Con noviembre llegan los primeros
fríos. Robles, arces y castaños se desprenden del oro con que el
otoño pintó su verde cobertura y muestran su desnudez, paradojas
de la vida, con la que encararán el largo sueño invernal. Por
insondables designios de la naturaleza sus hojas resultan ahora
inútiles y es así, sin cobertura, como se preparan para los
rigores del invierno. Por el contrario, los aldeanos, hechos
ciertamente de otra madera, cubren sus espaldas con chalecos de
gruesa lana, encienden animosos el fuego de sus hogares y ponen
edredones y mantas sobre sus lechos para convertir en cálido
abrazo el rigor de la noche invernal.
En la aldea este año no ha faltado la
lluvia que apenas ha dejado de caer intermitente desde el pasado mes
de abril, sin dar tregua al verano. Sin embargo ahora las pesadas
gotas caídas durante los meses de agosto y septiembre, acompañadas
de truenos y relámpagos que atemorizaban al ganado, han dejado
paso a una suave lluvia que, aliada con la niebla, riega los
sembrados de trigo, centeno o avena.
Hace semanas que se oyen más cercanos
los cencerros de las vacas y las sonoras esquilas de las ovejas.
Nadie ha subido a los altos prados donde pacen en verano, ni les ha
llamado o hecho señal alguna, pero cada día, sabedoras de que el
invierno se avecina, pastan unos metros más abajo, acercándose
poco a poco a la aldea. ¿Miden acaso la longitud de la jornada ? ¿O
quizás saben interpretar el curso nocturno que siguen las estrellas
en la impresionante bóveda celeste de aquellas montañas? Lo cierto
es que hace ya unos días que el arquero Orión seguido por Tauro
helíaco y las alborotadas Pléyades han tomado ya el camino del sur.
Todo forma un Uno. Si la sinfonía de
mugidos que acompañan el pausado ruido de los cencerros no se oyera
en los aledaños de la aldea en un momento dado de este final del
otoño, establecido desde tiempos inmemoriales por no se sabe quien,
se produciría inquietud, posiblemente nunca razonada, o quizás se
tendría la sensación de que el ritmo de la naturaleza está siendo
alterado y alguna secuencia de su proceder queda incompleta. Se
extendería el desconcierto sobre cuándo abrir las puertas de los
establos, empezar a vaciar los graneros o remover la paja. Más
aún, el graznido del cuervo dejaría de ser el contrapunto
vespertino de la llegada de las changarras y los gorriones estarían
igualmente desconcertados al despertar el alba y no oír los mugidos
de las vacas pidiendo desde los establos su ración de paja y grano
matutino. Pero por ventura los quehaceres de bestias y humanos
siguen sus ritmos ancestrales. En la aldea se oye todavía el
sonoro silencio de todos los otoños y el repiqueteo cristalino de
la lluvia sobre las hojas caídas.
Cuando el tiempo, todo el mundo sabe
que hablamos del artista eterno, acabe de dar sus últimos toques de
ocre y empiece a pintar de blanco las altas montañas del valle,
toros y vacas con sus becerros paridos en la canícula del verano y
ovejas y carneros deseosos de establo habrán hollado por ultima
vez las embarradas calles de la aldea y dormirán apacibles en sus
cuadras. Envueltos en la tibieza que proporcionan los amplios muros
de piedra de los establos, tendidos en los rudos suelos sobre los que
se ha esparcido la paja, llenos los pesebres del oloroso heno,
tendrán tiempo para rumiar pensativos durante el interminable
periodo invernal. Quizás en sus ensoñaciones recuerden el vuelo del
águila, el gañido del halcón, el zapateo de la liebre huidiza, o
las esbeltas siluetas de los muflones sobre las rocas, desafiando el
vértigo, los barrancos con veta de plata a sus pies. O quizás
ocurra, como a nosotros los humanos, que piensen en el futuro de una
primavera con zumbonas abejas cogiendo el néctar de las flores y
el renovado gorjeo de los pájaros. Dicen los aldeanos que durante
el invierno sus fámulos también rezan.
Conforme avanza el otoño se va yendo
lo azul y el cielo se trajea de gris para mejor encarar los
acontecimientos propios del invierno. En las ventanas los geranios y
los crisantemos continúan pintados de llamativos colores adornando
los vanos hasta que el hielo sentencie su final y dejen paso a los
ciclámenes de vetadas hojas abiertas a los fríos invernales.
Los caballos de tiro de la cuadriga de
Helios van perdiendo arrojo y, cansados después de trotar por los
polvorientos caminos del verano y los barrizales otoñales, reducen
su eclíptico recorrido cada día deseosos de llegar a la puerta del
ocaso. Las ánimas y demás seres sutiles que viven aquí pero
también en el más allá, sienten la fría humedad en sus oquedades
y despiertan de su letargo. A partir de ahora no será difícil ver
la silueta de alguna bruja sobre el pálido disco de la luna ni ver
pasar veloz al autillo hacia el campanario e incluso oír el golpe
seco de alguna campana tañida por seres incorpóreos. Es durante
este breve periodo de tiempo de finales de otoño y principios de
invierno en el que las ánimas recorren la tierra, crecen hongos
sobre la hojarasca del bosque húmedo y el romero y el brezo adornan
el sotobosque, cuando la curandera de la aldea prepara sus pócimas.
El resto de aldeanos, conocedores
también de muchas de las propiedades de plantas, arbustos y setas si
bien no con la profundidad y eficacia de su vecina, se aprestan
igualmente a conservarlas según los cánones de la sabiduría
popular. Algunas plantas, dicen, pueden trasladarte a otros mundos
en los que creerás haber vivido, pero pueden también volverte loco
si las tomas sin conocimiento y mesura.
Debido a la libertad con que a finales
del otoño se mueven las ánimas y los espíritus surcan los aires,
en la aldea hay un cierto temor. Las doncellas, vigiladas y
protegidas por sus parientes durante los alegres fastos del verano,
pueden quedar ahora embarazadas por quienes por naturaleza son
invisibles. Las ánimas buscan cuerpos. De la misma manera que
fueron expulsadas de ellos por la violencia de un trágico suceso o
por la enfermedad y la muerte, están ahora decididas a encontrar
donde morar de nuevo. Algunos hombres, en contra del pensar del cura
párroco que considera todo esto una superstición sin fundamento,
confinan a sus hijas dentro de sus casas en los oscuros días del
final del otoño, temerosos del desvarío y poder de tales
espíritus.
Sin embargo Laura, la mujer de
Octavio, el cervecero, quedó embarazada de su segundo hijo en el
equinocio de primavera. Muy lejos de estas inquietantes fechas. Si
fue o no un espíritu nadie lo sabe. Su matrimonio es cristiano y su
marido nunca se ausenta de casa varios días sino es para llevar a
la aldea donde nació y viven sus padres, la cerveza de sus bodegas
con la que suele obsequiar a familiares y amigos por
Pascua de
Resurrección.
La lluvia ha hecho un paréntesis
durante la primera semana de diciembre. Laura hace días que nota los
dolores que preludian el parto y las comadres de la aldea han sido
advertidas. Los familiares han pedido al viejo sacristán que deje
abierta la iglesia pues han de renovar y encender cada día las
velas del altar de Santa Ana, madre de la virgen María quien junto
a San Ramón nonato y patrón de las que van a dar a luz, ampararán
a la parturienta. De San Ramón no hay altar en la iglesia, pero una
de las comadronas, la más joven, ha traído un imagen del santo que
deposita en la mesa del vestíbulo de la casa. Tampoco en el
improvisado altar debe faltar la luz de las velas.
Todo está dispuesto en la casa de
Laura y Octavio. Los calderos, las jarras con agua tibia, los paños
de algodón, las tijeras, los pañales para el “nasciturus” y
el camisón con que vestirán a la madre tras el parto. Todo limpio.
La casa perfumada con espliego, y el romero dispuesto par ser quemado
junto al brasero donde centellean las brasas. La comadrona va y
viene, ordenando y comentando a cada una de las presentes cual ha
de ser su cometido.
Hace días que los hombres revisan sus
cuerdas y aparejos, cuidando de que no haya nada anudado ni torcido.
Miran que no haya atadura alguna a la vista, en la casa, en los
establos o en el corral que pueda dificultar el nacimiento del niño
o niña por venir. De la misma manera, las madres desatan las
trenzas de sus hijas sabedoras de las dificultades y peligros que
encierra un parto en el que el se enrede el cordón umbilical. Es por
ello que también han soltado los lazos de sus vestidos y repasado
cualquier pliegue que pudiera resultar sospechoso. Incluso los
cordones deben ser sacados de los zapatos de todos los presentes y
puestos a la vista sobre un tablero. Además, hay orden de abrir
puertas y ventanas, alacenas, tinajas y hasta cajas, incluso
aquellas en donde se guarda el ajuar. Nada debe permanecer cerrado
para que el infante nazca sin problemas. Así recorrerá el
ajustado conducto por el que, inalcanzable designio del Creador, todo
ser humano viene a este vasto y ancho mundo.
Sirva
para los incrédulos lo que aconteciera a Alcmena, mujer de
Anfitrión, hijo del rey de Tirinto, y nieto de Perseo, que estuvo
pariendo a Hércules durante una semana debido a que Lucina diosa del
alumbramiento quien, en un imperdonable descuido impropio de una
deidad, cruzó sus piernas en tan inoportuno momento. Y más
recientemente, cambiadas las costumbres paganas por las cristianas,
pero no por ello menos doloroso fue lo que ocurrió a la madre del
citado San Ramón cuando por una venganza familiar sus enemigos
cruzaron manos y dedos con alevosía en el momento del parto de
manera que murió durante el mismo y hubo que abrir su vientre para
que viviera quien un día, además de liberar a muchos cautivos,
habría de mediar ante Nuestro Señor para que, en memoria de su
santa madre, auxiliara a toda mujer en el delicado trance del
alumbramiento.
También saben los hombres y mujeres de
la aldea, puesto que el día de sus bodas quedaron ligados por el
anillo nupcial, que no han de acudir con él a visitar la
parturienta, para así evitar que el alma del neonato, todavía
inquieta e indecisa en un cuerpo nuevo y frágil, no se enganche o
sufra percance alguno.
El marido de Laura ha ido con otros
varones, familiares y amigos, a un cuarto contiguo para que, yaciente
como su esposa, sienta también él los trabajos del parto y ayude
con su esfuerzo a su valerosa mujer en el alumbramiento. Y es por
ello que recibe de quienes le rodean palabras de ánimo mientras
dura y de júbilo cuando se oye el grito de la niña que anuncia
el final del feliz acontecimiento. Saben los varones de la aldea,
desde tiempos remotos, que el amor obliga y que todo esfuerzo y
esmero ha de ser tenido por nimio en los difíciles momentos en que
la mujer trae un hijo al mundo.
Por fin todos los presentes respiran
aliviados y muestran su contento. Ha nacido una niña, podríamos
decir sin apenas dificultades, pero, eso sí, gracias a la
intervención de la Santa Ana, abuela solícita allí donde las haya,
siempre en silencio pero vigilante, dejando hacer como indica la
humildad y la prudencia. Todo el mundo ha contribuido en la tarea
encomendada o que ha entendido necesaria. La matrona más vieja
aventura el futuro de la niña y dice que además de hermosa será
inteligente pues ha nacido con los ojos abiertos y en la mirada -
añade la anciana- desde siempre la mujer ha tenido su fuerza. El
parto ha sido un éxito que celebran la madre y la familia pero
también toda la comunidad. La alegría se extiende a la velocidad
de la palabra y para dejar patente que la niña ha venido al mundo
en éste y no en otro lugar y que de algún modo forma parte de toda
la aldea, repican las campanas de la iglesia.
Quieren hacer también partícipe al
caminante del gozo reinante. Le invitan a entrar y ver a la madre
con la recién nacida muellemente depositada en sus haldas. Laura no
quiere dar muestras de cansancio, se muestra orgullosa y alegre e
inclina a su hija sobre el regazo para que pueda ser contemplada. El
caminante, abrumado por la situación, se limita a hacer una leve
inclinación de cabeza sin hacer comentarios. La parturienta, le
mira y sonríe durante unos segundos mientras coge y acaricia
suavemente el puño cerrado de la pequeña. Un grupo de niños
acompañados por sus padres irrumpen en la habitación. Todos quieren
ver a la niña. Saben que no deben tocarla y puesto que han sido
previamente amonestados por su padres, no lo harán. Por ello la
madre relajada les sonríe, habla y les pregunta con dulzura si les
parece bonita. Ellos mueven la cabeza sin atreverse a decir palabra
al tiempo que miran inquietos a sus padres, tratando de adivinar qué
deben hacer a continuación, hasta que a una señal salen de la
habitación entre risas haciendo sus inocentes comentarios.
El misterio de la vida parece
engrandecer por momentos aquella reducida estancia. El caminante oye
los parabienes y siente la alegría expansiva, contagiosa,
participativa de aquella gente. Acros a quien con un gesto severo
había inmovilizado a la puerta de la casa, se queja inquieto de ver
entrar y salir a tanta gente y porque la desaparición del amo dura
ya demasiado tiempo. Al oír a su perro, el caminante comprende que
ha de abandonar aquel lugar y tras saludar a algunas persona ,
procurando no molestar, casi en silencio, abandona el recinto.
Aunque luce el sol, los primeros días
de invierno están dejando sentir su rigor. No hay nieve todavía
pero el frío se va haciendo más y más intenso. Cada tarde, cuando
se oculta el astro rey, el helor se apodera de la aldea hasta la
mañana siguiente y el suelo se humedece. Como contrapartida el
ambiente se llena de un acogedor olor a leña quemada.
El caminante cruza lentamente la calle
buscando alejarse de aquel lugar, cuando una anciana que ha salido
de una de las casas vecinas le invita a entrar para ofrecerle,
dice, un tazón de caldo.
-Pase y siéntese junto al fuego, le
dice la mujer.
El caminante vuelve a hacer una señal
a Acros para que permanezca quieto de nuevo en el umbral. Dentro,
un hombre de más o menos la misma edad que la mujer está sentado
junto al fuego. Detrás de él unas cuantas sillas de nea rodean
una mesa de madera cuyos bordes brillan por el desgaste del
prologado uso. El anciano, tras levantarse y acercarle una silla,
se sienta de nuevo junto a fuego para hablar con el
caminante.Mientras, la mujer prepara en la cocina el caldo
prometido.
Cuando ve venir a su mujer con los
humeantes tazones de loza blanca, el anciano sin dejar de hablar se
levanta a coger el pan cortado que depositado sobre una pequeña
cesta de mimbre, puede verse a través de la puerta acristalada de
la alacena. Lo pone sobre la mesa y a continuación, con el mismo
paso solemne de su lento de su caminar, ahora en silencio, se dirige
a la cómoda que hay al fondo del comedor y tras abrir con mano
temblorosa un cajón toma cubiertos y servilletas.
El caminante siente el brusco contraste
entre la imagen de aquella niña que ha venido a este mundo llena de
vida y cuyos movimientos por demasiado impulsivos han de ser
modelados y la de estos ancianos que en su tardanza se esfuerzan
por finalizar sus cometidos. Se le antoja que cuando sus solícitos
anfitriones abandonen este mundo,quizás la hija de Laura y Octavio
ocupe aquella casa. Es ley de vida que no por poco apercibida, deja
de regir el destino. Pero los ancianos están contentos y él
también. La felicidad, piensa, está en el sentido con el que
hacemos las cosas de cada día. La edad va cambiando casi sin darnos
cuenta, e igualmente el porqué de lo que hacemos y por ello nos
sentimos vivos hasta el final de la existencia.
- El caldo está hecho con los puerros
que ha traído mi marido del bancal y la gallina es de nuestro
corral, dice la mujer.
- Cuando nace un niño - añade el
anciano - sea varón o hembra hay que matar a una gallina y
alimentarse con ella. Tomando este caldo contribuimos a que los
bebés se críen sanos y fuertes.
-¿Sí? Realmente se trata de una
buena idea, responde amablemente el caminante. Y piensa en la
sencillez de las explicaciones que aquellas gentes encuentran a lo
que hacen, en contraste con la complicada existencia de quienes
siguen en la vida otros dictados y se llenan de razones
aparentemente más ciertas pero en realidad igualmente contingentes.
De hecho aquella era la explicación más adecuada para el momento
puesto que nada ha más reconfortante que un sabroso caldo caliente
en los fríos días del incipiente invierno y más si el motivo es
el de celebrar un nacimiento y desear salud y bienestar a quien
llega a este contradictorio mundo.
Estuvo largo rato conversando con
aquellos ancianos quienes, a pesar de ser casi un desconocido, le
habían invitado a compartir su mesa y ser partícipe del ancestral
ritual de tomar caldo de gallina cada vez que una criatura viene a
formar parte de la comunidad.
Los ancianos le habían explicado lo
hecho y por hacer en la aldea como si aquella hubiera de ser su lugar
de residencia para siempre. Pero no era así. Si el sino de los
ancianos es trasmitir con sus narraciones la experiencia de la vida
como quien por instinto siembra en el campo comunal, el suyo era el
de recorrer caminos. Aunque aquel cálido ambiente con su trato
filial y amable no invitaba a dejar la casa, ni el incipiente afecto
con el resto de los campesinos y campesinas fruto de una estrecha
convivencia durante varios meses invitaban a abandonar la aldea, el
caminante, fiel a su destino, sabía que más pronto que tarde
habría de partir.
Cuando tras desearles salud y larga
vida, salió de la casa, Acros haciendo patente su incontrolada
alegría saltó una y otra vez intentando lamer el rostro de su amo.
El caminante respondió con pareja solicitud acariciando su cabeza lo
que calmó al can pues desparecer el contento con la misma rapidez
que había surgido, se puso a husmear calle arriba, algo que interesa
a todo can, tratando de reconocer el rastro de cuantos gatos o perros
habían pasado recientemente por allí.
Todavía pasó el caminante algunas
semanas más en la aldea hasta observar que Sagitario apenas era
visible en las noches estrelladas y que durante el día las cigüeñas
sobrevolaban ya las montañas más septentrionales y los gamos se
dejaban ver en los altos prados cubiertos todavía por la nieve y
en los que pronto pacerá el ganado. Su presencia muestra que el
inexorable ciclo de las estaciones sigue su curso. No tardarán en
llegar los ánades y tras ellos toda una pléyade de pájaros
cantores provenientes de lejanos lugares con cuya algarabía se
despiertan los habitantes del bosque. Así pues entendió que no
podía alargar más la estancia en la aldea y empezó a preparar la
partida.
Había sido testigo de una
acontecimiento en cierta manera nuevo para él, pues nuevo es aquello
que siendo habitual se reviste de profundo sentimiento. Ahora el
caminar le reportaría tiempo y silencio para la comprensión de lo
humano. La libertad ofrece oportunidades al conocer y manifiesta lo
que parece estar velado.
Silbó a su perro quien tras detenerse
y mirarle atentamente, tratando de comprender el motivo de su
llamada, emprendió una veloz carrera para situarse a su lado. Ambos
se dirigieron a la fuente de la plaza que les había acogido el día
de su llegada y proporcionado sus dones: el sonoro canto y el agua
cristalina. El día era frío y el sol asomaba tímidamente entre las
nubes. En la torre de la iglesia , majestuoso baluarte de aquella
plaza, sonaron las campanas. Algunas estorninos que descansaban sobre
los aleros levantaron el vuelo. Eran las doce cuando un ángel del
Señor saludó a María y ella concibió por obra y gracia del
Espíritu Santo.
Se acordó de Laura, de las ánimas que
pululan insolentes durante el otoño por la aldea, de las
expectantes mujeres que la asisitieron en el parto, de la matrona
que recibió a la niña y vaticinó su fuerza. Pensó en
Octavio a quien una boca más, puesto que era hombre y aldeano, no
debía asustarle. Observó la mies de los campos generosos, siempre
dispuestos a dar el alimento necesario. Oyó los mugidos, el son de
los cencerros y se le antojó canto de bienvenida para quien hubiera
de nacer en aquella aldea. Olió el heno apilado junto a los establos. Vio cómo el humo acogedor se elevaba al cielo
desde los hogares. Intentó comprender el misterio del ardiente
deseo de concebir que vivifica periódicamente a la aldea. Todo está dispuesto, se
dijo, para que de nuevo salude el ángel y haya vida.
Los aldeanos que cruzaron la plaza
debieron comprender por el atuendo del caminante y los pocos enseres
con los que cargaba que se disponía a abandonar la aldea. Se
despidieron con afecto. Durante el tiempo que había estado con ellos
no había permanecido ocioso y participando en las tareas que le
habían ofrecido se había granjeado el reconocimiento de los
aldeanos. Pensó en el misterio de la convivencia, en la sinergia de
quienes crecen juntos, en la sencillez de quienes han permanecido y
permanecen iguales en su vivir desde tiempos inmemoriable.
Al tomar el recodo de la última
casa, Acros asustado ladró acaloradamente. Un fuerte olor a forraje
y paja inundó la aldea. Las puertas de los establos se abrían de
nuevo. Vacas y toros curiosos y a la vez temerosos de lo nuevo asomaban la testuz
y miraban sorprendidos aquellos montes y prados en la lejanía sin
atreverse a salir y tomar el camino que les llevaría hasta ellos.
O, quien sabe, quizás perezosos se resistían a abandonar tan cómodos aposentos.
Bastón en mano, las aldeanas los hacen
salir del establo. Una vez fuera, entre mugidos y atropellados sones
de cencerros, superada la inicial indecisión, enfilan como cada
año el camino que les llevará, siguiendo el enigmático periodo
fijado para cada jornada, hasta los altos prados en los que pacerán
placenteramente el próximo verano. No volverán a los cálidos
establos hasta que Escorpio junto con Sagitario desaparezcan por el
horizonte para ceder de nuevo su lugar a Orion, el cazador que cada
año anuncia el fin de la veda. Los novillos, nuevos en este
quehacer, se debaten entre el impulso de salir trotando camino
arriba y el de seguir el acompasado andar de sus madres. Todos ellos comerán y dormirán todavía durante semanas en los prados
circundantes.
Tras gozar de nuevo con el espectáculo de las
changarras esta vez alejándose de la aldea, el caminante avanzó
varios kilómetros. Todavía pudo oír el bramido del ciervo
anunciando el fin de su letargo invernal.
Siguió por el valle en dirección a donde
las montañas se estrechan y forman una profunda garganta.
Dos jóvenes mujeres procedentes de
alguna aldea vecina conducían en sentido contrario del camino a un reducido
grupo de vacas. Pensó que era tiempo de intercambio y venta de ganado y no tardaría en cruzarse con más campesinos llevando a sus animales domésticos hacia la aldea. Una corpulenta vaca del color del alazán y grandes ubres marcaba
con su lento caminar el ritmo del resto del ganado y de las campesinas
quienes hablaban animosamente y reían sus gracias. Vestidas con sayas de vivos colores, entre los que
predominan el verde y rojo con con ribetes negros y luciendo
llamativos pañuelos dejaban ver con acierto sus negos cabellos, El mercado, pensó, es siempre motivo de encuentro, lugar quizás
para el amor, del que nacerían nuevas criaturas.
Cuando pasaron junto al caminante y su
perro, le regalaron una amplia sonrisa. Al ver sus brillantes ojos
negros recordó a la anciana comadrona cuando tomó en brazos a la recién nacida: la fuerza de la mujer, había dicho, está en su
mirada.