domingo, 11 de diciembre de 2022

 

ATAR LOS VIENTOS

 Hace días que el mar bate con fuerza el acantilado haciendo saltar la espuma de sus olas por encima de las primeras casas del pueblo. Aunque está construido a una distancia prudencial de la rocosa línea que separa la tierra del mar, en esta ocasión, el viento y las embestidas del océano hacen llegar con fuerza el agua triturada hasta los prados circundantes.

 Las grandes e irregulares losas de la plaza mayor donde está ubicada la Iglesia, a causa del limo, resultan peligrosamente resbaladizas para los viandantes que intentan cruzarla. Los muros de la Iglesia y de la Casa Consistorial rezuman verdosa humedad.

 Hace semanas que los aldeanos no ven el sol, mientras el viento helado del norte arrastra oscuras y grises nubes hacia el interior del territorio. Acaba de iniciarse el mes de marzo. Si el cielo estuviera despejado verían salir el sol por el horizonte celeste que ocupa la constelación de Acuarios, pero a causa de la tormenta no es más que un tímido destello de luz la cual permanece mortecina durante todo el día. Todavía no han podido disfrutar del estallido de la primavera. Los brotes de plantas y árboles permanecen cerrados y sus diminutas hojas pujan por ver la luz. Se diría que el invierno no quiere despedirse.

 Hace semanas que el torrero no puede atravesar el estrecho brazo de mar que separa su faro del pequeño muelle del pueblo, pues algunas olas alcanzan los cuatro metros. De seguir así el oraje, pasará hambre.

 Aunque el faro es, según dicen los viejos del lugar, una atalaya inexpugnable que siempre ha sobrevivido a los más crueles embates marinos, las embestidas del mar en aquel momento son de tal calibre que su mujer que habita la casa familiar, está asustada. Hace sólo unos meses que dio a luz al tercero de sus hijos y necesita la frecuente presencia de su marido. Las comadres que han venido a hacerle compañía y proveerle en sus necesidades, miran con ansiedad al agitado mar y buscan entre la espuma lejana de las olas el destello del faro que envía su luz en rítmicas frecuencias de varios segundos.  Ningún barco se habrá aventurado a navegar tras tantos días de impetuoso viento, sin embargo, piensan, el torrero es fiel a sus obligaciones de encender el faro cada noche. Aquella luz es una guía para navegantes y para los habitantes de la aldea un consuelo. Impelidas a ejecutar un ritual mágico, encienden velas y vigilan sus tenues llamas para que el faro no se apague.

El cura párroco ha convocado una novena a Santa Bárbara por si todo aquello es obra del diablo y así poder conjurar la influencia del maligno. Pero ni los cielos se han abierto, ni ha dejado de soplar el viento, ni cesado el mar de estremecerse con sus sacudidas. Tras las nubes parece haberse ocultado a la vista de los mortales no sólo el cielo sino toda su cohorte angelical.

 En la taberna, marineros curtidos en diferentes oficios no hacen sino maldecir y quejarse de los padecimientos que sufren, junto al resto de aldeanos, desde hace semanas. Ni siquiera pueden desarrollar los trabajos de mantenimiento que requieren sus redes y embarcaciones. Si es imposible salir al mar y difícil mantenerse erguido sobre el muelle, todavía lo es más permanecer sobre la arena sin que te hiera el cuerpo y especialmente los ojos.

 Las mujeres, encargadas de llevar cada día sobre sus cabezas los cestos pescadores a los mercados cercanos, protegidas por los muros de la lonja maldicen en agitada charla la inclemencia del tiempo que hace rodar, al menor descuido, sus cestos vacíos. De repente, un estremecedor golpe de mar llama su atención en la incipiente oscuridad de la noche. Huele a salitre y madera mojada. Gritan al unísono. Los marinos salen apresuradamente de la taberna y miran al mar.

 ¡Allí está!  Sus velas henchidas y la espuma del mar vadeando la cubierta. ¡Es el barco del capitán Cork! ¡Lo han reconocido, empezando por los más viejos!  El tamaño, la disposición de mástiles y velas, el chirriar de sus cuerdas, el olor a salitre y brea… La noticia se extiende en pocos minutos por toda la aldea, a la velocidad de las carreras de zagales y el ladrido de los perros: ¡Ha vuelto el barco del capitán Cork! Con sus voces, un escalofrío recorre la aldea.  Todo el mundo sabe que hace tiempo que al barco del capitán Cork perdió su tripulación y vaga sin rumbo por los océanos. Todavía no se ha hundido porque lo pilota la muerte. La última vez que fue visto entre la bruma del mar se convirtió en una maldición para quienes lo otearon.

 Se ha de evitar por todos los medios que así sea.  Se convoca a todos los habitantes del pueblo al Consistorio. Las mujeres, siguiendo la costumbre,  han traído quesos, rebanadas de pan y  jarras de agua y  vino. Los aldeanos debaten qué hacer con la prolongada tormenta, que constituye ya de por sí una desgracia, y las que anuncia el avistamiento del barco.

 El maldito y pertinaz viento de mueve las farolas de la fachada del Consistorio y las luces de la sala en donde se han reunido y aumentan, si cabe, la atmósfera de incertidumbre e inseguridad.

   

Se diría que ríe de quienes atemorizados buscan un remedio contra él.

 Como es habitual, el alcalde y el cura monopolizan el discurso debido al tradicional y reverencial temor de los aldeanos a expresarse ante la autoridad,  incrementado  en este caso por el temor de tan negro presagio.

 Por fin un viejo de carnes enjutas, porte digno y mirada inteligente, respetado desde hace años por la gente del lugar, incluidos los más jóvenes allí presentes, toma la palabra y nombra a la mujer que vino de Shetland.

 “Apenas hay trato con ella- dice a los asistentes- porque no va a misa y sus creencias chocan contra las nuestras. Considero que se trata de una situación injusta. Nuestro comportamiento es incorrecto. Nos beneficiamos de sus conocimientos, cuando nos interesa, de manera privada. Se ha hecho útil a mujeres y niños con sus recetas para los males de la piel, entre otros, que tanto padecemos y lavativas para diferentes dolores como los de barriga. Sin embargo, simulamos no conocerla cuando aparece en público. Todos sabemos dónde vive, en una de las últimas casas del pueblo cercanas a la playa, sola, amable, con su huerto, con sus hortensias, sus flores y su viejo gato. Algunos la consideran y califican - añade mientras trata de engullir uno de los trozos de queso que se han servido – como a una bruja. Pero yo respeto a las brujas. Y sé que una bruja puede, entre otras cosas, parar el viento”.

  Se hizo un prologado silencio. Ahora eran el cura y el alcalde quienes no se atrevían a hablar. Aquel silencio sirvió para que en la mente de los asistentes la credulidad se hiciera un hueco y se abriera un excitado debate que duró unas horas.

 “Es cierto, - terció uno de los asistentes - mi madre me relató que en una ocasión vio a una bruja levantar el viento golpeando las rocas con un trapo y luego calmar las inclemencias con un gesto semejante. “

 Tocaba el turno de respuesta a algún incrédulo, pero el temor de que el barco del Capitán Cork trajera de nuevo desgracias tales como las que en otras ocasiones había azotado a pueblos que habían narrado su visita y que costó la vida a tantos niños y vecinos en general, les hacía enmudecer con cada intervención. Por fin decidieron, a pesar de las protestas del cura, ir a hablar con la mujer de Shetland.

 No tardaron en levantarse de la mesa, tras coger cada uno sus cortas pertenencias. Un pequeño grupo de hombres considerados notables en la aldea, se dirigió calle abajo hasta la casa de la mujer en cuyas paredes pintadas de ocre y blanco trepaban rosas y jazmines.

 “Un nudo para que el viento no sople por el Sur, otro nudo para que el viento no sople por el Este, y otro para que no lo haga por el Oeste. Y en cuanto al viento del Norte que ahora nos maltrata, coged vuestras armas e ir a amenazarlo al acantilado; por donde sopla con más fuerza. No temáis, aunque os empuje y derribe, no tengáis miedo de sus rugidos ni desfallezcáis si en su furia os escupe a la cara y moja todos vuestros miembros. “

Retiró algunos objetos presentes en la mesa en la que se habían sentado y fue y volvió de la cocina con la infusión preparada.

 “Provocadlo para que resople con más fuerza hasta que se agote y se amanse. Entonces yo cantaré una canción y el viento, como un cordero, entrará en mi tinaja que taparé con corcho y sellaré con cera.”

 Al día siguiente, al atardecer, los aldeanos, hombres mujeres y niños adolescentes, se dirigieron a la playa y blandieron espadas y cuchillos contra el viento.  Durante todo el tiempo en que los aldeanos pelearon contra el mismo, a la luz de los relámpagos, se pudo ver la silueta de la mujer de Shetland, erguida,  los cabellos azotados por el viento, entonando su canción :

 “Espíritu del Norte

  que viajas con el viento y soplas furioso,

¿por qué ululas con rabia

 y enervas el mar espumoso?

 ¡Cálmate!

O lanzaré contra ti

caracolas

y conchas marinas.”

 Cuando llegó el alba, el viento que había ido amainando durante la noche, se había convertido ya en una suave brisa. Los campesinos miraban todavía incrédulos al cielo azul que se abría paso entre las nubes. Skat y Sadamelik titilaban en el horizonte, dispuestas a dar la bienvenida al radiante sol de primavera.  En la playa, la espuma del mar, abandonada del viento y siguiendo el flujo y el reflujo de las olas, borraba de la arena la huella de la descomunal batalla librada por los aldeanos contra el viento.

 El caminante pasó descalzo con su perro sobre la arena. Se paró un momento. ¡Cuánta calma! ¡Cuánta belleza!

 Miró al Este y le pareció ver sobre el acantilado a la mujer de Shetland sentada sobre una roca, en el mismo lugar en que había permanecido cantando toda la noche, mirando al mar. Luego, giró su mirada al oeste y vio la torre de la iglesia y las últimas casas de la aldea que llegan hasta la playa, bajo un cielo totalmente azul.  Silbó y al instante Acros que miraba curioso a un cangrejo que corría de lado, como si ensayara los pasos de un baile caribeño, acudió veloz a donde estaba su amo. El caminante cogió una caracola semienterrada y se la puso al oído. Allí estaba el viento. Pero apenas era un susurro.

 

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OTR

 (C) Del libro: Estampas rústicas.  Rafael Rodrigo Navarro 2011