trigo se ha convertido en oro puro. Durante el invierno los aldeanos han ido casi a diario a contemplarlo desde la atalaya, a ver cómo cambiaba poco a poco de color. A los campesinos les gusta el color verde del campo cuando debe ser verde y el color  ocre cuando llega junio.

Conocen su lento devenir, y su ánimo está desde hace tiempo acompasado al curso de las estaciones. Saben ser pacientes.
¿Cómo si no serían capaces de guardar silencio durante tanto tiempo?
 Pero su silencio, no es inactividad. Han de acompañar al crecimiento del cereal y tratar de ayudar al devenir del tiempo, para que todo ocurra en su momento y nada se detenga.
En febrero, como señala la costumbre, enterraron al invierno quemando la paja que quedaba en sus graneros. Saben que el fuego es purificador, que expulsa los fríos y permite que surja de nuevo a la vida.

Han celebrado también el rito anual del Carnaval y despedido al invierno. ¿Acaso no habéis oído sus sinceros gritos de pena? No querían matar al invierno, pero no han tenido otra opción si quieren que llegue el buen tiempo y con él la madurez del grano. Pena y alegría en un mismo rito y a un mismo tiempo. Así es la vida: muerte y resurrección. Es el devenir profundo de la naturaleza.

Pero tras  los hielos del invierno, viene la luz de la primavera y la alegría del verano. El cereal ya ha crecido y está completamente seco en el campo. Se ha producido, una vez más, el milagro del ciento por uno.
Los campesinos afilan sus hoces y guadañas y entonan cantos. Ha llegado el momento de la siega.

Miran respetuosos por última vez  los campos granados. Contemplación y trabajo. Saben que el espíritu del cereal vive y reside en ellos. ¿Cómo sino hubiera crecido y madurado el grano? ¿Acaso no se mueve y ondea la mies? ¿No se ha oído cantar al urogallo? ¿ No han visto al lobo olfatear el aire y atravesar los campos de trigo?  Sí,  el espíritu del cereal ha estado allí y continúa estando. Sienten el temor reverencial de su presencia. Miran a los campos en su plenitud, atisbando al espíritu del grano antes de que se esconda definitivamente, cuando ellos entren a segar el campo.

Pero ¿ Quién será el primero que le hiera con sus hoz? ¿ Quién se atreverá a cortar la primera gavilla?
¿ Quién osará a separar el tallo de la espiga  y herir al trigo o al centeno?

Para que el espíritu del grano no se enoje y dificulte los partos de las jóvenes grávidas sacrificarán un cordero, allí donde antaño sacrificaban  al  Rey del Cereal. Con el tiempo, las costumbres se han mitigado en la aldea.

Tras el sacrificio y bajo el riesgo de sufrir la enfermedad, posible venganza del espíritu del grano, un joven decidido y  valiente inicia la siega. Sufrirá la indiferencia e incluso la crueldad de las gentes de la aldea, pero finalmente cuando el espíritu del grano se haya ido definitivamente y no amenace a los habitantes, se convertirá por un año, según la antigua costumbre, en Rey del Cereal .

Trás el  futuro Rey del Cereal se inclinan los segadores para cortar por la base el tallo coronado por la generosa espiga. Las mujeres atan y depositan las gavillas sobre el surco que a su vez recogen los más jóvenes.
Mientras siegan  sus cantos conservan una cadencia fúnebre. Piden perdón al espíritu del cereal por importunarle, por arrinconarlo, con cada golpe de hoz, hacia el extremo del campo.

“ Ahí va el lobo,
  por ahí huye el perro,
 haremos salir al gallo del centeno.......

Durante varios días, apenas sale la aurora ,se oye el trepidar de hoces y guadañas, los retos de las cuadrillas, las risas provocadoras de las mujeres, las llamadas al trabajo. Y cuando llegan al campo, de nuevo el temor reverencial. Probablemente el espíritu del grano durante la noche habrá, desolado, recorrido su campo donde ha habitado en  paz durante el invierno.

La siega se acerca a su fin y apenas queda centeno sobre el campo. El espíritu del grano, arrinconado, seguramente temeroso de ser herido por la hoz vive ya en las últimas espigas.

¿ Quién se atreverá a segar y atar la última gavilla?
¿ Quién será el último en arrancar el centeno a la tierra cada año fecunda?
¿Quién osará matar al espíritu de cereal y sufrir su posible venganza?

El joven que inició la siega se acerca lento, parsimonioso, la hoz en alto, hacia donde ondea la última gavilla. El resto de los segadores retroceden. Se hace un profundo silencio. Se oye graznar al arrendajo en la lejanía. Da un golpe seco a las ultimas espigan que salen por el aire y quedan desparramadas por el suelo.

Las mujeres lanzan gritos que poco a poco convierten en cantos tranquilizadores.

Corren los zagales desde el campo a la aldea y atraviesan calles y plazas golpeando las puertas y gritando. ¡ Ha matado al lobo! ¡ Ha matado al lobo! ¡El rey del cereal ha matado al lobo!

Salen de sus casas mujeres, niños y ancianos que acuden presurosos a la Iglesia. Repican las campanas. Suena en el templo el viejo órgano que acompañando a un desafinado Te Deum.

Al poco tiempo, entre gritos de indignación que no pueden ocultar también su júbilo, empujan hacia el pórtico de la Iglesia al joven segador que cortó la última espiga. Ha matado al espíritu del grano. Es culpable y al mismo tiempo querido por todos. Ahora lo ultrajan pero pronto, cuando el espíritu del grano vengador se haya alejado de la aldea, será coronado Rey del Cereal.

Durante un año será el benefactor de todo cuanto ocurra en la aldea, pero también el chivo expiatorio de todos los males, hasta que siguiendo un ciclo sin fin, vuelva a crecer el trigo y  tras las lluvias de otoño, soporte de nuevo impasible los hielos del invierno  hasta ser dorado por el sol.

 Porque el espíritu del grano  resucitará. Ha muerto y sin embargo vive.

Una mujer vestida completamente de negro en señal de duelo, acompañada de una joven de largas trenzas vestida de blanco lino y ataviada con flores, trae la última gavilla.

El cura párroco rodeado de una cohorte de monaguillos que portan círios encendidos, ha salido del templo para recibir a las dos mujeres que simbolizan la muerte y la vida. Asperja la mies atada de la última gavilla que es depositada en el altar de Santa Úrsula y allí permanecerá hasta el próximo verano.

En la plaza, varios mozalbetes sujetan una cabra que trata de zafarse del ronzal que le sujeta. El animal bala inconsolable presintiendo su amargo final. Es el sacrificio que servirá para aplacar la ira del espíritu del cereal para dar gracias por la cosecha y  de  festín para la gente de la aldea.

Al día siguiente en las eras hay de nuevo cantos y alegría. Las acémilas arrastran pesados rodillos dirigidas por los aldeanos. Otros  cabalgan sobre cortantes trillos. Giran y giran como el tiempo en sus esferas. Junto a la era se eleva al cielo la paja que el viento deposita con suavidad a pocos metros de distancia. ¿Es trigo o es oro?

El caminante tomó de nuevo su hatillo. Al ver su gesto, Acros, su fiel acompañante movió el rabo alegremente y miró a su amo queriendo adivinar sus intenciones, luego se alejó un poco para oler una pequeña tela que abandonada en medio de la plaza se movía con el viento 

Se puso en marcha y  recorrió las calles de la aldea lentamente contemplando por última vez aquel escenario. Todo era silencio y calma. 
El espíritu del grano se había vuelto  a los campos, dispuesto de nuevo a hacer crecer el trigo que los campesinos le habían arrebatado. 

Si el grano de trigo no muere – pensó- no habría fruto. 

(c)  Del libro  Estampas rústicas.Rafael Rodrigo  Navarro 2011

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 LA  PARTURIENTA

 
Con noviembre han llegado los primeros fríos. Los robles,los arces y las hayas se desnudan a golpe de ráfagas de viento semihelado para encarar el sueño invernal libres de la ropa que seguramente ahora se les antoja inútil. Por el contrario, los aldeanos cubren sus espaldas con chalecos de gruesa lana, encienden el fuego y ponen edredones y mantas  sobre sus lechos  para retener el calor del verano y  disfrutar del cálido abrazo en las largas noche del próximo invierno.

La lluvia, aunque no ha dejado de caer desde el verano, se ha ido haciendo cada vez más fina. Las pesada gotas de los meses de agosto y septiembre con sus truenos, rayos y relámpagos, que atemorizaban a los venados y también al ganado doméstico que pacía por entonces en los altos prados, han dejado paso a la suave lluvia con la  que el otoño riega monótono los sembrados.

Hace semanas que se oyen más cercanos  los cencerros de vacas y ovejas. Nadie les ha hecho señal alguna ni  llamado, pero cada día pastan unos metros más abajo, acercándose a la aldea poco a poco. Perciben la longitud de los días o quizás saben interpretar el lugar que ocupan  las estrellas en cada época del año bajo la impresionante bóveda celeste. Orión seguido por Tauro  helíaco y las alborotadas Pléyades han tomado ya el camino del sur al anochecer. El hecho es que si faltaran sus  mugidos y el acompasado ruido de los cencerros, la sinfonía que cada otoño se oye en los aledaños estaría incompleta. El graznido del cuervo dejaría de ser el contrapunto armónico de las changarras  o el  repiqueteo cristalino de la lluvia sobre las hojas caídas.

Cuando el tiempo, artista eterno, dé sus últimos toques de oro sobre el  lienzo verde  de las montañas y empiecen a caer las primeras nieves , los toros y vacas con sus becerros paridos en la canícula del verano habrán  hollado ya las embarradas calles de la aldea cada atardecer  y dormirán en las cuadras. Envueltos en la tibieza, tendidos sobre los rudos suelos, llenos  de heno los pesebres por la diligencia de los aldeanos y esparcida la paja, rumiarán pensativos . Quizás en sus ensoñaciones recuerden el vuelo del águila, la carrera de la liebre huidiza o  las esbeltas siluetas de los muflones sobre las rocas desafiando el vértigo, los barrancos con veta de plata a sus pies.

Con el otoño se va el azul y se trajea de gris el cielo para las tareas propias del invierno. En las ventanas de las aldeas los geranios y los crisantemos continúan pintando de llamativos colores los vanos hasta que el hielo adelante su final, mientras que los ciclámenes abren sus hoja  veteadas al invierno

Los caballos que tiran de la cuadriga de Helios  han  perdido su arrojo, están cansados de trotar por el largo y polvoriento camino del verano y van reduciendo su eclíptico trayecto cada día. La noche se hace madrugadora y envuelve a la aldea cada anochecer con un lúgubre silencio.

Las ánimas y demás seres sutiles que viven entre el aquí y el más allá sienten la humedad en sus tumbas, despiertan del letargo del verano y salen de los recónditos lugares en donde se han protegido del rigor del verano.  No es difícil ver la silueta de alguna bruja  sobre el pálido disco de la luna, pasar veloz y acercarse al campanario de la iglesia, incluso oír el golpe seco de una campana. Durante el breve periodo de tiempo en que las ánimas de los muertos recorren la tierra, tiene lugar la eclosión de hongos y setas en los bosques húmedos mientras mientras el brezo coloniza el sotobosque. Las curanderas de la aldea  prepararán con ellas sus pócimas y el resto de los aldeanos, conocedores también de muchas de  sus propiedades, se aprestan a conservarlas. Algunas, dicen, controlan lo que a sólo Dios le ha sido dado controlar: la muerte. Otras, también en contra de los divinos designios, pueden hacerte  sentir vivamente  lo que más añoras.

Con las ánimas y los espíritus de los muertos surcando los aires hay temor. Las doncellas, tan atentamente vigiladas por sus familiares durante los fastos del verano, pueden quedar  ahora embarazadas por quienes por naturaleza son invisibles. Las ánimas buscan cuerpos y de la misma manera que fueron expulsados de ellos por la enfermedad o la violencia de un oscuro suceso, ahora están decididas a encontrar donde morar de nuevo. Los hombres movidos por celosa iracundia y en contra de pensar del cura párroco considera todo ello una superstición sin fundamento alguno , tratan de confinar a sus mujeres en los días oscuros del otoño e incluso del invierno.

Laura  quedó embarazada  de su segundo hijo en el  equinocio de primavera. Si fue o no un espíritu no se sabe. Su matrimonio es cristiano y su esposo nunca se ausenta sino es para llevar  a la aldea donde nació la cerveza de sus bodegas, fermentada durante el invierno y con la que obsequia a los de su clan  con motivo de la Pascua de Resurrección.

Hay alegría y al mismo tiempo inquietud en la casa que irradia en toda la aldea.Hace días que nota los dolores que preludian el parto y las comadres han sido advertidas.

Desde que empezaron los dolores, la familia ha pedido al enjuto sacristán que hace su visita diaria a la iglesia que deje su puerta abierta. Han de cambiar cada día las velas encendidas a Santa Ana que chisporrotearan y elevarán su fino cordón de humo negro por encima del retablo hasta lo más alto del tabernáculo, mientras dure el parto.

Todo está dispuesto. Los calderos, las jarras con agua tibia, los paños de algodón, las tijeras, etc.

Los hombres hace días que revisan todos sus cuerdas y aparejos cuidando de que no haya nada torcido, miran que  no haya nudo alguno en la casa  o los establos que pueda dificultar el nacimiento del nuevo niño. Las niñas  sabedoras por sus padres de los peligros de que alguien  envidioso obstaculice el parto con su magia. Es por ello que han soltado  sus trenzas y  han repasado los lazos de sus vestidos para que no haya ningún pliegue. Incluso los cordones de los zapatos deben ser extraídos y puestos sobre un tablero a la vista de todos.

Las mujeres han abierto  puertas y ventanas, alacenas e incluso tinajas y cajas en las que se guardan los alimentos o el ajuar . Nada debe permanecer cerrado. Así el  niño nacerá sin problemas, recorriendo con facilidad el ajustado conducto por el que por incognoscible designio del Creador, todo ser humano viene a este mundo ancho y luminoso.  Siete días  y siete noches paso Aclmena pariendo a Hércules porque Lucina, diosa del alumbramiento, en un imperdonable descuido para una deidad  había cruzado sus piernas en tan inoportuno momento. También tuvo problemas y murió tras dar a luz  la madre de San Ramón  que pasó a llamarse nonato cuando por una venganza familiar sus enemigos cruzaron  manos y  dedos con alevosía en el momento del parto.

Las comadres que el día de su boda quedaron ligadas a sus maridos y estos a ellas por el anillo nupcial, han de quitárselos si quieren tocar a la parturienta, para evitar que se enganche en ella el alma del neonato, todavía inquieta e indecisa en cuanto a su permanencia en un cuerpo tan frágil. 

El marido ha  ido con sus amigos a un cuarto contiguo y   yace tumbado simulando los esfuerzos del parto en un intento desesperado por facilitar a su valerosa mujer  el trabajo del alumbramiento, mientras recibe de los hombres que le rodean palabras de ánimo.

Por fin, todo el mundo sonríe aliviado. Ha nacido sin apenas dificultad una niña . El parto ha sido todo un éxito, La matrona más vieja aventura el futuro de la niña que será hermosa, inteligente y  tendrá cuantos amantes desee a lo largo de su vida, pues ha  abierto sus ojos apenas nacer y en la mirada – dice la anciana-  ha  estado desde siempre la fuerza de la mujer.

 
Al caminante también le han hecho partícipe de la alegría que reina en la casa. Le han hecho entrar para que viera a la madre con su hija que ha sido  muellemente dejada en sus  haldas. No parece cansada sino todo lo contrario orgullosa y alegre de tener a su hija en el regazo. El caminante se ha limitado a hacer una leve inclinación de la cabeza sin atreverse a decir palabra alguna. La parturienta le ha mirado y sonreído durante unos segundos  mientras cogía el puño cerrado de la pequeña quien movía lentamente sus bracitos. El misterio de la vida parecía engrandecer en aquella atmósfera con  la presencia del desconocido, pero la alegría es así de expansiva, así de contagiosa, así de participativa.

Acros a quien el amo, con un gesto le había inmovilizado en la puerta de la casa, emitía sus quejas.
Iba a salir  y a seguir su camino con su fiel amigo,  cuando una mujer de pelo canoso y anchas caderas le ofreció un tazón con un jugoso caldo.

-        Es de gallina y puerros, le dijo. Cuando nace un niño o una niña  hay que matar un ave.
-        Sí, respondió el caminante.

Tras dar las gracias, cruzó el vano la puerta y Acros dio un bote de alegría que le llegó a la cintura.

El sol se asomaba tímidamente entre las nubes.  Desde la torre de la iglesia  que presidía majestuosamente el recinto de la plaza, sonaron unas campanas. Eran las doce. El ángel del señor saludó a María y ella concibió por obra y gracia del espíritu santo.  Algunas estorninos que descansaban sobre los aleros de los soportales levantaron el vuelo al oír el eco de sus pisadas.  

Pensó en  la belleza del otoño que se sitúa entre la pesadez del calor del verano y la crudeza del hielo ,que se viste  elegantemente de cobre para recibir al invierno y este a su vez de blanco para recibir a la primavera con sus múltiples colores.

Pensó que los espíritus, como los estorninos, es posible que también vuelen  por el aire. Quizás atraviesen las nubes y la atmósfera para perderse en el espacio sideral donde tienen preferentemente su morada , ocultos ahora por el fulgor del astro que nos da vida.

Pensó en lo que le habían dicho en la aldea, que los espíritus sí fecundan a las vírgenes.  Hágase en mí,según tu palabra. Y  el verbo se hizo carne.

Al  tomar el recodo del camino, Acros ladró. Dos mujeres jóvenes de unos veinte años conducían  mino arriba a una vaca de grandes dimensiones, del color del alazán y grandes ubres que caminaba pesada y  lentamente haciendo sonar su esquila a cada paso.  Una de ellas vestía una saya larga de color  verde con vetas y ribetes negros, la otra de color rojo con parecidos adornos. A pesar de ir enfrascadas en una acalorada conversación, cuando pasaron a su lado, le miraron  y le saludaron con una sonrisa.

Entonces de repente comprendió que efectivamente son los ojos el espejo por donde se asoma el alma y en donde se reflejaría un día el espíritu que luego las fecundaría.

©  Rafael Rodrigo Navarro  del libro “ Estampas rústicas”