ATAR LOS VIENTOS
Hace días que el mar bate con fuerza el acantilado haciendo
saltar la espuma de sus olas por encima de las primeras casas del pueblo.
Aunque está construido a una distancia prudencial de la rocosa línea que separa
la tierra del mar, en esta ocasión, el viento y las embestidas del océano hacen
llegar con fuerza el agua triturada hasta los prados circundantes.
Las grandes e irregulares losas de la plaza mayor donde está
ubicada la Iglesia, a causa del limo, resultan peligrosamente resbaladizas para
los viandantes que intentan cruzarla. Los muros de la Iglesia y de la Casa
Consistorial rezuman verdosa humedad.
Hace semanas que los aldeanos no ven el sol, mientras el viento
helado del norte arrastra oscuras y grises nubes hacia el interior del
territorio. Acaba de iniciarse el mes de marzo. Si el cielo estuviera despejado
verían salir el sol por el horizonte celeste que ocupa la constelación de Acuarios,
pero a causa de la tormenta no es más que un tímido destello de luz la cual
permanece mortecina durante todo el día. Todavía no han podido disfrutar del
estallido de la primavera. Los brotes de plantas y árboles permanecen cerrados
y sus diminutas hojas pujan por ver la luz. Se diría que el invierno no quiere
despedirse.
Hace semanas que el torrero no puede atravesar el estrecho brazo
de mar que separa su faro del pequeño muelle del pueblo, pues algunas olas
alcanzan los cuatro metros. De seguir así el oraje, pasará hambre.
Aunque el faro es, según dicen los viejos del lugar, una
atalaya inexpugnable que siempre ha sobrevivido a los más crueles embates
marinos, las embestidas del mar en aquel momento son de tal calibre que su
mujer que habita la casa familiar, está asustada. Hace sólo unos meses que dio a
luz al tercero de sus hijos y necesita la frecuente presencia de su marido. Las
comadres que han venido a hacerle compañía y proveerle en sus necesidades,
miran con ansiedad al agitado mar y buscan entre la espuma lejana de las olas
el destello del faro que envía su luz en rítmicas frecuencias de varios
segundos. Ningún barco se habrá
aventurado a navegar tras tantos días de impetuoso viento, sin embargo,
piensan, el torrero es fiel a sus obligaciones de encender el faro cada noche.
Aquella luz es una guía para navegantes y para los habitantes de la aldea un consuelo.
Impelidas a ejecutar un ritual mágico, encienden velas y vigilan sus tenues
llamas para que el faro no se apague.
El cura párroco ha convocado una novena a Santa Bárbara por
si todo aquello es obra del diablo y así poder conjurar la influencia del
maligno. Pero ni los cielos se han abierto, ni ha dejado de soplar el viento,
ni cesado el mar de estremecerse con sus sacudidas. Tras las nubes parece
haberse ocultado a la vista de los mortales no sólo el cielo sino toda su
cohorte angelical.
En la taberna, marineros curtidos en diferentes oficios no
hacen sino maldecir y quejarse de los padecimientos que sufren, junto al resto
de aldeanos, desde hace semanas. Ni siquiera pueden desarrollar los trabajos de
mantenimiento que requieren sus redes y embarcaciones. Si es imposible salir al
mar y difícil mantenerse erguido sobre el muelle, todavía lo es más permanecer
sobre la arena sin que te hiera el cuerpo y especialmente los ojos.
Las mujeres, encargadas de llevar cada día sobre sus cabezas
los cestos pescadores a los mercados cercanos, protegidas por los muros de la
lonja maldicen en agitada charla la inclemencia del tiempo que hace rodar, al
menor descuido, sus cestos vacíos. De repente, un estremecedor golpe de mar
llama su atención en la incipiente oscuridad de la noche. Huele a salitre y
madera mojada. Gritan al unísono. Los marinos salen apresuradamente de la
taberna y miran al mar.
¡Allí está! Sus velas
henchidas y la espuma del mar vadeando la cubierta. ¡Es el barco del capitán
Cork! ¡Lo han reconocido, empezando por los más viejos! El tamaño, la disposición de mástiles y
velas, el chirriar de sus cuerdas, el olor a salitre y brea… La noticia se extiende
en pocos minutos por toda la aldea, a la velocidad de las carreras de zagales y
el ladrido de los perros: ¡Ha vuelto el barco del capitán Cork! Con sus voces,
un escalofrío recorre la aldea. Todo el
mundo sabe que hace tiempo que al barco del capitán Cork perdió su tripulación
y vaga sin rumbo por los océanos. Todavía no se ha hundido porque lo pilota la
muerte. La última vez que fue visto entre la bruma del mar se convirtió en una
maldición para quienes lo otearon.
Se ha de evitar por todos los medios que así sea. Se convoca a todos los habitantes del pueblo
al Consistorio. Las mujeres, siguiendo la costumbre, han traído quesos, rebanadas de pan y jarras de agua y vino. Los aldeanos debaten qué hacer con la
prolongada tormenta, que constituye ya de por sí una desgracia, y las que anuncia
el avistamiento del barco.
El maldito y pertinaz viento de mueve las farolas de la
fachada del Consistorio y las luces de la sala en donde se han reunido y
aumentan, si cabe, la atmósfera de incertidumbre e inseguridad.
Se diría que ríe de quienes atemorizados buscan un remedio
contra él.
Como es habitual, el alcalde y el cura monopolizan el
discurso debido al tradicional y reverencial temor de los aldeanos a expresarse
ante la autoridad, incrementado en este caso por el temor de tan negro presagio.
Por fin un viejo de carnes enjutas, porte digno y mirada
inteligente, respetado desde hace años por la gente del lugar, incluidos los
más jóvenes allí presentes, toma la palabra y nombra a la mujer que vino de
Shetland.
“Apenas hay trato con ella- dice a los asistentes- porque no
va a misa y sus creencias chocan contra las nuestras. Considero que se trata de
una situación injusta. Nuestro comportamiento es incorrecto. Nos beneficiamos
de sus conocimientos, cuando nos interesa, de manera privada. Se ha hecho útil
a mujeres y niños con sus recetas para los males de la piel, entre otros, que
tanto padecemos y lavativas para diferentes dolores como los de barriga. Sin embargo,
simulamos no conocerla cuando aparece en público. Todos sabemos dónde vive, en una
de las últimas casas del pueblo cercanas a la playa, sola, amable, con su
huerto, con sus hortensias, sus flores y su viejo gato. Algunos la consideran y
califican - añade mientras trata de engullir uno de los trozos de queso que se
han servido – como a una bruja. Pero yo respeto a las brujas. Y sé que una
bruja puede, entre otras cosas, parar el viento”.
Se hizo un prologado
silencio. Ahora eran el cura y el alcalde quienes no se atrevían a hablar.
Aquel silencio sirvió para que en la mente de los asistentes la credulidad se
hiciera un hueco y se abriera un excitado debate que duró unas horas.
“Es cierto, - terció uno de los asistentes - mi madre me
relató que en una ocasión vio a una bruja levantar el viento golpeando las
rocas con un trapo y luego calmar las inclemencias con un gesto semejante. “
Tocaba el turno de respuesta a algún incrédulo, pero el
temor de que el barco del Capitán Cork trajera de nuevo desgracias tales como
las que en otras ocasiones había azotado a pueblos que habían narrado su visita
y que costó la vida a tantos niños y vecinos en general, les hacía enmudecer
con cada intervención. Por fin decidieron, a pesar de las protestas del cura,
ir a hablar con la mujer de Shetland.
No tardaron en levantarse de la mesa, tras coger cada uno
sus cortas pertenencias. Un pequeño grupo de hombres considerados notables en
la aldea, se dirigió calle abajo hasta la casa de la mujer en cuyas paredes
pintadas de ocre y blanco trepaban rosas y jazmines.
“Un nudo para que el viento no sople por el Sur, otro nudo
para que el viento no sople por el Este, y otro para que no lo haga por el
Oeste. Y en cuanto al viento del Norte que ahora nos maltrata, coged vuestras
armas e ir a amenazarlo al acantilado; por donde sopla con más fuerza. No temáis,
aunque os empuje y derribe, no tengáis miedo de sus rugidos ni desfallezcáis si
en su furia os escupe a la cara y moja todos vuestros miembros. “
Retiró algunos objetos presentes en la mesa en la que se
habían sentado y fue y volvió de la cocina con la infusión preparada.
“Provocadlo para que resople con más fuerza hasta que se
agote y se amanse. Entonces yo cantaré una canción y el viento, como un cordero,
entrará en mi tinaja que taparé con corcho y sellaré con cera.”
Al día siguiente, al atardecer, los aldeanos, hombres
mujeres y niños adolescentes, se dirigieron a la playa y blandieron espadas y
cuchillos contra el viento. Durante todo
el tiempo en que los aldeanos pelearon contra el mismo, a la luz de los
relámpagos, se pudo ver la silueta de la mujer de Shetland, erguida, los cabellos azotados por el viento, entonando
su canción :
“Espíritu del Norte
que viajas con el
viento y soplas furioso,
¿por qué ululas con rabia
y enervas el mar
espumoso?
¡Cálmate!
O lanzaré contra ti
caracolas
y conchas marinas.”
Cuando llegó el alba, el viento que había ido amainando
durante la noche, se había convertido ya en una suave brisa. Los campesinos
miraban todavía incrédulos al cielo azul que se abría paso entre las nubes.
Skat y Sadamelik titilaban en el horizonte, dispuestas a dar la bienvenida al
radiante sol de primavera. En la playa,
la espuma del mar, abandonada del viento y siguiendo el flujo y el reflujo de
las olas, borraba de la arena la huella de la descomunal batalla librada por
los aldeanos contra el viento.
El caminante pasó descalzo con su perro sobre la arena. Se
paró un momento. ¡Cuánta calma! ¡Cuánta belleza!
Miró al Este y le pareció ver sobre el acantilado a la mujer
de Shetland sentada sobre una roca, en el mismo lugar en que había permanecido
cantando toda la noche, mirando al mar. Luego, giró su mirada al oeste y vio la
torre de la iglesia y las últimas casas de la aldea que llegan hasta la playa,
bajo un cielo totalmente azul. Silbó y
al instante Acros que miraba curioso a un cangrejo que corría de lado, como si
ensayara los pasos de un baile caribeño, acudió veloz a donde estaba su amo. El
caminante cogió una caracola semienterrada y se la puso al oído. Allí estaba el
viento. Pero apenas era un susurro.
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OTR
(C) Del libro: Estampas rústicas. Rafael Rodrigo Navarro 2011