Tras varios días de caminar a través de las sombras del
calidoscópico silencio del bosque de hayas, los pensamientos del caminante
acabaron por retroceder a la infancia para recordar objetos y gentes. El tren de madera, amarillo, azul, verde,
colores de anilina que estaba prohibido chupar. La peonza girando
vertiginosamente por la destreza infantil en el manejo de la cuerda de algodón.
La pequeña tartana de hojalata con su caballito partido, sujeto por endebles
pestañas, que papá había traído de Alicante.
Sus pensamientos, como en duermevela, iban
libres de aquí para allá, recorriendo viejas estancias, repasando borrosos
acontecimientos familiares. Ora afloraba a su memoria el rancio olor de muebles
antiguos y gastadas cortinas, ora el trazo de cuadros que el mirarlos
difuminaba miedos infantiles, provocados por el
repentino e incomprensible mal genio de los adultos. Tras una imagen otra, volando del detalle más
o menos curioso a la luz envolvente de los recintos, hasta llegar por la
encalada escalera de altos peldaños de terrazo al desván de la casa familiar:
el estuche de madera xerografiado en el que dos niños arrodillados componían un
rompecabezas que según la información familiar había pertenecido al abuelo,
el teatrillo chinesco de cartón que
había traído la tía Inés de su viaje a París, el cochecito ya destartalado
sobre el que Rosa, la hermana mayor, y
él mismo habían sido paseados tantas veces por los jardines de la
ciudad. Las flores, las abejas, los surtidores de agua fresca...Todo en su
pensamiento afloraba suavemente haciendo que el tiempo pasase desapercibido; uno de los muchos recursos que tiene el ser humano para
evitar el tedio, si se recorren en
soledad las sendas de la vida.
Cuando dobló el camino, su inseparable Akros se paró un momento impactado por el nuevo paisaje, luego miró a su amo y al atisbar la placidez de su rostro extasiado con la vista del valle, se sentó sobre su patas traseras esperando acontecimientos. Apenas el caminante dirigió de nuevo su mirada al camino que deberían seguir, emprendió el can una rápida carrera. Durante largo rato corrió con esos movimientos irregulares alternados con paradas bruscas que denotan alegría en un can, introduciéndose por debajo de la empalizada que bordea el camino para llamar la atención de vacas y terneros que por allí mansamente pacían. Sabía Akros que no debía molestarlos, pero la necesidad de jugar le impulsaba a sobrepasar la valla una y otra vez y pararse a la oportuna distancia en que la res levanta la testuz amenazante, dispuesta a no tolerar que el intruso invada una pizca más su territorio. Alargando las patas delanteras, levantando el lomo y haciendo giros rápidos a izquierda y derecha, invitaba a los terneros a participar de su juego, pero aquel calmoso ganado o no entendía su lúdica provocación o simplemente ignoraba al intruso, de manera que acabó por salir definitivamente al camino y acompañar a su amo, oliendo flores y buscando rastros.
Se sumergió de nuevo el caminante en sus
lejanos pensamientos mientras observaba
distraídamente a su danzante compañero. Unos roncos y agitados ladridos en la
lejanía que reconoció propios de mastines, provenientes de la única casa que
destacaba sobre el ondulado paisaje, le
devolvieron a la belleza del momento,
mucho más allá de toda imaginación, con sus prados, sus bosques de verdes
abetos trepando por las laderas de las
montañas recortadas sobre un horizonte totalmente azul.
Algo semejante debió ocurrir a Akros, su
acompañante, pues dejó al
instante su cabizbajo y errante caminar olisqueando yerbas, para plantar las orejas
y mirar fijamente hacia el lugar de donde provenían los
ladridos. Can y amo pudieron escuchar
en la lejanía el acompasado ruido de los cencerros que contrastaba con la anarquía sonora de las
esquilas de algún rebaño de ovejas. Todavía se recrearon unos instantes, animal y humano, con la
quietud del paisaje y el sentir acogedor
de la brisa primaveral antes de dejar la
empalizada y adentrarse en un bosque que les hizo perder por un momento la vista
de las montañas, hasta llegar a una quebrada a cuyos pies divisaron
de nuevo el valle que serpenteaba
siguiendo el curso del río, flanqueado por
alamedas y sotos de frondosos arces.
No lejos del inicio del valle, antes de abrirse
generoso en amplia llanura, podía verse una aldea construida, se diría que
colgada, en una de las laderas. Las losas de los tejados de un color gris verdoso, obligaban a mirar
con detenimiento para poder distinguir las casas de la ladera de la montaña.
Pudieron ver también
allá abajo a los campesinos amontonando
el heno recién segado y oír el lento
traqueteo de las carretas movidas por
bueyes somnolientos, paradoja de un pasado en que no existía el
tiempo. Oyeron, como un canto, los mugidos de las vacas que al ocaso
llaman insistentemente a sus becerros que
quieren seguir jugando en los prados, mientras
ellas, comprensivas, apuran las
yerbas que más tarde rumiarán sentadas
sobre la tibia paja de los establos.
Resonaba en aquel momento por el valle el
estridente sonido de los bidones de la leche que las campesinas colocan al dintel de las
puertas para cuando, recogido el ganado,
se inicie el ordeño.
He aquí, se dijo el caminante, la concreta
realidad de unos seres humanos enraizados
a la tierra, formando uno con ella, sin
otra pretensión y sin otro anhelo que vivir con serenidad y buena
vecindad en aquellos valles de los que se
saca el sustento para sus animales que no es sino el suyo propio y el de sus
hijos. Seres humanos que forman parte del paisaje como lo forman las montañas,
las rocas, las águilas o los rebecos que
se asoman cada atardecer a los riscos
más salientes para otear el valle o quizás, quien sabe, para despedir el
día a su cabruna manera.
¿Por qué, si les ha sido dado un lugar así,
pensó el caminante, han de anhelar algo fuera de estos valles? ¿Qué paz puede
buscar el ser humano cuando dispone de ella en abundancia? ¿Qué hermosura
cuando se está inmerso en la belleza? ¿Qué más se puede desear cuando se ama la
vida con sencillez? Busca, se dijo, ciertamente quien no tiene. El que marchó lejos,
no importa el motivo, buscará
la quietud y anhelará el
regazo de la maternal aldea; pero los que permanecen, esos ¿cómo
van añorar lo que ya tienen? Quien se ha
ido quizás recuerde la convivencia amorosa de quien saluda
cada vez que te ve porque eres parte de su vida: pero para quien permanece en
estos valles, pensó, la sensación de estar vivos ha de ser constante. Conviven con sus vecinos y las
montañas circundantes en silencio y
quietud y dialogan con sus domésticos mientras
les proveen de grano y heno. Se conocen mutuamente y se hacen compañía.
Incluso las bestias como el rebeco que alerta
con su silbido, el jabalí al que se oye
gruñir en la espesura del bosque o el
águila ángel y terrícola a un
tiempo que escudriña desde lo alto, son
amistosos vecinos y colaboran para
avisarse de los peligros, para confortarse con los cambios de las estaciones,
para marcar juntos los ritmos del devenir o simplemente saludarse.
Saben todos ellos que no es sano que la ansiedad se junte con el deseo. Cuando nos lanzamos a utopías productoras que
consumen nuestras energías vanamente dejamos de enraizarnos, contrariamente a
los árboles, en una tierra en la que fuimos sembrados por el destino.
¿Por qué sino acaba el peregrino volviendo a sentarse bajo el árbol del que
partió a tierras lejanas? ¿Por qué
volvemos con la vejez a las peñas desde las que voló libre por primera
vez nuestro espíritu adolescente? ¿No
vuela el gavilán y chillando recorre todo el valle?
Como el ciervo que vive en el bosque y se
aventura cada día a comer la suave yerba de los prados cercanos al acecho de
lobos o el corzo asustadizo que se acerca a beber de
las turbulentas aguas del río, así la apacible y rutinaria vida de los aldeanos en contacto con la naturaleza no carece del riesgo; pero la ayuda y el
socorro mutuo son su seguridad y en caso de muerte su consuelo.
Quien
corre de aquí para allá quizás obtenga con rapidez unas ganancias que le sobrepasen o quizás amplíe su territorio tanto que ya no
le sea ni útil. En este caso nada sabe
de esa felicidad que habla en la soledad del bosque. Ni tampoco de la
satisfacción de quien no necesita poseer
la tierra para disfrutarla. Los aldeanos
creen que el
bosque está encantado. Hijos e hijas de quienes les
precedieron en el gesto adusto de arar la tierra, sembrar los surcos mojados y recoger
el grano, viven en paz consigo mismo. Son
hijos del amor.
Acros, sentado, miraba también el valle. Se
diría que tenía pensamientos semejantes a los de su amo pues de vez en cuando le miraba y a
continuación trataba de descubrir en la profundidad del horizonte aquello que el caminante iba narrando en sus
pensamientos. En nada parecía inquieto, pero bastó un pequeño gesto de su amo,
para saber que había estado observando cuidadosamente
por dónde continuaba
el zigzagueante camino que
les habría de llevar hasta la aldea pues dirigió hacia allí sus
pasos.
El caminante a pesar de saber que el tiempo
carece de importancia y que la impaciencia no hace sino cerrar los ojos a la
belleza de lo cotidiano aceleró su paso, quizás ante el inconsciente deseo de encontrar respuesta a tantas preguntas como se había hecho. Acros se dejó llevar,
una vez más, por su mente intuitiva que le indica
qué hacer a cada momento.
A pesar de haber sentido todavía frío en la
espesura umbría del bosque durante los últimos días de camino, saben que está
próximo el mes de abril. No en vano han contemplado cada noche la láctea vía que
indica
el camino recorrido hace siglos
por aquel grave apóstol que predicó el evangelio en los confines del mundo. Senda
celeste que con anterioridad había guiado a Hércules que tras vencer a Gerión, quiso
ocultar allí su cabeza. Albura que siendo bebé,
hizo derramar a la abundante Hera
hermana y a la vez esposa de Zeus, reina madre de los dioses. Estela que desde entonces no han dejado de
seguir sus émulos hasta dejar sobre la tierra una huella imborrable, reflejo de la que existe en el
cielo desde toda la eternidad.
Cuando llegan a
la aldea, Acros, atemorizado por el coro de ladridos que su
presencia desencadena en los aguerridos canes que han de guardar los rebaños de alimañas y lobos, no osa apartarse de los pies de su amo, hasta
el punto de tener éste que llamarle la atención una y otra vez y obligarle a alejarse para no tropezar.
Tras los primeros saludos a algunos viandantes,
el caminante, hace lo que hay que hacer:
ir a la plaza, exponerse a la mirada a veces esquiva, a veces inquisitiva o curiosa de los aldeanos y aprovechar
para refrescarse en la fuente. En esta
ocasión el agua brotaba desde uno de los muros de sillería de la Iglesia, lo
que no es frecuente, pero deja así diáfana
la plaza principal de la aldea. Encima de los caños por los que salía abundante agua, esculpida en una pieza de alabastro y desgastada por el
paso de los años, aparecía una ballena y
junto a ella el anciano Jonás, arrodillado, con los brazos extendidos mirando al cielo, deplorando su cobarde huida
a la lejana Tarsis donde según las escrituras
: “la plata y el estaño eran abundantes y el sentido de la moderación escaso”.
Próximo el verano, la fuente invita con su abundancia y su sonoro dejo a
sentarse en la plaza, cosa que los
aldeanos hacen al atardecer para conversar, cuando el sol
deja de molestar.
No pasa demasiado
tiempo sin que se acerquen algunos niños. Le preguntan sobre su procedencia,
las razones de su venida a aquel lugar. Inquieren sobre el tiempo de su
estancia. Le explican, respondiendo a las preguntas del caminante, cómo se baja hasta el río, por dónde se va al lavadero, quienes se encargan de dar cobijo a
los forasteros y qué personas presiden
aquel año el concejo que gobierna la aldea.
Pasan allí, amo y can, las horas de más calor a
la sombra de las moreras y también
del atrio de la iglesia. Al atardecer observan cómo jóvenes mujeres se acercan,
cántaro en la cadera, a la fuente en la que el anónimo escultor ha querido narrar que el agua, fuente de vida, se puede
convertir en implacable enemigo de quien se deja llevar por la molicie.
Llenos los cántaros se interesan por el forastero,
extrañadas de que haya recorrido tan largo camino hasta aquel remoto
lugar. El caminante muestra su deseo
de permanecer por un tiempo en aquel
lugar, lo que estimula más aún la curiosidad de las muchachas quienes dejan los
cántaros a la sombra y se disponen a escuchar sus andanzas por otras aldeas
y a atender con solicitud a quien desea conocer sus
costumbres. Conversan largo rato sobre la posibilidad de convivir con ellos
por un tiempo y conocer los ritos
de las cambiantes estaciones , las festividades y sus leyendas. Le preguntan sobre sus habilidades, pues si ha
de permanecer tiempo en la aladea, será
bienvenido, pero habrá de aportar a la comunidad su
sabiduría y su trabajo. Ellas se encargarán de comunicar al resto de los aldeanos sus intenciones.
Pasa así
el caminante los dos primeros meses en
la aldea, trabajando en los menesteres que se le encomiendan. Pero llega el verano. En el hemisferio boreal,
sobre la nebulosa, brillan resplandecientes
los tres luceros: Altaír de la constelación del Águila, Deneb del Cisne
y Vega de La lira. Al otro lado de la esfera Taurus se esconde cada mañana por el horizonte y avisa a la aurora para que el cazador Orión,
seguido de su perro Sirius, reciba al sol en su salida.
Hace tiempo que las nieves han retrocedido. Las vacas acompañadas de toros y novillos ya pueden iniciar su anual peregrinaje a las cimas de
las montañas donde los prados ofrecen yerba tierna y renovada. Allí parirán sus terneros sin apenas intervención humana.
Los ciclos y ritmos de la naturaleza son sagrados y cuando se les respeta
encuentran los aldeanos en ellos a un
colaborador que les libera de preocupaciones y les deja libres para otros
quehaceres. Así pues los habitantes de la aldea aceleran las últimas actividades relacionadas con el ganado que hasta entonces ha permanecido estabulado
y recupera la libertad. La cosecha está
próxima y deben dedicarse plenamente a la recolección del cereal
Como una partitura musical o un guion teatral, la
naturaleza marca un tempo. En breve han
de recoger los frutos sazonados de sus campos y
almacenarlos para los días del invierno Los campesinos disponen apenas de dos meses para recolectar primero la cebada,
luego el centeno, por último el trigo, antes de que los fértiles campos se
conviertan de nuevo en páramos yermos a causa de los siguientes hielos
invernales.
Pero antes de que esto último ocurra, ha de
transcurrir un largo verano en el que tendrá lugar la
recolección del cereal entre los ritos del
principio y del final de la siega; para contribuir así a que el cielo y la tierra
sigan en perpetuo devenir. Por ello, finalizada a su vez la recolección, de nuevo bajará el ganado desde
los altos prados donde habrán pasado los meses más calurosos del año protegidos por fieles mastines y
vigilados por pastores, hasta los prados
circundantes para rumiar de nuevo en los establos en las húmedas noches de otoño. La naturaleza, aya solícita,
cuidará del ganado durante el
verano y
celosa devolverá de nuevo el
ganado a la aldea con la condición de que los humanos no olviden que las bestias son un bien
compartido. Sabe que sin sus animales domésticos los aldeanos sufrirán de soledad. Necesitan
del bálsamo con que pasar
el duro invierno rodeados de nieve y
vientos helados.
Pero volvamos al inicio del verano. El sol,
ansioso por madrugar, alarga los días y
luce orgulloso su esplendor invitando
a segar los campos. Han finalizado ya los trabajos de la esquila y la mela y hace
días que ovejas y carneros pacen libremente en
los prados. Las últimas vacas y
yeguas, rezagadas con motivo de alguna
dolencia o simplemente a causa de la
vejez, abandonan definitivamente los establos.
Hay que enjaezar bueyes, guarnecer
mulos y preparar caballos para las veraniegas tareas del campo. Serán
los aldeanos a partir de ahora segadores y han de
llevar a cabo las arduas tareas
de su calendario agrícola: la siega, el acarreo, la trilla y la limpia que les ocuparán por completo durante los meses del verano. Así pues, despiertan de su letargo invernal a hocinos,
palvos de gavillar, atejeras, telerines, varisetos, bieldos y trillos que dejan
diseminados por las cuadras, ahora
vacías del ganado o apoyados en los dinteles de las puertas libres de baldes y lecheras, prestos a ser
utilizados.
Un día antes del inicio de la siega encienden
los habitantes de la aldea una gran hoguera
en la plaza y sacrifican un jabalí cazado
con este motivo en el bosque de abetos
que por su abundancia consideran sagrado,
ubicado en unas colinas que hay al
extremo del valle. Asada su dura carne
ha de servir de alimento a todos los allí presentes, sin distinción de rango o
edad. El caminante es invitado al banquete y Acros parece adivinar que también va a
participar pues se ha mostrado alegre y
confiado con los niños y niñas de la aldea durante todo el día.
Por la noche, sigue chisporroteando la leña
encendida y las pavesas cruzan la obscuridad
cual luminosas alevillas. El ambiente se llena de sombras y un penetrante olor a grasa quemada. El caminante no puede dejar de asociar aquella
estampa a los ritos de la lejana Grecia. Los exigía Ceres la diosa de los
arados, al principio de la siega, para que no decayera la fecundidad de campos y humanos; mientras dejaba al patrocinio de Dionisos los fastos propios del final de la cosecha con
sus bacanales y excesos en el vino y el amor, pero también
con su música, sus representaciones y su
culto a los muertos, todas ellos propios del otoño, cuando el ser humano busca de nuevo
el calor de los lares.
Los jóvenes con grasa han confeccionado teas
que ahora encienden en la hoguera comunal y llevan a las casas para renovar el fuego de
los hogares, como se renueva el cielo y la tierra cada solsticio.
Un anciano ,
manta apoyada en sus hombros, mira al caminante quien
observa extasiado las ondeantes luces de la plaza y se le acerca lentamente.
-¿Ya sabe ud. por qué sacrificamos este jabalí?
- No, realmente no, me imagino que estamos ante
una antigua costumbre, responde el caminante.
- Eah!
Se trata de que los jabalíes que viven en la espesura, oigan sus gritos. Puede
estar seguro que no se atreverán a horadar los campos ni a comer de las cosechas.
- ¡Cierto!, dijo el caminante. Pero también,
pienso yo, hay que agradecer a la Virgen
y al cielo la protección dada este año al cereal. ¿No es así?
- Así es,
respondió el anciano. Por eso compartimos todos la carne del cerdo salvaje que
le pertenece por el sacrificio y por la misma razón nadie debe faltar a la fiesta.
Los
humanos hemos de ser agradecidos y debemos compartir la vida y el
trabajo. La Virgen favorece a quienes
viven con amor y tienen compasión de sus semejantes. ¿Sabe ud?
-Así debe ser, respondió el caminante, mientras
volvía su mirada a la hoguera.
-Donde
hay discordia, continuó el anciano, habita el demonio, ¡ojalá este fuego
lo confunda y ahuyente!, pues la unión es ahora, en el tiempo de la siega y la
recolección, más necesaria que nunca.
Nada se desperdicia de este verraco, comentó, pues hasta los huesos serán triturados
y mezclados con la ceniza de la hoguera para ser arrojados a los campos en la próxima sementera.
-¿Se trata
así de asegurar la fertilidad de la tierra? Preguntó el caminante,
conocedor del simbolismo del cerdo antaño como encarnación del dios del cereal
y animal sagrado de Ceres.
-Así es, dijo el anciano, y la fertilidad de los animales. Quienes tienen reses también
recogen las cenizas para mezclarlas con
la cebada que les han de dar como
alimento.
Al escuchar las explicaciones del anciano, comprendió
el caminante que quien se ha alejado de la naturaleza se afana vanamente
en entender los ritos ancestrales.
A la madrugada siguiente, reparados los cuerpos
por el breve descanso, apenas empiezan a cantar los gallos, se produce una sonada algarabía iniciada
por las aves de corral y seguida por
humanos.
Mientras la aurora rasga el velo del firmamento aún estrellado y Helios asoma
reluciente, su hermana Selene se dirige al
lecho diurno. Ve el caminante cómo, por
el sendero de los olmos cercano al lavadero, baja una animada comitiva de hombres
y mujeres que se encargarán de cortar la
primera mies y llevarla a la aldea para
ser consagrada en el templo y dar gracias a quien desde toda la eternidad provee
a humanos y bestias de lo necesario. Con las primeras espigas recogidas se amasará
el pan, cuerpo de dios que fue primero carne y luego trigo. Han de estar de vuelta a la aldea antes que el sol alcance
su cénit y los rayos caigan perpendiculares sobre los
humanos, los montes y los ríos
Una vez llegan al campo elegido para iniciar la siega, se hace el silencio. Sobre el
horizonte destacan las verdes colinas. Los
segadores fijan su mirada en la mies que
se mece al son de una suave brisa. Un escalofrío recorre a los allí presentes, pertrechados con hoces,
dediles, cuerdas y guadañas. En aquellos
campos ha vivido durante el invierno y aún vive el espíritu del cereal que los hizo crecer y los anima. Van a cortarlos no por capricho sino por necesidad, por ello entonan una plegaria expresando su
pesar y pidiendo al dios que no les castigue ni les persiga en su ira vengativa.
Pero aun así, aplacado el dios por la oración y los cantos, ¿quién se atreverá a cortar las primeras
espigas que haga posible amasar el cuerpo de dios y celebrar la eucaristía? Saben que aquel que ose irritar
al dios del cereal corre el riesgo, entre otros males, de padecer la enfermedad y ver morir a sus seres queridos. Se necesita valor
para adentrarse cada año en los campos
granados y ser el primero en cortar los
trigos. Pero en la aldea no faltan jóvenes arrojados que son capaces de arriesgar su propio bienestar por el bien de toda la aldea.
Un mozo,
moreno, curtido por el sol y el aire, de unos veinte años, vestido con chaleco marrón y camisa
ligeramente azulada, deja cuidadosamente su gastado sombrero de paja sobre unas piedras,
se quita las zapatillas y entra en el
campo, lugar todavía sagrado, limpia de briznas su hoz restregándola en el pantalón de pana oscura y siguiendo el ejemplo de todos aquellos jóvenes
que años anteriores le precedieron en la
proeza de cortar los primeros trigos, se
adentra lentamente hasta llegar al
centro del campo y con un golpe seco desparrama algunas espigas por el suelo.
Desde los lindes del campo, ahora profanado por
la violencia ejercida sobre los últimos trigos, gritan: ¡Por allí huye! ¡Por
allá va el lobo! ¡Ya marcha el espíritu del grano! ¡Ya escapa la rabosa!
Nadie ha visto al lobo, ni al gallo, ni al espíritu
del grano, ni a la rabosa, pero aquellos
gritos rituales tienen como cometido
diluir el temor de los presentes. Tras los gritos, se hace el silencio de nuevo.
Una joven de grandes ojos negros y mirada firme,
cuyos largos cabellos color caoba permanecen recogidos bajo un pañuelo estampado se acerca reverencialmente al centro del campo
donde su prometido sigue cortando espigas. Tiene atado un manojo de cuerdas de
esparto a la cintura y mientras camina solemnemente los presentes entonan plegarias deseando
que el espíritu del cereal no haya padecido mal alguno en su precipitada huida
y que la Virgen les proteja en aquel lance. Cuando llega al lugar donde están las espigas caídas, se
inclina, las ata y forma con ellas unas gavillas.
Puesto que el espíritu del grano ha huido,
no tienen los segadores por el
momento nada que temer, pueden cortar y
gavillar esa misma mañana la mies
primera, necesaria para la comida sacramental. Ejecutan el trabajo con rapidez introduciendo aquellas primeras gavillas con cuidado en cestos de mimbre en los que serán llevados
hasta la aldea.
.
Finalizado el
rito de cortar los trigos los dos
jóvenes unidos con anterioridad por la pasión y ahora por el sacramento,
salen del campo con semblante alegre y
serio a un tiempo, conscientes de
la responsabilidad adquirida ante
la comunidad y de haber desafiado a una fuerza superior. Se desnudan y los
presentes les visten con un traje
confeccionado con hojas de arce para la ocasión del rito del inicio de la siega,
les coronan con espigas y les aclaman como reyes del cereal. Serán durante todo
el año los causantes de la fortuna de la aldea pero también del infortunio que
pudiera envolver a sus habitantes,
con peligro incluso de sus propias vidas.
El grupo asistente, testigo de la huida del espíritu
del campo tras el primer corte, convertido ahora en séquito, acompaña a los reyes
del cereal portadores de las gavillas
en su entrada triunfal en la aldea. Llevan los cestos con la mies cortada y
entonan cánticos de fúnebres cadencias
con los que piden perdón al espíritu del cereal por haberle importunado y haberle hecho huir a los
montes.
Les espera el párroco a la puerta del templo,
con alba, bonete y estola verde ribeteada de oro colgada sobre los hombros,
rodeado de una pléyade de inquietos
monaguillos con sotanas rojas y roquetes
blancos. Es aquel mismo atrio que sirvió
de cobijo al caminante durante las horas que siguieron a su llegada a la
aldea el que ahora acoge al ministro de la iglesia y a los miembros del concejo.
La comitiva atraviesa la plaza flanqueada por
los aldeanos y se detiene delante del cura y los electos ante la expectación del resto de
habitantes. El párroco tras unas leves inclinaciones ante los reyes
del cereal los asperja con un
ramillete de romero mojado en agua bendita y con voz grave y sonora lee: Dijo Jehová a Moisés: Habla a los hijos de
Israel y diles: Cuando hayáis entrado en la tierra que yo os daré y seguéis su
mies, traeréis al sacerdote una gavilla por primicia de los primeros frutos que mecerá
delante de Jehová, para que seáis aceptos.. No comeréis pan, ni grano tostado,
ni espiga fresca este mismo día, hasta que hayáis ofrecido la ofrenda a vuestro Dios; estatuto perpetuo es por
vuestras edades en dondequiera que habitéis. (Levítico 23:9-14)
Cerró el párroco con solemnidad el gastado
libro de las escrituras, unió la manos,
alargó los dedos índices con los que
tocó la boca y bajó la cabeza durante
unos minutos para que en silencio los presentes reflexionaran y dieran gracias
a Dios. Luego predicó que era aquel día uno de los tres del año que relucen más
que el sol junto con el Jueves Santo y
el día de la Ascensión de Jesús a los
cielos. Lo había establecido la Iglesia, dijo, para conmemorar la eucaristía,
ese misterio por el que el pan de las primeras espigas se convertía en el
cuerpo de Cristo para ser comido y beneficiarse de sus virtudes. Y añadió que como seguidores que habían sido
también de los judíos los primeros cristianos, tenían también el deber de
celebrar las tres fiestas de la siega: al iniciarse la cosecha de la cebada la Pascua,
al iniciarse la cosecha del trigo el Pentecostés o Shavuot y la fiesta de los Tabernáculos cuando finalizara
la recogida del cereal.
Tras esta breve alocución el cura párroco se hace
a un lado para dejar entrar al templo los reyes del cereal que van acompañados del grupo de segadores, tras ellos
el séquito concejil y cerrando el
cortejo él mismo acompañado de la caterva de monaguillos. Una vez dentro,
depositan la gavilla que llevan en sus manos sobre el altar y regresan a los
primeros bancos de madera de la iglesia
donde sentados con el resto de asistentes escuchan un Te
Deum y rezan las letanías a la Virgen
María, dando así por finalizado el rito católico.
Pero tienen los aldeanos, al margen de este
rito cristiano, la costumbre antigua de hacer dos figuras, un hombre y una
mujer de grandes dimensiones confeccionadas con el trigo gavillado que cuecen en el horno comunal.
Al atardecer son las figuras de pan transportadas en un anda por personas adultas mientras caminan delante jóvenes vestidos con sus mejores ropas y vestidas de blanco las novias de aquel año
coronadas de espigas. El resto de asistentes visten también ropas nuevas y las calles que han sido previamente engalanadas,
lucen limpias exhibiendo su pulcritud.
Los hombres y mujeres núbiles que han
acompañado en esta ocasión a las figuras de trigo cocido y destinado a ser comidos por los todos los habitantes de
la aldea, podrán tras su ingestión comprometerse
con miras al casamiento y así procurarse descendencia, lo que ocurrirá en
la siguiente primavera.
Ha querido el cura párroco no quedarse al
margen de esta costumbre, para él pagana pero
que no ha podido erradicar y desde hace años porta tras las andas que soportan los muñecos de pan
de trigo, una reluciente custodia que hace llevar bajo palio con el verdadero
cuerpo de Nuestro Señor, destinado
también a ser consumido, en este caso por los creyentes, como un sacramento.
Del mismo modo que la mujer parte el grano y lo tritura con el molino antes de hacer con él el pan,
así aquellas dos figuras humanas de trigo deberán ser partidas en innumerables trozos
para ser comidos por todos los habitantes de la aldea. Incluso los bebés deberán comer de estos panes en forma de cuerpo humano que sus
madres se encargan de masticar con devoción y tras pasarlos por su cuello, pecho y vientre, haciendo tres cruces, darlos como alimento. Tal es la creencia y tal el respeto debido a este primer trigo cosechado, primicia del que ha crecido en el
campo durante todo un largo año. Misterio de la transustanciación que hunde sus raíces en los tiempos más remotos de
la historia de la humanidad. Por eso deben los aldeanos mantenerse hasta el
momento de la ingestión del dios en
estricto ayuno, para evitar que otros alimentos ingeridos con anterioridad se mezclen con el trigo nuevo.
No prueban bocado desde la salida del sol hasta
el ocaso, cuando tras la procesión tenga
lugar el reparto del dios en su doble forma de hombre-mujer. Ha visto el caminante cómo, en su celo, esconden
las madres los alimentos e incluso el
agua a recaudo de las debilidades de los niños. También ha observado cómo hay
adultos que se purgan, temerosos de haber
incumplido el tabú por uno u otro motivo
y ser por ello merecedores de un posible castigo, práctica
que aplican algunas madres a sus propios
hijos, temerosas de la desgracia que pudiera caer sobre ellas en el caso de hubieran ingerido algún alimento
a sus espaldas.
Si el día anterior han comido los aldeanos en el banquete
comunitario la carne de un verraco,
consagrado a Ceres desde tiempos inmemoriales para que les transmita su fuerza, el día del primer corte del cereal será
también el día del Corpus Christi o día de acción de gracias. El alimento del
nuevo banquete ha de ser el cereal para que en cuanto cuerpo de dios nos transmita su bondad, tan necesaria para una sana
convivencia.
Creen los aldeanos que ningún hombre debe entrar y ni siquiera acercarse a los recintos en donde se tritura y amasa el pan con el que se elaboran las figuras humanas por ser tarea reservada a las mujeres. Quien rompa este tabú se volverá holgazán e incompetente en el trabajo, lo que provocará a su vez el rechazo de las mujeres de la aldea.
Recuerda el caminante , a más del rito debido a Ceres
y a la Iglesia Católica, que también los romanos llamaban a estos panes
primeros mania o madre del espíritu y les daban forma humana o de animal antes de ser comidos; y en el caso de los
niños su ingestión iba acompañada de un huevo para que crecieran ágiles y sanos. Algunas de aquellas figuras humanas de
trigo una vez endurecidas por repetidos
cocimientos, era usadas como talismanes
protectores y colocadas en las puertas de las casas para
conseguir que los espíritus se confundieran y ocuparan un cuerpo del que no
pudieran desprenderse, dejando así en paz a quienes las habitaban.
Tras la ingestión del dios o comida
eucarística y los fastos que le acompañaron la aldea quedó sumida en un sonoro silencio de grillos y croar de ranas a la luz de una púdica luna que apenas se
dejaba ver entre las nubes.
Al día siguiente, todavía en el lecho, apenas apareció
la aurora, el caminante oye el trepidar
de hoces y guadañas, las risas provocadoras de algunas mujeres, los retos de las cuadrillas y
los primero cantos que llaman a la siega.
Echale
hierro al carro,
échale
hierro,
échale
volanderas
de fino
acero.
A partir de entonces, cada día, bajan los
aldeanos a los campos, a segar, no en
tropelía sino ordenadamente con la alegre gravedad que les caracteriza,
cantando animadamente, sabedores de que
a las gentes del lugar les gusta oír sus cantos en la madrugada.
Voy a la
siega, madre,
voy a la
siega,
a ganar
el pan
pa mi morena
Si durante los últimos atardeceres, anteriores
al inicio de la siega, el caminante
había oído los ritmos entrecortados de algunas canciones de boca de quienes
acarreaban enseres de aquí para allá, ahora tiene la ocasión de escucharlas en la
totalidad de sus variados ritmos y tonadillas dispares, mientras van o están en los campos.
Al día siguiente, el segundo de la siega, el
caminante, decidido a conocer de cerca el
trabajo de las cuadrillas, se levanta temprano y apenas oye los primeros ruidos sale de casa y acude a donde se
concentran hombres y mujeres para formar
las cuadrillas e ir juntos a la siega. El alba empieza a rosar el horizonte y una débil niebla cubre los campos. Las mujeres cubren sus hombros con tocas de lana y los
segadores visten chalecos de colores. Llevan con ellos sus pertrechos: abarcas,
hoces, cuerdas y dediles. Apenas dejan las últimas casas entonan los primeros cantos que se escucharán durante
toda la siega en los caminos y en los campos como un eco. Son cantos de segadores, recogidos de los mayores, como una tradición que habla de amores, alegrías, desengaños,
lluvia, truenos, granizos y santos protectores.
Un día de
gran calor
me he asomado a la ventana;
he visto a los segadores
segando
trigo y cebada.
El caminante hechizado por la
magia de los frescos amaneceres y por la cegadora luz de los dorados campos, no puede
evitar estremecerse con cada copla. Cantadas por graves y al mismo tiempo
ligeras voces de hombres a quienes replican finas y entrañables voces femeninas, parecen
volar con la brisa y mover las espigas. Y entre canto y canto el risrás
de las hoces rompiendo las cañas del trigo. En la lejanía se
oyen a su vez las voces de los zagales y los rebuznos de los pollinos que
anuncian con su presencia la llegada del
agua.
Alpargatas
de esparto
y faja campera,
así será
el mozo
a quien
yo quiera.
Cantando
y silbando
sus
tonadillas,
cortará
los trigos
para mi
niña.
En la
lejanía alguien responde.
Estaba
cortando un pino
en el
pinar del amor;
del
tronco saltó una astilla
que me
dio en el corazón.
Más tarde, otra voz femenina:
Blanca era yo
cuando
entré en la siega;
diome
mucho el sol,
ahora
soy morena.
Se oyen también pareados y refranes:
“Segador,
baja la mano; que la mies no es sólo grano”, en
alusión a la necesidad de cosechar correctamente la paja.
Y de
nuevo cantos, risas y silencios hasta la pausa del mediodía a la sombra de los olmos.
Se abren las fiambreras y reflejan su luz las
navajas cuando se cortan los panes amasados con harina vieja, resto de cosechas
pasadas. El botijo, conservado en la
parte más umbría de la olmeda, rezuma gotas de agua fresca y
pasa por encima de las cabezas de los segadores
Arriba,
segadores,
arriba,
arriba,
que
arriba está la fuente
del agua
fría.
Tras la comida, la siesta y un silencio de voces masculinas. Las mujeres preparan
infusiones en animada cháchara, bajando
la voz y comentando los últimos
acontecimientos de la aldea.
Ha transcurrido una hora más o menos desde que
se detuvo el trabajo, los mozos se han ido despertando. Se mojan manos y cara,
arreglan sus fajas, sujetan los pantalones y cogen
de nuevo sus enseres. Las mujeres se arremangan y
desabrochan sus camisas preparándose así para la faena de gavillar. Juntos se dirigen de nuevo al campo donde la recogida de mies quedó interrumpida.
Cásate
mujer honrada
Que te
se pasa el centeno,
Que
tienes una cañada
Que de
balde te la siego.
Se oyen algunas risas entre segadores,
mientras una joven de tez morena, mirada
alegre, falda azul campesina que apila algunas espigas para hacer un hatillo,
replica con picardía:
¡Vente conmigo buen mozo,
a beber
de la tinaja
que
desde que te vi
tengo
guardada en mi casa!
El caminante
piensa en la ocasión de ser testigo
de cómo el trabajo puede convertirse en arte y cómo se puede transformar la
adversidad en diversión.
El sol
ha empezado a declinar. Sus rayos
antes abrasadores se suavizan y dan un respiro. La brisa aprovecha para acariciar el rostro de los segadores y secarles el sudor. Es
el momento de entonar canciones
conocidas, que se cantan a coro,
mientras se trabaja.
No hay
pájaro sin su pico
ni
jardín que no eche flores,
ni
cantares que no vayan
guiados
por los amores.
Y todo el coro al unísono:
¡Éstas
sí que son señas de labradores!
Cuando acaba el día y el sol se esconde definitivamente por el
horizonte dejando un reguero de tonos rojizos y morados a su paso, hombres y mujeres toman de nuevo el camino que les ha de llevar a la aldea y antes de dispersarse
por las calles que han empezado a iluminarse con las vacilantes luces de las farolas, se oyen las
últimas canciones.
Han apurado la luz del día y agotado las
fuerzas de sus brazos, pero saben que se reconfortarán en la intimidad de sus
hogares. La gente mayor que no realiza ya tareas en el campo pero que colaborada
solícita en las tareas de la casa, han preparado las viandas, el agua fresca y
el vino para cuando lleguen los segadores.
A algunos jóvenes, trabajadores todo el día en
la siega, aún les queda tiempo de penumbra tras la cena para no ir a dormir sin
el deseado beso de enamorados. Otros no parece
que tengan prisa por volver a sus casas y se entretiene en la taberna de la plaza. Uno,
animado con alguna copa de más, vocifera:
Cuando
vengo de segar
asómate
a la ventana,
que al
segador no le importa
que le iluminen
la cara.
Otro, compañero de fatigas, ríe exagerando el gesto y haciendo aspavientos pues sabe a quién va dirigida la
copla, añade:
A todos
les da claveles
la
morena de la plaza,
para
todos, los claveles,
para mí
, las calabazas.
Un anciano que
entra en la plaza con su gayata y paso vacilante se detiene al ver a los mozos en aquel estado, les brinda una amplia sonrisa y espeta:
“Cantad, cantad que los ahorros de corcheas
descabalan el granero”.
Animados por la aquiescencia del anciano ríen y cantan:
Suspiros
salir, salir
y
traspasar las paredes
y mirar
si está durmiendo
la reina
de las mujeres.
De todo lo narrado ha sido testigo el caminante
quien ha escoltado a los segadores
durante la jornada. Cuando
llega a casa y abre la puerta le recibe Akros con el mejor de los
saludos que es capaz un can. Sus saltos llegan
casi a la cara. Su alegría infinita. No sabemos si ha medido o no el tiempo de su ausencia o si se ha sentido abandonado en algún momento, pero su regocijo es inmenso y un rosario de ladridos expresan a la vez diferentes sentimientos. El caminante trata de tranquilizarlo con las
palabras cariñosas de siempre pero su
inquietud no parece tener fin. Decide pues dar una vuelta por los alrededores ahora oscuros de la aldea para
que el can se tranquilice. Tras el paseo el caminante busca la comodidad del sofá
apostado en el salón mientras Akros se acomoda en su esterilla. Su mente repasa
los acontecimientos del día: el esfuerzo de los campesinos, el trabajo bien
hecho, los juegos, las pegadizas y agradables tonadillas.
Se levanta, se dirige a la librería y tras
buscar pausadamente algún libro sobre antiguas creencias toma el que le parece
adecuado y abriéndolo por una de sus
páginas lee:
“Oh Ceres,
esposa de Júpiter, diosa de los
sembrados a quien Plutón, rey del inframundo, arrebató a tu amada hija
Proserpina y la llevó consigo a las profundidades del Hades. Sé propicia a
quienes viven con sencillez y puesto que
pasan sus días sin alterar los ciclos de
la vida que te son tan queridos, no te enojes nunca con ellos ni en tu ira
desbastes sus campos granados. ¡Que el taimado Plutón te devuelva pronto a tu
hija y se mantenga ocupado en las profundidades!
No permitas que el abrasador carro de Helios con sus corceles Flegonte el
ardiente, Aetón el resplandeciente
y Pirois el que echa fuego por sus
fauces, se desvíe del camino diario y bajando más de lo que es prudente agoste sus
cosechas. Amén”
Piensa el caminante
que aquella plegaria leída al azar, no es sino una de las
muchas que sin duda han elevado a sus dioses,
durante siglos y siglos, aquellos
devotos campesinos trémulos de que sus cosechas no lleguen a buen término, quemadas por los rigores del verano ,
arrastradas por las turbulenta aguas o destrozadas
por las tormentas.
Y se
pregunta de nuevo sobre el secreto de esa fuerza de ánimo que parece acompañarles a
lo largo de la vida. Es su espíritu dispuesto a compartir, se dice, presente en
las fiestas, en las comidas
sacramentales, en la gestión de sus
bienes, los prados y los montes, y en el trabajo del campo. Cuando se comparte,
ciertamente no hay lugar para el abatimiento pues el ánimo del afligido es levantado por quienes no sólo le rodean sino realmente viven con él.
La aldea, concluyó, también tiene un alma.
Ha llegado el mes
de agosto. Cada noche Zeus, trasformado en lluvia de oro, busca a Dánae en el
firmamento estrellado. La constelación de Perseo se ha elevado sobre el
horizonte y es ahora claramente visible. Cefeo, casi en el
centro de la bóveda celeste, padre de Andrómeda , nos recuerda que fue
condenada , a causa de su madre Casiopea quien se jactó de ser más bella que
las Nereidas, a ser devorada por Cetus, monstruo marino que surge cada atardecer estival por el horizonte, pero a quien Perseo mata entrada la noche. Constelaciones todas ellas fijadas por Zeus en aquel lugar del firmamento para que los seres humanos sepamos que el
amor verdadero transmuta en valentía. Es
por ello que el padre de los dioses hace caer cada noche de verano sobre la constelación de Perseo una lluvia de estrellas.
El cura párroco no está
de
acuerdo con estas explicaciones que
califica de paganas y dice que las fugaces perseidas no son sino
las lágrimas de San Lorenzo, ese
otro amante en este caso de la Iglesia, cuya valiente
defensa ante el emperador Valeriano que quiso disponer de sus bienes, le costó
la vida, quemado en una parrilla.
Lo cierto es que agosto luce una cúpula celeste
esplendorosa, plagada de estrellas, y que los trabajos de la siega están llegando a
su fin por lo que los aldeanos preparan los utensilios para la nueva tarea que se hará urgente a partir de este momento: la
trilla. Es su deseo tener almacenado el grano antes de que empiecen las lluvias
del final del verano.
Pero las tareas
de la siega deben acabar como empezaron, con un rito, una plegaria que en la medida de lo posible, restituya a la naturaleza
aquello que ha sido alterado por la necesidad.
No se olvidan los
aldeanos del espíritu del cereal, dios
del grano, quien posiblemente
haya vuelto cada noche a los campos que todavía
no han sido segados pero de los que día tras día ha tenido
que huir ante la acometida de los segadores. Es seguro que permanece agazapado en la poca mies que todavía queda en
pie.
Amanece un día más
y como siempre hombres y mujeres bajan hasta los campos, pero ya sólo quedan unas cuantos
trigos con sus doradas espigas por cortar.
Se concentran todas las cuadrillas para ser testigos de
cómo caen a tierra las últimas espigas. Los campesinos
han cambiado las hoces y dediles
por cencerros, zambombas, panderos, objetos de metal y sonoras botellas.
Todo el mundo se hace la misma pregunta del inicio
de la siega: ¿Quién será ahora el valiente que se atreva a cortar las últimas espigas?
¿Quién la mujer que haga con ellas la última gavilla? Cuando corten los últimos
trigos, ¿Dónde irá el dios del grano? ¿Dónde
habitará? ¿Acaso no lanzará su ira contra quien tenga la osadía de expulsarle definitivamente de
la última mies a la que él infundió la vida? ¿No dirigirá en su enfado contra
la aldea y traerá la enfermedad y la desgracia a todos sus habitantes?
Pero están entre ellos los reyes del cereal,
vestidos de nuevo con hojas de arce como se vistieron para los ritos el inicio
de la siega. Son los únicos pertrechados
con la hoz y el dedil para la ocasión, con
esa mezcla trascendente de temor y
alegría que les acompañan. Ser reyes del cereal comporta
obligaciones arriesgadas e ineludibles.
Con pasos lentos y solemnes como cuando entraron por primera vez en los campos entonces llenos a rebosar de trigo, caminan el rey y la reina del cereal, pisan los surcos ahora resecos haciendo crujir los tallos todavía erguidos, hasta
llegar al final del campo donde mecidas
por la brisa de la mañana permanecen las últimas espigas. El rey del
cereal coloca el dedil en
su mano izquierda y tras contemplarlas
durante unos momentos, da un golpe seco
al aire avisando al dios de sus
intenciones. Tras una breve pausa da un segundo golpe, esta vez certero,
cortando un buen número de las espigas más cercanas. Prosigue afanosamente
hasta llegar a los últimos trigos tratando de evitar que el espíritu del grano se vuelva contra él. Al caer a tierra las últimas espigas, todos
los presentes irrumpen golpeando los panderos,
haciendo vibrar las zambombas y girando las matracas. Arman así un gran estrépito al
tiempo que gritan con todas sus fuerzas
para que el dios del cereal huya como
mínimo hasta a las montañas, convencidos de que el dios del
grano ha de resistirse a hacerlo. Y puesto que vagará durante un tiempo por las montañas
de nuevo elevan una plegaria en la que le explican sus intenciones de volver a sembrar el trigo, la avena y el centeno en cuanto lleguen las lluvias
otoñales, pidiéndole que tenga paciencia, que han cortado el cereal por necesidad
y que pronto podrá volver a los verdes campos que fueron
su morada y en los que ellos , los campesinos,
agradecen su presencia. También le ruegan que en su errar por prados y montañas no dañe al ganado que pace todavía libre, que
ellos sabrán agradecerselo.
La
muchacha de ojos negros y pelo caoba, la
reina del cereal vestida igualmente con hojas de
arce, permanece junto a su prometido rodeada de espigas que ata en gavillas con un vencejo de color rojo que
han bordado sus amigas para la ocasión. Levanta ufana y decidida la última gavilla al cielo mientras
los presentes prorrumpen en gritos: ¡Ya
ha cogido a la rabosa! ¡Ya ha cogido a la rabosa!
Echan los segadores sus sombreros al aire y se abrazan las mujeres
dando saltos de alegría. Los presentes cambian sus instrumentos de hacer
ruido por cascabeles, chiflos y tarreñas
y acompañando a los músicos que tocan dulzainas y rabeles, todos ellos instrumentos
de fiesta, emprenden el camino de
regreso a la aldea.
Recuerda el caminante, en algunos de los
lugares visitados, haber oído decires sobre
la rabosa cuando se ha finalizado una dura faena o se da por acabado
un asunto farragoso. ¡Por fin han cogido a la rabosa! Y comprende que al espíritu del cereal se le ha relacionado
desde siempre con alguno de los animales que los campesinos ven entrar o salir
de los sembrados.
Organizada la comparsa, se dirigen cantando y bailando a
la aldea a cuya entrada han colocado una
carreta profusamente adornada con telas
y serpentinas de colores, tirada por una
pareja de enormes bueyes, quizás los más grandes de la aldea,
enjaezados primorosamente para la ocasión.
La carreta convertida en carroza sirve de trono
a los reyes del cereal quienes sentados sobre los últimos trigos
cosechados, se dirigen por las calles de la aldea hasta la iglesia. La reina del cereal lleva entres sus manos a la “rabosa” que enseña sonriente a quienes
entre vítores flanquean su paso.
Reina la alegría pues, aunque no se han
acabado las tareas de la recolección, sí ha finalizado la primera de ellas, quizás la más
dura, la siega. Hombres y mujeres han
soportado el abrasador sol de julio, apenas protegidos con pañuelos y sombreros de paja, siempre
atentos al agua fresca para evitar el
temido golpe de calor.
Al paso de la carreta alguien entona una saeta con
su peculiar tanadilla que es inmediatamente aplaudida por la gente:
Diz que
parió tu carro
junto a
la era;
ya lo
sabe tu novia,
la
zalamera.
Durante el itinerario se añaden a la comitiva de segadores quienes no
han bajado hasta los campos ni han formado
parte de la charanga, pero quieren participar
en los ritos y ceremonias que tendrán
lugar a partir de este momento.
Un corro de chiquillos de diversas edades rodea la
carreta que avanza lentamente. La
siguen con admiración, contagiados por la
alegría reinante y observan, con cierto temor reverencial, a los reyes del cereal encumbrados sobre un trono de paja a los que arrojan serpentinas de colores. Se
les antoja que arrastran la carroza unos bueyes poderosísimos, casi míticos. Los más mayores pasan su mano por la yunta buscando que les sea transmitida fuerza y poder.
Llegado el cortejo al atrio de la iglesia, es
recibido por el cura párroco como ya hiciera al inicio de la siega. Los reyes
del cereal portan en este caso
la “rabosa” en lugar de las primeras espigas. Tras unas palabras de bienvenida en
las que agradece al Todopoderoso los
bienes recibidos y pide para la aldea todo tipo de venturas, hace
girar solemnemente su blanca capa pluvial elegida por su color como signo de
alegría para la ocasión y entra en el templo seguido
también en esta ocasión de las mujeres y hombres del concejo para cantar la misa de acción de gracias.
Antes de la misa, depositan los reyes del cereal “la rabosa” en
altar de Santa Ana, madre de la Virgen María, pues son las madres quienes
molerán el trigo y cocerán el pan para su familia durante todo el año. Tras el ofertorio de la última gavilla, sale la
gente de nuevo al atrio del templo pero en lugar de dispersarse se dirigen
todos juntos hasta una de las eras, elegida entre
las que serán escenario a partir
de este día de la tarea de la trilla y posteriormente
la criba del grano.
Allí sobre la parva depositada, presta para ser
triturada, han colocado los trillos con sus cortantes piedras de pedernal incrustadas
con arte y sabiduría en
un pesado madero para que no
caigan cuando sea arrastrado
una y otra vez por la superficie empedrada. También han sido depositados sobre
la era los lenzuelos que servirán para cubrir el grano en caso de lluvia y transportar
la paja o el grano una vez hayan sido separados por la acción de los
trillos. Están también allí presentes las horcas y bieldos para aventar, las palas
con las que se torna la parva, los rastrillos que servirán para trasladarla al
lugar idóneo donde debe ser aventada y finalmente las cribas que se usarán para tamizar y limpiar el grano antes de meterlo en las
sacas.
Bajan los reyes del cereal de la carreta ceremonial
mientras algunos segadores del séquito que les han acompañado suben a la misma y usando horcas y bieldos echan sobre la era las últimas gavillas recolectadas. Mujeres vestidas para la ocasión con faldas
verdes ribeteadas de negro, aflojan los vencejos
y la última mies queda desparramada sobre la parva previamente deposita en la era.
El cura párroco, dispuesto siempre a bendecir lo que se le ponga por delante, asperja
las herramientas así como al cereal tendido sobre la era e incluso a los mulos
allí presentes que tirarán de los
trillos. Finalizada la ceremonia, el carro con sus adornos quedará junto a la era hasta el final de la trilla, como testimonio de
cuanto acontece a lo largo del verano.
Cuando
comienza a escasear la luz en la era, quienes se han charlado animosamente se retiran a sus casas para descansar. Todos
tienen presente que han de madrugar pues retozar sobre las suaves sábanas de
algodón no es propio del verano. Ya
llegará el invierno, cuando el frio invada la aldea y no sea necesario aprovechar ya toda la luz del día para el trabajo ni
exista el temor a que se malogre el cereal cosechado. De momento hay que
seguir soportando el sobresalto de quienes golpean las puertas cada mañana llamando al trabajo. Aún han de contemplar campesinos y campesinas subidos en los trillos cómo la constelación de León recibe al sol naciente
y cómo al otro lado del firmamento el Boyero hace girar la esfera celeste.
Observa el caminante que para la tarea de la
trilla está presente mayores, jóvenes y niños, es decir, casi toda la aldea. Las madres
jóvenes algunas cuyos bebés tienen
apenas meses y los adolescentes
que acudieron a los campos de
trigo para llevar el agua y las viandas a los segadores, pero a los que no se
les permitió segar, ahora protegidos con
pañuelos y sombreros de paja, se
aprestan a realizar las tareas que les son encomendadas. Se improvisan cunas sobre rudos celemines y medias fanegas,
recipientes que han de servir para medir
el grano. Quedan al cuidado de los bebés
las mujeres más ancianas, bajo la
acogedora sombra de los olmos a una distancia prudencial para que no les llegue
el polvo, mientras las jóvenes se aprestan a subir también a los trillos.
La primera tarea consiste en soltar los
vencejos con los que se ataron las gavillas e igualar la parva sobre el suelo de la era, mientras
esto hacen mujeres y niños los hombres se dirigen a las cuadras
a sacar las caballerías. Les colocan
las colleras rellenas de paja para evitar que los machos se dañen cuando tiren del trillo con su pesada carga de
humanos y piedras con las que se aumenta
el peso. Llegadas las caballerías a la era, una vez igualada
la parva, se les permite que pisen la mies durante un rato y hagan caer de la espiga los primeros granos. Luego les
atan cuidosamente los trillos
y a una voz mujeres, hombres y niños suben a ellos.
Restallan los zurriagos y los machos inquietos se ponen en marcha mientras se
escucha el continuo repiqueteo de las campanillas colgadas de los terrollos. Se
produce una excitación general y hombres, mujeres y niños sujetan sus sombreros de que marcan los trillos,
mientras los niños se divierten intentando ponerse y mantenerse de pie.
No cabe duda, reflexiona de nuevo el caminante a la vista del espectáculo, que
el trabajo y el divertimento van parejos y que es el carácter alegre de aquella
gente síntoma de un espíritu libre y
resistente ante la adversidad.
Con el movimiento de animales y trillos se levanta poco a poco
una nube de polvo cada vez más espesa y
los allí presentes protegen sus cabezas con sombreros y sus bocas y narices con pañuelos. Por ello necesitan parar de vez en cuando, para refrescar las
gargantas.Alguien tras empinar el botijo,
tomar un buen trago de agua fresca y secarse la boca con la polvorienta manga de la camisa canta:
Mira,
Qué
salada va,
qué
salada va;
subida en
el trillo,
cuántas
vueltas da.
La aludida mira y brinda una amplia sonrisa al
que canta, sacude las amarras, lanza al aire un sonoro “arre lucero” y mulo y
trillo se alejan con un repiqueteo de campanillas.
El sol construye su reloj con la sombra de los árboles y
suenan en la torre de la iglesia las campanas anunciando
el ángelus. Sabedores de las rutinas, los
machos frenan su carrera y extienden las
orejas presto a oír las voces de quienes
les cabalgan. Saltan los niños desde los trillos y corren cada uno hacia su casa. Las mujeres que finalizada la segunda torna habían dejado la era para ir preparar la
comida, esperan junto a los fogones a que acudan sus hijos y maridos. Pero los hombres todavía tardarán en llegar a casa, pues han de
devolver las caballerías a las cuadras, darles de beber, echarles la
cebada y cubrirles la grupa con una
manta para que no se enfríen mientras dura la parada.
Tras la comida viene la reparadora siesta, pero
la trilla nunca para pues como señala el dicho: “el sol toma el relevo”. Así
pues mientras humanos y animales reparan
sus fuerzas y se protegen de la tiranía
del sol de agosto, éste desde su cénit en un alarde de poder va resquebrajando el cereal que ha quedado solitario, extendido sobre la era. Pero aunque el ardiente sol colabore, la
parada no puede prologarse y hay que seguir aprovechando la luz del día. Por la
tarde es necesario tornar la parva y pasar los trillos una vez más. Incluso cuando el
astro rey, fatigado, declina y
busca el ocaso, ocurre que una suave brisa se levanta en la era. Es el
momento de aventar y separar la paja del grano. Para ello amontonan los campesinos la mies
trillada a un lado de la era, según sea la dirección del viento, con la ayuda
de los mulos que tiran de una rastra. Se calcula cada día dónde ha de caer la
paja y dónde el grano.
Ocupan las eras desde tiempos inmemoriales las colinas
próximas a la aldea, allí donde más corre la brisa vespertina en el verano. No lejos de ellas se han ido
construyendo los pajares, los almacenes de heno y los graneros. Y por sentido práctico también los apriscos y leñeros. En su conjunto da la sensación de un segundo
un recinto aldeano, pero allí a una prudente distancia de la aldea sólo vive el
ganado y sus perros guardianes cuando no están sueltos por los prados
circundantes o han subido a las
montañas. El heno y la paja perfuman aquellos recintos y en ocasiones cuando
sopla el viento, toda la aldea.
Nada más se elevan al aire los primeros
bieldos, hombres y mujeres ciñen de nuevo
sus cabezas con los sombreros de
paja y tapan el rostro con los pañuelos.
El caminante se deleita viendo como el cereal trillado es lanzado al viento una y otra vez y cómo mientras el grano cae a poca distancia, la paja se deposita suavemente en los límites de la era. Tiene
ahora la ocasión de ver en vivo lo que hasta entonces sólo ha visto representado en dibujos y lienzos. Un canto a la libertad del campesino que ejerce
su trabajo en comunidad, símbolo de independencia y libertad cuando se ejerce sin servir ni ser
servido.
En estas tareas transcurre el mes de agosto. Se trilla por la mañana y se avienta
por la tarde cada día hasta conseguir los añorados montones de grano y refulgente paja. Cuando se acaban el trabajo en una de las eras, los campesinos acuden a las otras para ayudar al resto
y así acabar las tareas de la trilla todos a la vez, sabedores de que
juntos han de participar de la fiesta final.
En la medida que avanza la trilla los espíritus
se relajan, pues crece la certeza de que
salvado la cosecha de las inclemencias del tiempo y la voracidad de algunos animales y aunque aún faltan tareas que realizar, cada día que pasa se despierta más ese instinto de juego, gracia, ironía y seducción propio de la juventud. Pero no pueden relajarse del todo y es necesario contener un poco más los impulsos lúdicos para acabar con las
últimas tareas: la limpieza y el almacenamiento del grano y la paja.
Es la limpia también una tarea familiar en la
que participan a veces hasta los más pequeños. Unos cogen las palas
para cargar el grano, otros las zarandas, otros
los cedazos o las cribas de granzas, según la edad y la tarea
encomendada. Se platica y ¡cómo no! se
canta.
Todo lo
cría la tierra,
todo se
lo come el sol,
todo lo
puede el dinero,
todo lo
vence el amor.
En la medida en que avanza la criba van apareciendo muelos por toda la
era que emulan las hacinas de las hormigas a la puerta de sus
hormigueros. Al fin y al cabo, piensa el caminante, insectos y aldeanos realizan
tareas semejantes en previsión de los fríos invernales y a diferencia de la cigarra que canta todo el
verano, sólo templan sus rabeles y bandurrias cuando han acabado definitivamente la dura tarea de la
recolección y llega la fiesta. ¿Quién sabe si también las hormigas celebran con satisfacción y alegría el final del
verano?
Acostumbran los campesinos a dormir en las eras,
junto a los muelos, hasta que sean cargados en sacas y depositados
en los graneros. Pero a diferencia de la
premura con que se realizaban las tareas de la siega y la trilla, ha
desaparecido la desazón y no hay prisa en dar por acabadas estas últimas tareas del acarreo ni tienen los aldeanos prisa por llevar el cereal limpio
y amontonado a los graneros. ¿Tanto han durado
los trabajos de la siega que se han acostumbrado a ellos? ¿Tan
entrañables ha sido para los campesinos
y campesinas el trabajo del verano como para no querer que se acabe?
No, ciertamente no, piensa el caminante, esta
ralentización de las tareas al final de la recolección ha de encerrar un significado que le
gustaría desentrañar. ¿Por qué reposan dispersos los lenzuelos con el grano y las
sacas sobre la era? Hay quien dice que han de vigilar lo que
permanece a la intemperie de la posible
rapiña de animales y humanos. Pero nadie ha robado nunca el grano metido en
sacas y los depredadores tendrían más dificultad de acceder a él protegido por los lenzuelos que cuando estén en los graneros. Tampoco es creíble que haya aparecido súbitamente la indolencia
entre quienes han mostrado su heroica diligencia durante los calurosos meses
del verano.
No cabe duda, piensa el caminante, que se trata del rito, siempre presente en el
quehacer aldeano, que como la búsqueda
de alimento y la necesidad de respirar, forma parte de su vida. Una vez más el pensamiento mágico, asociado a
las necesidades más primarias de los humanos nos proporciona una explicación plausible. Se trata de la
fecundidad del grano que como semilla que es, encierra vida por una doble vía, cómo germen
y como alimento.
Así pues, concluye el caminante, lo que buscan los jóvenes campesinos, mujeres
y hombres que duermen junto a los muelos
durante las últimas noches de agosto
no es sino que les sea trasmitida la fecundidad demostrada del cereal,
antes de que sea encerrada en los graneros de la misma manera que el grano silvestre cae
y es enterrado en el reino del Hades,
bajo la tierra húmeda del otoño, para brotar con energía renovada en primavera.
Es por
ello que porfían mozas y mozos por
dejarse caer sobre los muelos. Es por
ello que ríen, se abrazan y revuelcan en ellos. Por eso duermen juntos al raso los últimos días de agosto, disfrutando de las que quizás sean
las últimas noches estrelladas, viendo salir por el sur y recorrer majestuosamente
la esfera celeste a Escorpio, Sagitario,
Acuario y Piscis hasta desaparecer por el oeste, siguiendo el mismo camino
marcado por los centelleantes cascos de los corceles de Helio en su carrera
diurna.
Es necesario que el tiempo se detenga un
momento y surja al milagro del amor. Saben
los adultos que no han de importunarles
en su alegría y en su libertad, como
ocurriera con ellos mismos cuando eran jóvenes .Tampoco lo hará el caminante
quien contempla desde su casa cómo la luna tamizada con luz de plata ilumina
los lejanos bosques y las cimas de las montañas mientras oye en la lejanía de las eras las risas y las melodías
entonadas por los jóvenes guardianes del cereal como si de coros ocultos en la
tramoya del escenario de una vibrante ópera se tratara.
El
secreto de tu pecho
no se lo
cuentes a nadie
que sólo
lo guardarán
aquellos
que no lo saben
Entre silencio y silencio se oyen en la noche nuevas
tonadillas:
Un limón
eché a rodar
y a tu
puerta se paró,
hasta los
limones saben
que nos
queremos tú y yo
Y más
tarde
Cuando
salgas a la calle
y sientas
el aire fresco
no eches
la culpa al viento
porque
son mis pensamientos
Pasan los días y el cazador Orión y su perro
Sirius ocupan ya el centro de la esfera celeste mientras el
recorrido del resto de estrellas marca la hora en el reloj
nocturno. Se ha levantado un viento fresco, propio de finales de agosto,
que obliga al caminante a cerrar la ventana y
los enamorados fundirse en un
cálido abrazo.
Tienes
unos ojos, niña
que es
donde me miro yo
no los
cierres, que me matas
no los
cierres, ábrelos.
Queda el caminante intrigado por el tipo de
relaciones profundamente amistosas de los habitantes de la aldea con quienes ha
convivido durante tantos meses. Se pregunta acerca de los celos, las rivalidades, envidias
y todas aquellas pasiones que crecen
junto al amor como crecen los espinos entre las flores más bellas y los
abrojos entre las hierbas de prados y caminos. Ha observado que junto a los impulsos más pasionales,
prístinamente humanos, aparece siempre la amistad y la lealtad, frutos de ese otro amor que tejido desde la infancia permanece en el
tiempo. Convivencia amorosa preservada como un tesoro que ofrece la
solución del perdón como un
talismán que puede solucionar los conflictos.
Buena
moza no te llamo
porque sé
que no lo eres
pero te
llamo salada
que es
mucha sal la que tiene.
Es la aldea, para el caminante un lugar privilegiado para conocer y aprender cómo se funde la pasión y la amistad en el crisol de la vida con sus dolores, desengaños, penas y alegrías sin pretender que dejen de existir ni la una
ni la otra. Como decían los alquimistas, el verdadero amor, mezcla de pasión y
entrega es aquella piedra filosofal de cuya
sabiduría se nutren las decisiones que
hay que tomar en la medida en que
transcurre la vida.
Pero han
llegado ya los primeros días de septiembre y el León en coyunda con el ardiente Helios pone el
fin a los breves amoríos estivales, tras
los que se continua con el acarreo del grano que es depositado en los trojes
construidos con la idea de albergar en cada uno de ellos un tipo de grano
diferente.
Del mismo modo, tiene lugar el transporte de la paja y es en
los pajares donde una caterva de niños
presta su colaboración al hacer común. Tras cada viaje, depositada la
paja, saltan sobre ella los rapaces hasta conseguir endurecerla
y reducir su volumen y así pueda
tener cabida en su totalidad. Es esta tarea apropiada para ellos pues cuando la paja casi toca el techo, son los
que mejor se mueven en tan reducido espacio. Apoyados en horcas y a veces
teniendo que desplazarse de rodillas o casi tumbados, ríen y porfían. Una vez
más el juego y el trabajo forman una
unidad desde la infancia.
Sin duda
aquellas noches últimas del verano vividas junto a los muelos, plenas de
satisfacción, serán evocadas durante el
invierno al entrar en los graneros y el olor de la mies alimente sus deseos de
estar con el amado y acicatee los compromisos matrimoniales. Y de la misma manera que fermenta la harina y se
cuece el pan lentamente en los hogares, durante el invierno ha de madurar el amor
iniciado.
Pero tal como predicó el cura párroco
al recibir por primera vez a los
reyes del cereal cuando recordó que
Yahvé había reservado la fiesta de los tabernáculos con su abundancia para disfrute de aquellos que habían trabajado
dignamente, con la llegada de septiembre y
aprovechando el breve paréntesis de
tiempo que transcurre entre el final de las tareas del campo y la llegada del frio
y por tanto de la vuelta del ganado a la aldea, organizan los aldeanos la fiesta del final de la cosecha.
Tiene ésta como objeto de dar rienda suelta a la alegría de haber finalizado con éxito la tarea estival y
también agradecer al Creador
su continua providencia en los aconteceres aldeanos. Porque si bien es cierto que el espíritu del
grano es quien ha hecho crecer la
cebada, el centeno y el trigo, quién sino
aquel que es omnipotente lo ha
permitido.
Se reunirán para la fiesta las gentes de la aldea, pero también aquellos hijos
e hijas de la misma que casaron con personas de otros lugares, parientes que
marcharon por un motivo u otro a tierras
lejanas, amigos y forasteros.
Pero, ¿no es acaso nuevo el trigo cosechado que
reposa en los graneros? ¡Pues nuevo ha de ser todo lo demás! Renuévense en primer lugar las personas
humanas como se renueva cada año la
naturaleza toda. No importa que ésta prefiera la primavera para hacerlo de manera ostentosa
y los humanos elijan el otoño para renovarse ya que en la primavera los frutos
si bien son agradables y sabrosos no son tan abundantes como al final del
verano.
Los trigales han sido fértiles, gracias al
espíritu del grano, y los jóvenes han
conocido el amor, es pues tiempo de hablar de
noviazgos y concertar matrimonios. No todo
puede ser acordado pues algunos deberán esperar, como los frutos, a su cumplimiento. Todo tiene su tiempo y la espera es a su vez libertad. Pero para aquellos que concierten
sus matrimonios, la fiesta de la cosecha es a su vez días de visitas de
parientes lejanos además de huéspedes deseosos de conocer a gentes y hogares.
Se procede pues de nuevo, por segunda vez a la limpieza general de la aldea. Se pintan las casas, se reparan los hogares,
se corta y apiña la leña primera que debe estar disponible para atender a los
forasteros con la hospitalidad debida. Sacan
los mayores de sus armarios las ropas más antiguas, las que conforman la
tradición con toda la riqueza de sus
hechuras y adornos, con la devoción de saber que son las mimas que vistieron sus antepasados.
Sin embargo, nuevos son los trajes con que visten a niños y niñas para las fiestas otoñales. Se
atavían también con elegancia y novedad los parientes y forasteros que vienen a la aldea a
conocer las buenas nuevas familiares,
ver a los recién nacidos, felicitar a los novios ,intercambiar
bienes y participar de la fiesta.
Entre las muchas actividades que tienen lugar
será durante estos días cuando se organicen y tengan lugar las robras en las que tendrán lugar los
intercambios de bienes y se venderá el
grano sobrante, señal de que la cosecha ha sido buena.
Se avían los carros, se adornan las caballerías a las que se engalanan con
sonoras esquilas que con seguridad son a su vez una señal para sus congéneres que todavía
pastan en libertad para inicien la bajada anual hacia prados más cercanos. Es la fiesta además de un signo para domésticos, una señal para el
resto de animales salvajes qua acostumbrados a los ciclos, quizás encuentren en la lejana música de rabeles, el alegre repique de los
panderos y la algarabía de voces humanas el anuncio de la cercana quietud invernal.
Saben los aldeanos que son sus costumbres para
el resto de los animales lo que las de
éstos para los humanos: el anuncio de la nueva estación y de los
cambios por venir. Anuncia la primavera el
vuelo de las gruyas, momento en que
pueden dejar libre al ganado; indica la atronadora
berrea de los ciervos que el cereal está
ya crecido y muestra la frenética actividad de hurones y zorros agrandando sus madrigueras que se inicia el verano. De la
misma manera conocen los animales salvajes el ruido de hoces y guadañas, los
cantos de los segadores y el golpe seco del hacha en otoño contra el tronco del roble. Cada
sonido a su tiempo, marcando el devenir.
Pero conozcan o
no los habitantes de las
montañas la fiesta de los humanos, el fuego del hogar debe ser renovado como han sido renovada la pintura de las fachadas de las casas, los vestidos,
y los útiles necesarios. Para ello el cura párroco, atento siempre a que
las costumbres del lugar no se alejen de lo prescrito por la iglesia, abre las
puertas del templo de par en par para
que el
fuego que arde majestuoso sobre el cirio pascual desde la celebración de la resurrección de
Cristo que es a su vez la resurrección
del resto de las plantas, sirva ahora en el otoño para que los aldeanos enciendan sus hogares con el fuego nuevo que
deberá así arder durante el invierno.
De la misma manera, para que las personas inicien también una
nueva vida y no sean sólo los objetos
inertes los que muestren su pureza, ha dispuesto el representante del clero un amplio horario de atención a sus feligreses con objeto de que puedan confesar sus pecados y
arrepentidos hagan el propósito de la
enmienda que no es sino la determinación de no volver a hacer aquello que daña al prójimo y a
uno mismo. Con este rito pueden los asistentes, tras sanar sus almas y renovar sus espíritus, participar adecuada y
plenamente de la fiesta.
Y como la bebida, usada con moderación, no ensucia
el cuerpo ni enturbia el alma, los aldeanos sacan para la ocasión la cerveza hecha con la cebada y el trigo sobrante del año anterior que ha
reposado un año entero en las tinajas, pues si
bien el grano se dedica principalmente a la alimentación, no debe faltar como agradable bebida. Pero como
tiene la virtud de abrir la boca de cuantos la saborean, se improvisan coplas, se lanzan piropos y se hacen
requiebros:
Desde tu
puerta a la iglesia
voy a
sembrar una parra
pa cuando
vayas a misa
no te dé el sol en la cara
Ponen los y las amantes atención en quienes los
dicen esperando oír la voz deseada.
Un vasito
de tu casa
mi vida,
quisiera ser
para
besarte en los labios
cuando
fueras a beber
Los músicos con sus rabeles y bandurrias recorren
varias veces la aldea de norte a sur y de este a oeste para dejar constancia de la alegría que anida en
los corazones de quienes con la satisfacción del trabajo bien hecho, han
finalizado uno de los muchos ciclos de sus vidas y disfrutan ahora de la abundancia. Un corro de gente menuda les acompaña de aquí para
allá, al principio incansable para luego declinar en sus intentos. La gente sonríe o
aplaude al verlos pasar participando de la hermandad y la excitación general. Tiene el caminante que hacer algún que otro gesto indicándole silencio
a su fiel Akros quien contagiado de la misma excitación general ladra
a las comparsas.
Finalizada la fiesta de la cosecha, la
normalidad torna poco a poco a la aldea. Los forasteros vuelven a sus respectivos lugares de origen, los
familiares se despiden hasta próximas ocasiones, los aldeanos y aldeanas
se centran cada vez más en las
tareas que les son propias dentro y
fuera de los hogares, cada uno según su edad.
El viento
se hace cada vez más húmedo y helado, las tormentas se multiplican y el olor
del bosque va penetrando en la aldea con el paso de los días. Los cencerros de
las vacas a quienes acompañan sus terneros
nacidos durante el verano, se oyen cada vez más cercanos a la aldea. Hace días
que pastan en los
prados medios y bajos y pronto buscarán definitivamente la calidez de las cuadras y el cuidado de sus
dueños. Tienen, no cabe duda, estos fámulos su peculiar manera de medir el
tiempo. Es por ello que se apresuran los campesinos a preparar las cuadras , verter el heno en
los pesebres y derramar la paja por el suelo de los establos.
La lluvia ha cambiado drásticamente su pasado
aspecto seco y ardiente de las eras por el
suave reflejo del agua sobre las losas de pizarra. La hierba ha empezado a crecer y el viento se ha encargado de hacer desaparecer la poca paja que tras la trilla había quedado
esparcida por doquier.
Piensa el caminante con qué rapidez cambia la vida y el sino de las cosas y recuerda que
hace ya muchos siglos un tal Heráclito, pensador originario de Éfeso, ciudad
griega del Helesponto, predicaba el
cambio perpetuo de todo lo existente incluidos la tierra, el fuego y los dioses. Hace apenas unos días se podían oír allí mismo gritos animando a las
acémilas a no detenerse sobre los trigos, bromas y risas de hombres y mujeres y
especialmente de los niños como una explosión de vida. Ahora por el contrario, un monótono repique del
agua en el silencio no hace sino
acrecentar la sensación de soledad.
Así es la vida, se dijo, hecha de trabajo,
abrazos y risas pero también de silencio. Cada cosa a su tiempo. Ahora el campo ofrece la relajada soledad de cobre
en los bosques de hayas, el repentino silbido del rebeco desde los peñascales o
el inquietante gruñido del jabalí que de
la misma manera que el ganado pero sin perder su libertad, se acerca cada vez más a la aldea
en este caso con el propósito de
encontrar alimento en huertos y campos
ahora desiertos.
El cielo se ha vuelto definitivamente gris durante la
mayor parte del día y falta poco para
que el ganado haga su entrada anual en
la aldea. Los caballos hace unos días
libres, trotan ahora en los vallados que rodean las cuadras. Balan los
corderos llamando a sus madres en los apriscos. Aún saldrán a pacer algunos
días con los pastores, acompañados de sus poderosos mastines, pero pronto las nieves impedirán cualquier
otra forma de alimentación que no sea el grano y el heno que solícitos les
proporcionen los aldeanos. Relucen los bidones de nuevo junto a las jambas de los establos,
en espera de ser colmados con la abundante y
suculenta leche de quienes se han
alimentado durante todo el verano con la
tierna hierba de los prados. Se perfuma
la aldea con el heno removido.
La estación otoñal ofrece también la posibilidad de recoger los frutos del
castaño, el avellano y el nogal, así como cosechar hongos y setas con las que se prodiga el
bosque, pero son éstas tareas que ya no
se realizan en comunidad sino al
arbitrio de cada hogar, anunciando así el
recogimiento familiar propio del invierno. Continúan los aldeanos amontonando
leña en los cobertizos con la que afrontar los próximos meses que serán los más fríos del año.
Corre de nuevo el agua por las cunetas y los arroyos, tras
el estiaje estival. En la cercana chopera se oye corretear a los pequeños roedores sobre la hojarasca. Los habitantes del bosque aprovechan el silencio avenido para
comunicarse con sus gruñidos, chillidos y
demás voces que les son propias. Grazna
el cuervo en los prados solitarios, mientras pasea solemne el águila, soberana
de la paz del valle, por las alturas. Delata
el blanco humo de las chimeneas los quehaceres cotidianos junto al fuego al
amparo del frio invernal, recordando y soñando nuevas andaduras. No han de faltar entre los amantes las rondas
vespertinas, ni el reposado caminar de
los caballos, ahora si ataduras, bajando a la fuente que alimenta el molino, ni
el maullido del gato que pide entrar al
corral. Pero serán todos ellos ruidos
propios de la inmensa quietud otoñal.
Como en otras ocasiones, el caminante sabe que
ha llegado el momento de su partida. Puede parecer imprudente ponerse en marcha cuando la temperatura baja cada día y presagia
un duro caminar; pero el espíritu sopla, como dicen, cuándo y dónde quiere, y
la libertad tiene un precio que no se
debe rehuir. En cualquier caso, aunque empieza a sentirse el frio, no han caído
todavía las primeras nieves y las cimas
de las montañas deleitan todavía con su
verdor.
Una vez más
desconoce el caminante qué le
mueve a dejar un lugar y buscar nuevos
horizontes. Cree que este impulso nace de
la admiración que le proporciona
en cada etapa lo insondable y variado del vivir humano. En
la convivencia con las gentes de cada aldea por la que pasa experimenta algo
nuevo, una nueva manera de sentir hasta entonces casi desconocida y
oculta en su interior.
Desde el campanario se oye una vez más el seco y alargado sonido del bronce. El sol
ha derretido ya el rocío que derrama la aurora sobre la tierra en las frescas
mañanas de otoño. Es la hora adecuada para emprender el camino. Tras volver a contemplar las últimas casas de
la aldea durante unos segundos se gira
el caminante repentinamente como quien sabe que debe dejar a quienes ama, emprende
el camino. No quiere más añoranza que la
estrictamente necesaria.
Ahí, al frente está de nuevo flanqueado por las mismas montañas el valle oteara
a su llegada desde la atalaya.
Akros, contento siempre de lo que haga o deje de hacer su amo,
deseoso de estar con él y contagiado por
su espíritu de aventura toma animosamente
el camino que atraviesa una y otra vez como queriendo oler de una todas las plantas que
le salen al paso. De vez en cuando se para a husmear algunas babosas que como él, aunque perezosas,
cruzan también el camino. Un arrendajo de color pardo, alas azuladas y cola
negra, aposentado en una empalizada próxima, lanza su estridente chillido y eleva el vuelo en dirección a unos álamos cercanos. Un coro
de pájaros responden con gorjeos desde la espesura. En el horizonte las nubes muestran tímidos
arreboles. Balidos y relinchos en
la lejanía indican al caminante que ha
cubierto ya una larga distancia.
Hay que seguir viviendo, se dice, dispuesto a olvidar; pero a su corazón acude una canción.
De lejos,
con sed
de amores,
vienen al
pueblo
los
segadores.
Cantando y silbando
sus tonadillas
cortarán los trigos
para mi niña
Y recuerda que alguien dijo: “ el amor todo lo espera”.
Cantando y silbando
sus tonadillas
cortarán los trigos
para mi niña
Y recuerda que alguien dijo: “ el amor todo lo espera”.
© Rafael Rodrigo Navarro del libro “ Estampas rústicas”, 2013