sábado, 8 de abril de 2023

 PROBANDO PROBANDO NUEVAS ENTRADA EN LA PÁGINA DE LA CUENTA DE RAFAEL RODRIGO NAVARRO 

www.rafaelrodrigonavarro@gmail.com


viernes, 7 de abril de 2023

FAMILIA NAVARRO SANTAMARIA : A MODO DE INTRODUCCION

FAMILIA NAVARRO SANTAMARIA : A MODO DE INTRODUCCION: Las personas que nos precedieron forman parte de nosotros mismos de la misma manera que nosotros formamos parte de quienes nos siguen en ... hola somos la familia


EStamos haciendo pruebas sobre el funcinooamiento de la página 

domingo, 11 de diciembre de 2022

 

ATAR LOS VIENTOS

 Hace días que el mar bate con fuerza el acantilado haciendo saltar la espuma de sus olas por encima de las primeras casas del pueblo. Aunque está construido a una distancia prudencial de la rocosa línea que separa la tierra del mar, en esta ocasión, el viento y las embestidas del océano hacen llegar con fuerza el agua triturada hasta los prados circundantes.

 Las grandes e irregulares losas de la plaza mayor donde está ubicada la Iglesia, a causa del limo, resultan peligrosamente resbaladizas para los viandantes que intentan cruzarla. Los muros de la Iglesia y de la Casa Consistorial rezuman verdosa humedad.

 Hace semanas que los aldeanos no ven el sol, mientras el viento helado del norte arrastra oscuras y grises nubes hacia el interior del territorio. Acaba de iniciarse el mes de marzo. Si el cielo estuviera despejado verían salir el sol por el horizonte celeste que ocupa la constelación de Acuarios, pero a causa de la tormenta no es más que un tímido destello de luz la cual permanece mortecina durante todo el día. Todavía no han podido disfrutar del estallido de la primavera. Los brotes de plantas y árboles permanecen cerrados y sus diminutas hojas pujan por ver la luz. Se diría que el invierno no quiere despedirse.

 Hace semanas que el torrero no puede atravesar el estrecho brazo de mar que separa su faro del pequeño muelle del pueblo, pues algunas olas alcanzan los cuatro metros. De seguir así el oraje, pasará hambre.

 Aunque el faro es, según dicen los viejos del lugar, una atalaya inexpugnable que siempre ha sobrevivido a los más crueles embates marinos, las embestidas del mar en aquel momento son de tal calibre que su mujer que habita la casa familiar, está asustada. Hace sólo unos meses que dio a luz al tercero de sus hijos y necesita la frecuente presencia de su marido. Las comadres que han venido a hacerle compañía y proveerle en sus necesidades, miran con ansiedad al agitado mar y buscan entre la espuma lejana de las olas el destello del faro que envía su luz en rítmicas frecuencias de varios segundos.  Ningún barco se habrá aventurado a navegar tras tantos días de impetuoso viento, sin embargo, piensan, el torrero es fiel a sus obligaciones de encender el faro cada noche. Aquella luz es una guía para navegantes y para los habitantes de la aldea un consuelo. Impelidas a ejecutar un ritual mágico, encienden velas y vigilan sus tenues llamas para que el faro no se apague.

El cura párroco ha convocado una novena a Santa Bárbara por si todo aquello es obra del diablo y así poder conjurar la influencia del maligno. Pero ni los cielos se han abierto, ni ha dejado de soplar el viento, ni cesado el mar de estremecerse con sus sacudidas. Tras las nubes parece haberse ocultado a la vista de los mortales no sólo el cielo sino toda su cohorte angelical.

 En la taberna, marineros curtidos en diferentes oficios no hacen sino maldecir y quejarse de los padecimientos que sufren, junto al resto de aldeanos, desde hace semanas. Ni siquiera pueden desarrollar los trabajos de mantenimiento que requieren sus redes y embarcaciones. Si es imposible salir al mar y difícil mantenerse erguido sobre el muelle, todavía lo es más permanecer sobre la arena sin que te hiera el cuerpo y especialmente los ojos.

 Las mujeres, encargadas de llevar cada día sobre sus cabezas los cestos pescadores a los mercados cercanos, protegidas por los muros de la lonja maldicen en agitada charla la inclemencia del tiempo que hace rodar, al menor descuido, sus cestos vacíos. De repente, un estremecedor golpe de mar llama su atención en la incipiente oscuridad de la noche. Huele a salitre y madera mojada. Gritan al unísono. Los marinos salen apresuradamente de la taberna y miran al mar.

 ¡Allí está!  Sus velas henchidas y la espuma del mar vadeando la cubierta. ¡Es el barco del capitán Cork! ¡Lo han reconocido, empezando por los más viejos!  El tamaño, la disposición de mástiles y velas, el chirriar de sus cuerdas, el olor a salitre y brea… La noticia se extiende en pocos minutos por toda la aldea, a la velocidad de las carreras de zagales y el ladrido de los perros: ¡Ha vuelto el barco del capitán Cork! Con sus voces, un escalofrío recorre la aldea.  Todo el mundo sabe que hace tiempo que al barco del capitán Cork perdió su tripulación y vaga sin rumbo por los océanos. Todavía no se ha hundido porque lo pilota la muerte. La última vez que fue visto entre la bruma del mar se convirtió en una maldición para quienes lo otearon.

 Se ha de evitar por todos los medios que así sea.  Se convoca a todos los habitantes del pueblo al Consistorio. Las mujeres, siguiendo la costumbre,  han traído quesos, rebanadas de pan y  jarras de agua y  vino. Los aldeanos debaten qué hacer con la prolongada tormenta, que constituye ya de por sí una desgracia, y las que anuncia el avistamiento del barco.

 El maldito y pertinaz viento de mueve las farolas de la fachada del Consistorio y las luces de la sala en donde se han reunido y aumentan, si cabe, la atmósfera de incertidumbre e inseguridad.

   

Se diría que ríe de quienes atemorizados buscan un remedio contra él.

 Como es habitual, el alcalde y el cura monopolizan el discurso debido al tradicional y reverencial temor de los aldeanos a expresarse ante la autoridad,  incrementado  en este caso por el temor de tan negro presagio.

 Por fin un viejo de carnes enjutas, porte digno y mirada inteligente, respetado desde hace años por la gente del lugar, incluidos los más jóvenes allí presentes, toma la palabra y nombra a la mujer que vino de Shetland.

 “Apenas hay trato con ella- dice a los asistentes- porque no va a misa y sus creencias chocan contra las nuestras. Considero que se trata de una situación injusta. Nuestro comportamiento es incorrecto. Nos beneficiamos de sus conocimientos, cuando nos interesa, de manera privada. Se ha hecho útil a mujeres y niños con sus recetas para los males de la piel, entre otros, que tanto padecemos y lavativas para diferentes dolores como los de barriga. Sin embargo, simulamos no conocerla cuando aparece en público. Todos sabemos dónde vive, en una de las últimas casas del pueblo cercanas a la playa, sola, amable, con su huerto, con sus hortensias, sus flores y su viejo gato. Algunos la consideran y califican - añade mientras trata de engullir uno de los trozos de queso que se han servido – como a una bruja. Pero yo respeto a las brujas. Y sé que una bruja puede, entre otras cosas, parar el viento”.

  Se hizo un prologado silencio. Ahora eran el cura y el alcalde quienes no se atrevían a hablar. Aquel silencio sirvió para que en la mente de los asistentes la credulidad se hiciera un hueco y se abriera un excitado debate que duró unas horas.

 “Es cierto, - terció uno de los asistentes - mi madre me relató que en una ocasión vio a una bruja levantar el viento golpeando las rocas con un trapo y luego calmar las inclemencias con un gesto semejante. “

 Tocaba el turno de respuesta a algún incrédulo, pero el temor de que el barco del Capitán Cork trajera de nuevo desgracias tales como las que en otras ocasiones había azotado a pueblos que habían narrado su visita y que costó la vida a tantos niños y vecinos en general, les hacía enmudecer con cada intervención. Por fin decidieron, a pesar de las protestas del cura, ir a hablar con la mujer de Shetland.

 No tardaron en levantarse de la mesa, tras coger cada uno sus cortas pertenencias. Un pequeño grupo de hombres considerados notables en la aldea, se dirigió calle abajo hasta la casa de la mujer en cuyas paredes pintadas de ocre y blanco trepaban rosas y jazmines.

 “Un nudo para que el viento no sople por el Sur, otro nudo para que el viento no sople por el Este, y otro para que no lo haga por el Oeste. Y en cuanto al viento del Norte que ahora nos maltrata, coged vuestras armas e ir a amenazarlo al acantilado; por donde sopla con más fuerza. No temáis, aunque os empuje y derribe, no tengáis miedo de sus rugidos ni desfallezcáis si en su furia os escupe a la cara y moja todos vuestros miembros. “

Retiró algunos objetos presentes en la mesa en la que se habían sentado y fue y volvió de la cocina con la infusión preparada.

 “Provocadlo para que resople con más fuerza hasta que se agote y se amanse. Entonces yo cantaré una canción y el viento, como un cordero, entrará en mi tinaja que taparé con corcho y sellaré con cera.”

 Al día siguiente, al atardecer, los aldeanos, hombres mujeres y niños adolescentes, se dirigieron a la playa y blandieron espadas y cuchillos contra el viento.  Durante todo el tiempo en que los aldeanos pelearon contra el mismo, a la luz de los relámpagos, se pudo ver la silueta de la mujer de Shetland, erguida,  los cabellos azotados por el viento, entonando su canción :

 “Espíritu del Norte

  que viajas con el viento y soplas furioso,

¿por qué ululas con rabia

 y enervas el mar espumoso?

 ¡Cálmate!

O lanzaré contra ti

caracolas

y conchas marinas.”

 Cuando llegó el alba, el viento que había ido amainando durante la noche, se había convertido ya en una suave brisa. Los campesinos miraban todavía incrédulos al cielo azul que se abría paso entre las nubes. Skat y Sadamelik titilaban en el horizonte, dispuestas a dar la bienvenida al radiante sol de primavera.  En la playa, la espuma del mar, abandonada del viento y siguiendo el flujo y el reflujo de las olas, borraba de la arena la huella de la descomunal batalla librada por los aldeanos contra el viento.

 El caminante pasó descalzo con su perro sobre la arena. Se paró un momento. ¡Cuánta calma! ¡Cuánta belleza!

 Miró al Este y le pareció ver sobre el acantilado a la mujer de Shetland sentada sobre una roca, en el mismo lugar en que había permanecido cantando toda la noche, mirando al mar. Luego, giró su mirada al oeste y vio la torre de la iglesia y las últimas casas de la aldea que llegan hasta la playa, bajo un cielo totalmente azul.  Silbó y al instante Acros que miraba curioso a un cangrejo que corría de lado, como si ensayara los pasos de un baile caribeño, acudió veloz a donde estaba su amo. El caminante cogió una caracola semienterrada y se la puso al oído. Allí estaba el viento. Pero apenas era un susurro.

 

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OTR

 (C) Del libro: Estampas rústicas.  Rafael Rodrigo Navarro 2011

miércoles, 7 de octubre de 2020

 

Thomas Jefferson

“Yo creo que las instituciones bancarias son más peligrosas para nuestras libertades que los enemigos declarados. Si el pueblo Estadounidense permite alguna vez, que los bancos privados controlen el asunto de su moneda, primero por inflación, luego por deflación, los bancos y las corporaciones que crecen a su alrededor le quitarán al pueblo toda supropiedad hasta que los niños despierten sin casa en el continente que sus padres conquistaron”. Thomas Jefferson

domingo, 24 de noviembre de 2019

LA RESISTENCIA CIVIL DE LOS INDÍGENAS DEL CAUCA


  por  Esperanza Hernández Delgado

Abogada, especialista en Derecho Público y magistra en  Estudios Políticos. Investigadora,  docente y consultora


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lunes, 3 de octubre de 2016

LA INGESTIÓN DEL DIOS

              
Tras varios días de  caminar a través de las sombras del calidoscópico silencio del bosque de hayas, los pensamientos del caminante acabaron por retroceder a la infancia para recordar objetos y gentes.  El tren de madera, amarillo, azul, verde, colores de anilina que estaba prohibido chupar. La peonza girando vertiginosamente por la destreza infantil en el manejo de la cuerda de algodón. La pequeña tartana de hojalata con su caballito partido, sujeto por endebles pestañas,  que papá había traído de  Alicante.

Sus pensamientos, como en duermevela, iban libres de aquí para allá, recorriendo viejas estancias, repasando borrosos acontecimientos familiares. Ora afloraba a su memoria el rancio olor de muebles antiguos y gastadas cortinas, ora el trazo de cuadros que el mirarlos difuminaba miedos infantiles, provocados por el  repentino e incomprensible mal genio de los adultos.  Tras una imagen otra, volando del detalle más o menos curioso a la luz envolvente de los recintos, hasta llegar por la encalada escalera de altos peldaños de terrazo al desván de la casa familiar: el estuche de madera xerografiado en el que dos niños arrodillados componían un rompecabezas que según la información familiar había pertenecido al abuelo, el  teatrillo chinesco de cartón que había traído la tía Inés de su viaje a París, el cochecito ya destartalado sobre el que Rosa, la hermana mayor, y  él mismo habían sido paseados tantas veces por los jardines de la ciudad. Las flores, las abejas, los surtidores de agua fresca...Todo en su pensamiento  afloraba  suavemente haciendo que el tiempo pasase  desapercibido; uno de los  muchos recursos que tiene el ser humano para evitar el tedio, si se  recorren en soledad  las sendas de la vida.

 Cuando  dobló el camino, su inseparable Akros se paró un momento impactado por el nuevo paisaje, luego miró a su amo y  al atisbar la placidez de su  rostro extasiado con la vista del valle, se sentó sobre su patas traseras esperando acontecimientos. Apenas el caminante dirigió de nuevo su mirada al camino que deberían seguir, emprendió el can una rápida carrera. Durante largo rato corrió con esos movimientos irregulares alternados con paradas  bruscas que denotan alegría en un can, introduciéndose   por debajo de la empalizada que bordea  el camino para  llamar  la atención de vacas y terneros que por allí mansamente pacían. Sabía Akros que  no debía molestarlos, pero la necesidad de jugar le impulsaba a sobrepasar la valla una y otra vez  y pararse a la oportuna distancia en que la res levanta la testuz amenazante, dispuesta a no tolerar que el intruso invada una pizca más su territorio. Alargando las patas delanteras, levantando el lomo y haciendo giros rápidos a izquierda y derecha, invitaba a los terneros a participar de su juego, pero aquel calmoso ganado o no entendía su lúdica provocación o simplemente ignoraba al intruso, de manera que acabó por salir definitivamente al camino y acompañar a su amo, oliendo flores y buscando rastros.

Se sumergió de nuevo el caminante en sus lejanos pensamientos  mientras observaba distraídamente a su danzante compañero. Unos roncos y agitados ladridos en la lejanía que reconoció propios de mastines, provenientes de la única casa que destacaba sobre el ondulado  paisaje, le devolvieron  a la belleza del momento, mucho más allá de toda imaginación, con sus prados, sus bosques de verdes abetos trepando por las laderas de las  montañas recortadas sobre un horizonte totalmente  azul.

Algo semejante debió ocurrir  a  Akros, su  acompañante, pues dejó  al instante su cabizbajo y errante caminar olisqueando yerbas, para plantar las orejas y  mirar fijamente  hacia el lugar de donde provenían los ladridos.   Can y amo pudieron escuchar en la lejanía el acompasado ruido de los cencerros  que contrastaba con la anarquía sonora de las esquilas de algún rebaño de ovejas. Todavía se recrearon  unos instantes, animal y humano, con la quietud del paisaje  y el sentir acogedor de la brisa primaveral antes de dejar  la empalizada  y  adentrarse en un  bosque que les hizo perder por un momento la vista  de las montañas, hasta  llegar a una quebrada a cuyos pies divisaron de nuevo el  valle que serpenteaba siguiendo el curso del río, flanqueado por  alamedas y sotos de frondosos arces.

No lejos del inicio del valle, antes de abrirse generoso en amplia llanura, podía verse una aldea construida, se diría que colgada, en una de las laderas. Las losas de los tejados  de un color gris verdoso, obligaban a mirar con detenimiento para poder distinguir las casas de la ladera de la montaña.
 
Pudieron  ver también  allá abajo a los campesinos amontonando  el heno recién segado y oír el  lento traqueteo de las carretas movidas por  bueyes somnolientos, paradoja de un pasado en que no  existía el  tiempo. Oyeron, como un canto, los mugidos de las vacas que al ocaso llaman insistentemente a sus  becerros que quieren seguir jugando en los prados, mientras  ellas, comprensivas, apuran  las yerbas que más tarde  rumiarán sentadas sobre la tibia paja de los establos.

Resonaba en aquel momento por el valle el estridente sonido de los bidones de la leche que  las campesinas colocan al dintel de las puertas  para cuando, recogido el ganado, se inicie el ordeño.

He aquí, se dijo el caminante, la concreta realidad  de unos seres humanos enraizados a la tierra,  formando uno con ella, sin otra pretensión y sin otro anhelo que vivir con serenidad  y  buena vecindad  en aquellos valles de los que se saca el sustento para sus animales que no es sino el suyo propio y el de sus hijos. Seres humanos que forman parte del paisaje como lo forman las montañas, las rocas, las águilas o  los rebecos que se asoman cada atardecer a los riscos  más salientes para otear el valle o quizás, quien sabe, para despedir el día a su cabruna manera.

¿Por qué, si les ha sido dado un lugar así, pensó el caminante, han de anhelar algo fuera de estos valles? ¿Qué paz puede buscar el ser humano cuando dispone de ella en abundancia? ¿Qué hermosura cuando se está inmerso en la belleza? ¿Qué más se puede desear cuando se ama la vida con sencillez? Busca, se dijo, ciertamente quien no tiene. El que marchó lejos, no importa el motivo,   buscará  la quietud  y anhelará  el  regazo de la maternal aldea; pero los que permanecen, esos ¿cómo van  añorar lo que  ya tienen?  Quien  se  ha ido quizás recuerde la convivencia amorosa de quien  saluda  cada vez que te ve  porque eres  parte de su vida: pero para quien permanece en estos valles, pensó, la sensación de estar vivos  ha de ser constante. Conviven con sus vecinos  y  las montañas circundantes  en silencio y quietud   y dialogan con sus domésticos mientras les proveen de grano y heno. Se conocen mutuamente y  se hacen compañía.

Incluso las bestias como el rebeco que alerta con su silbido, el jabalí al que se  oye gruñir en la espesura del bosque o el  águila  ángel y terrícola a un tiempo que  escudriña desde lo alto, son amistosos vecinos y colaboran  para avisarse de los peligros, para confortarse con los cambios de las estaciones, para marcar juntos los ritmos del  devenir  o simplemente saludarse.

Saben  todos ellos que no es sano que la ansiedad  se junte con el deseo. Cuando  nos lanzamos a utopías productoras que consumen nuestras energías vanamente dejamos de enraizarnos, contrariamente a los árboles, en una tierra en la que fuimos sembrados por el destino.

¿Por qué sino acaba el peregrino  volviendo a sentarse bajo el árbol del que partió a tierras lejanas? ¿Por qué  volvemos con la vejez a las peñas desde las que voló libre por primera vez  nuestro espíritu adolescente? ¿No vuela el gavilán y chillando recorre todo el valle?

Como el ciervo que vive en el bosque y se aventura cada día a comer la suave yerba de los prados cercanos al acecho de lobos  o  el corzo asustadizo que se acerca a  beber de  las turbulentas aguas del río, así la apacible y rutinaria vida  de los aldeanos en contacto con la naturaleza  no carece del riesgo; pero la ayuda y el socorro mutuo  son  su seguridad y en caso de muerte su consuelo.

Quien  corre de aquí para allá quizás obtenga con rapidez unas  ganancias que le sobrepasen  o quizás amplíe su territorio tanto que ya no le sea ni útil. En este caso nada  sabe de esa felicidad que habla en la soledad del bosque. Ni tampoco de la satisfacción de quien  no necesita poseer la tierra  para disfrutarla. Los aldeanos  creen  que  el  bosque  está  encantado. Hijos e hijas de quienes les precedieron en el gesto adusto de arar la tierra, sembrar los surcos mojados y recoger el grano, viven  en paz consigo mismo. Son hijos del amor.

Acros, sentado, miraba también el valle. Se diría que tenía pensamientos semejantes a los de su amo  pues de vez en cuando le miraba y a continuación trataba de descubrir en la profundidad del horizonte  aquello que el caminante iba narrando en sus pensamientos. En nada parecía inquieto, pero bastó un pequeño gesto de su amo, para saber que  había estado observando cuidadosamente  por dónde  continuaba  el  zigzagueante camino que les  habría de llevar  hasta la aldea pues dirigió hacia allí sus pasos.

El caminante a pesar de saber que el tiempo carece de importancia y que la impaciencia no hace sino cerrar los ojos a la belleza de lo cotidiano  aceleró  su paso, quizás ante el inconsciente deseo  de encontrar respuesta a tantas  preguntas como se había hecho. Acros se dejó llevar, una vez más, por su mente intuitiva que  le  indica qué  hacer  a cada momento.

A pesar de haber sentido todavía frío en la espesura umbría del bosque durante los últimos días de camino, saben que está próximo el mes de abril. No en vano han contemplado cada noche la láctea vía que  indica  el camino  recorrido hace siglos por aquel grave apóstol que  predicó  el evangelio en los confines del mundo. Senda celeste que con anterioridad había guiado a Hércules que tras vencer a Gerión, quiso ocultar allí su cabeza. Albura que siendo  bebé,  hizo derramar a la abundante  Hera hermana y a la vez esposa de Zeus, reina madre de los dioses.  Estela que desde entonces no han dejado de seguir sus émulos hasta dejar sobre la tierra una huella  imborrable, reflejo de la que existe en el cielo desde toda la eternidad.

Cuando llegan a  la aldea, Acros, atemorizado por el coro de ladridos que su presencia  desencadena en  los aguerridos canes que han de guardar  los rebaños de alimañas y lobos,  no osa apartarse de los pies de su amo, hasta el punto de tener éste que llamarle la atención una y otra vez  y  obligarle a alejarse  para no tropezar.

Tras los primeros saludos a algunos viandantes, el caminante, hace lo que  hay que hacer: ir a la plaza, exponerse a la mirada a veces esquiva, a veces  inquisitiva o curiosa de los aldeanos y aprovechar para refrescarse en la  fuente. En esta ocasión el agua brotaba desde uno de los muros de sillería de la Iglesia, lo que no es frecuente, pero deja  así diáfana la plaza principal de la aldea. Encima de los caños  por los que salía  abundante agua, esculpida en  una pieza de alabastro y desgastada por el paso de  los años, aparecía una ballena y junto a ella el anciano Jonás, arrodillado, con los brazos extendidos  mirando al cielo, deplorando su cobarde huida a la lejana Tarsis  donde según las escrituras : “la plata y el estaño eran abundantes y el sentido de la moderación escaso”.

Próximo el verano, la fuente  invita con su abundancia y su sonoro dejo a sentarse  en la plaza, cosa que los aldeanos hacen   al atardecer para conversar, cuando el sol deja de molestar.

No pasa  demasiado tiempo sin que se acerquen algunos niños. Le preguntan sobre su procedencia, las razones de su venida a aquel lugar. Inquieren sobre el tiempo de su estancia. Le explican, respondiendo a las preguntas del caminante,  cómo se baja  hasta el río, por dónde  se va al  lavadero, quienes se encargan de dar cobijo a los forasteros  y qué personas presiden aquel año el concejo que gobierna la aldea.

Pasan allí, amo y can, las horas de más calor a la sombra de  las  moreras  y  también  del  atrio de la iglesia. Al atardecer  observan cómo jóvenes mujeres se acercan, cántaro  en  la cadera, a la fuente  en la que  el anónimo escultor ha querido narrar  que el agua, fuente de vida, se puede convertir en implacable enemigo de quien se deja llevar por la molicie.

Llenos los cántaros  se interesan por el  forastero,  extrañadas de que haya recorrido tan largo camino hasta aquel remoto lugar. El caminante  muestra  su  deseo de permanecer  por un tiempo en aquel lugar, lo que  estimula más aún  la curiosidad de las muchachas quienes  dejan  los cántaros a la sombra y se disponen a escuchar sus andanzas por otras aldeas y  a atender  con solicitud a quien desea conocer sus costumbres. Conversan  largo rato  sobre la posibilidad de convivir  con ellos  por un tiempo y conocer  los ritos de las cambiantes  estaciones , las  festividades y sus  leyendas.  Le preguntan sobre sus habilidades, pues si ha de permanecer  tiempo en la aladea, será bienvenido, pero  habrá de  aportar a la comunidad   su  sabiduría y  su trabajo.  Ellas se encargarán de  comunicar  al resto de los aldeanos sus intenciones.  


Pasa  así el caminante  los dos primeros meses en la aldea, trabajando en los menesteres que se le encomiendan. Pero  llega el verano. En el hemisferio boreal, sobre la nebulosa, brillan resplandecientes  los tres luceros: Altaír de la constelación del Águila, Deneb del Cisne y Vega de La lira. Al otro lado de la esfera  Taurus se esconde  cada mañana por el horizonte  y avisa a la aurora para que el cazador Orión, seguido de su perro Sirius, reciba al sol en su salida.

Hace tiempo que las nieves han retrocedido.  Las vacas  acompañadas  de toros y novillos ya  pueden  iniciar su anual peregrinaje a las cimas de las montañas  donde los  prados ofrecen yerba tierna y renovada. Allí  parirán sus terneros sin apenas intervención humana. Los ciclos y ritmos de la naturaleza son sagrados y cuando se les respeta encuentran los  aldeanos en ellos a un colaborador que les libera de preocupaciones y les deja libres para otros quehaceres. Así pues los habitantes de la aldea aceleran las  últimas actividades  relacionadas con el ganado  que hasta entonces ha permanecido estabulado y recupera la libertad. La cosecha está  próxima y  deben  dedicarse plenamente  a la recolección del cereal

Como una partitura musical o un guion teatral, la naturaleza marca un tempo. En breve  han de recoger los frutos sazonados de sus campos y  almacenarlos para los días del invierno Los campesinos disponen  apenas de  dos meses para recolectar primero la cebada, luego el centeno, por último el trigo, antes de que los fértiles campos se conviertan de nuevo en páramos yermos a causa de los siguientes hielos invernales.

Pero  antes de que esto último ocurra, ha de transcurrir un largo verano en el que tendrá  lugar  la recolección del cereal  entre los ritos del principio y  del final de la siega; para  contribuir así a que el cielo y la tierra sigan en  perpetuo devenir.  Por ello, finalizada  a su vez la recolección, de nuevo bajará el  ganado desde  los  altos prados  donde habrán pasado los meses más calurosos  del año protegidos por fieles mastines y vigilados por  pastores, hasta los prados circundantes para rumiar de nuevo en los establos en las húmedas  noches de otoño. La naturaleza, aya solícita, cuidará del ganado  durante el verano  y  celosa devolverá  de nuevo el ganado a la aldea con la condición de que los humanos  no olviden que las bestias son un bien compartido. Sabe que sin sus animales domésticos  los aldeanos sufrirán de soledad. Necesitan del bálsamo  con que  pasar  el duro invierno rodeados de nieve y  vientos helados.

Pero volvamos al inicio del verano. El sol, ansioso por madrugar, alarga los días y  luce orgulloso su esplendor invitando  a segar  los  campos. Han finalizado ya  los trabajos  de la esquila y la mela  y  hace días que ovejas y carneros pacen libremente en  los prados. Las últimas vacas y  yeguas, rezagadas  con motivo de alguna dolencia o  simplemente a causa de la vejez, abandonan definitivamente los establos.  

Hay que enjaezar bueyes,  guarnecer  mulos y preparar caballos para las veraniegas tareas del campo. Serán los aldeanos a partir de ahora segadores y  han de  llevar a cabo  las arduas tareas de su calendario agrícola: la siega, el acarreo, la trilla y la limpia  que les ocuparán por completo durante  los meses del verano. Así pues,  despiertan de su letargo invernal  a  hocinos, palvos de gavillar, atejeras, telerines, varisetos, bieldos y trillos que dejan  diseminados por las cuadras, ahora vacías del ganado  o apoyados  en los dinteles de las puertas  libres de baldes y lecheras, prestos a ser utilizados.

Un día antes del inicio de la siega encienden los habitantes de la aldea  una gran hoguera en  la plaza y sacrifican un jabalí cazado con este motivo en  el bosque de abetos que por su abundancia  consideran sagrado, ubicado en  unas colinas que hay al extremo del valle.  Asada su dura carne ha de servir de alimento a todos los allí presentes, sin distinción de rango o edad. El caminante es invitado al banquete y Acros  parece adivinar que también va a participar  pues se ha mostrado  alegre y  confiado con los niños y niñas de la aldea  durante todo el día.

Por la noche, sigue chisporroteando la leña encendida y las pavesas  cruzan  la obscuridad  cual luminosas alevillas. El ambiente se llena de  sombras y  un penetrante olor a grasa quemada.  El caminante no puede dejar de asociar aquella estampa a los ritos de la lejana Grecia. Los exigía Ceres la diosa de los arados, al principio de la siega, para que no decayera la fecundidad  de campos y humanos; mientras  dejaba  al  patrocinio de  Dionisos  los fastos propios del final de la cosecha con sus bacanales  y excesos en el vino y el amor, pero también con su  música, sus representaciones  y su culto a los muertos, todas ellos propios del otoño, cuando el ser humano busca  de nuevo  el calor de los lares.     

Los jóvenes con grasa han confeccionado teas que ahora encienden en la hoguera comunal y  llevan a las casas para renovar el fuego de los hogares, como se renueva el cielo y la tierra cada solsticio.

Un anciano ,  manta apoyada en  sus  hombros,  mira al caminante  quien  observa extasiado las ondeantes luces de la plaza y se le  acerca lentamente.

-¿Ya sabe ud.  por qué  sacrificamos este jabalí?

- No, realmente no, me imagino que estamos ante una antigua costumbre, responde el caminante.

 - Eah! Se trata de que los jabalíes que viven en la espesura, oigan sus gritos. Puede estar seguro que no se atreverán a  horadar  los campos  ni a  comer de  las cosechas.

- ¡Cierto!, dijo el caminante. Pero también, pienso yo, hay  que agradecer a la Virgen y al cielo la protección dada este año al cereal. ¿No es así?

-  Así es, respondió el anciano. Por eso compartimos todos la carne del cerdo salvaje que le pertenece por el sacrificio y por la misma razón nadie debe faltar a la fiesta.  Los  humanos hemos de ser agradecidos y debemos compartir la vida y el trabajo. La Virgen  favorece a quienes viven con  amor y  tienen compasión de sus semejantes. ¿Sabe ud?

-Así debe ser, respondió el caminante, mientras volvía su mirada a la hoguera.

-Donde  hay discordia, continuó el anciano, habita el demonio, ¡ojalá este fuego lo confunda y ahuyente!, pues la unión es  ahora, en el tiempo de la siega y la recolección, más necesaria  que nunca. Nada se desperdicia de este verraco, comentó, pues hasta los huesos serán triturados y mezclados con la ceniza de la hoguera para ser  arrojados a los campos en  la próxima sementera.

-¿Se trata  así de asegurar la fertilidad de la tierra? Preguntó el caminante, conocedor del simbolismo del cerdo antaño como encarnación del dios del cereal y animal sagrado de Ceres.

-Así es, dijo el anciano, y la fertilidad  de los animales. Quienes tienen reses también recogen  las cenizas para mezclarlas con la cebada que les  han de dar como alimento.

Al escuchar las explicaciones del anciano, comprendió  el caminante que quien se  ha alejado de la naturaleza se afana vanamente en entender los ritos ancestrales.

A la madrugada siguiente, reparados los cuerpos por el breve descanso, apenas empiezan a cantar  los gallos, se produce una sonada algarabía iniciada por las aves de corral y  seguida por humanos.

Mientras la aurora  rasga el velo del firmamento aún estrellado y  Helios  asoma reluciente,  su hermana Selene se dirige al lecho diurno. Ve el caminante cómo,  por el  sendero  de los olmos cercano al lavadero,  baja una animada comitiva  de  hombres y mujeres  que se encargarán de cortar la primera mies y  llevarla a la aldea para ser consagrada en el  templo y dar  gracias a quien desde toda la eternidad provee a humanos y bestias de lo necesario. Con las primeras espigas recogidas se amasará el pan, cuerpo de dios que fue primero carne y  luego trigo. Han de estar  de vuelta a la aldea antes que el sol alcance su cénit  y los  rayos caigan perpendiculares sobre los humanos, los montes y los ríos

Una vez llegan al campo elegido para  iniciar la siega, se hace el silencio. Sobre el horizonte destacan las verdes colinas.  Los segadores fijan su mirada en la  mies que se mece al son de una suave brisa. Un escalofrío recorre  a los allí presentes, pertrechados con hoces, dediles, cuerdas y guadañas. En  aquellos campos  ha vivido durante el invierno y  aún vive el espíritu del cereal  que los hizo crecer y los anima.  Van a cortarlos no por capricho sino  por necesidad,  por ello entonan una plegaria expresando su pesar y pidiendo  al dios  que no les  castigue ni les persiga en su ira vengativa.

Pero aun así, aplacado el dios  por la oración y  los cantos,  ¿quién se atreverá a cortar las primeras espigas que haga posible amasar el cuerpo de dios y celebrar  la eucaristía? Saben que aquel que ose irritar al dios del cereal corre el riesgo, entre otros males, de  padecer  la enfermedad  y ver morir a sus seres queridos. Se necesita valor para adentrarse  cada año en los campos granados y  ser el primero en cortar los trigos. Pero en la aldea no faltan jóvenes arrojados que  son capaces de arriesgar  su propio bienestar por el  bien de toda la aldea.

Un  mozo, moreno, curtido por el sol y el aire, de unos veinte años, vestido  con chaleco marrón  y  camisa ligeramente azulada, deja cuidadosamente  su gastado sombrero de paja sobre unas piedras, se quita las zapatillas  y entra en el campo, lugar todavía sagrado, limpia de briznas su hoz  restregándola en el pantalón de  pana oscura y  siguiendo el ejemplo de todos aquellos jóvenes que años anteriores  le precedieron en la proeza de  cortar los primeros trigos, se adentra lentamente  hasta  llegar al  centro del campo y con un golpe seco desparrama  algunas espigas por el suelo.

Desde los lindes del campo, ahora profanado por la violencia ejercida sobre los últimos trigos, gritan: ¡Por allí huye! ¡Por allá va el lobo! ¡Ya marcha el espíritu del grano! ¡Ya escapa la rabosa!

Nadie ha visto al lobo, ni al gallo, ni al espíritu del grano, ni a la rabosa, pero  aquellos gritos rituales tienen como cometido  diluir  el temor de  los presentes. Tras los gritos, se  hace el silencio de nuevo.

Una joven de grandes ojos negros y mirada firme, cuyos largos cabellos color caoba permanecen  recogidos bajo un  pañuelo estampado  se acerca reverencialmente al centro del campo donde  su prometido sigue cortando  espigas. Tiene atado un manojo de cuerdas de esparto a la cintura  y mientras camina  solemnemente los presentes entonan plegarias deseando que el espíritu del cereal no haya padecido mal alguno en su precipitada huida y que la Virgen les proteja en aquel lance. Cuando llega  al lugar donde están las espigas caídas, se inclina,  las ata  y forma con ellas unas gavillas.

Puesto que el espíritu del grano  ha huido,  no tienen  los segadores por el momento nada que temer, pueden cortar y  gavillar esa misma mañana  la mies  primera,  necesaria para la comida sacramental.  Ejecutan el trabajo con rapidez  introduciendo aquellas primeras gavillas  con cuidado en  cestos de mimbre en los que serán llevados hasta la aldea.
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Finalizado el  rito  de cortar los trigos los dos jóvenes  unidos con anterioridad  por la pasión y ahora por el sacramento, salen  del campo con semblante alegre y serio a un tiempo, conscientes de  la  responsabilidad adquirida ante la comunidad  y de haber  desafiado a una  fuerza superior. Se desnudan  y  los presentes les visten con  un traje confeccionado con hojas de arce para la ocasión del rito del inicio de la siega, les coronan con espigas y les aclaman como reyes del cereal. Serán durante todo el año los causantes de la fortuna de la aldea pero también del infortunio que pudiera envolver a  sus   habitantes, con peligro incluso de sus propias vidas.  

El grupo  asistente, testigo de la huida del espíritu del campo tras el primer corte, convertido ahora en séquito, acompaña a los reyes del cereal  portadores de las gavillas en su entrada triunfal en la aldea. Llevan los cestos con la mies cortada y entonan cánticos de fúnebres cadencias  con los que piden perdón al espíritu del cereal por  haberle importunado y haberle hecho huir a los montes.

Les espera el párroco a la puerta del templo, con alba, bonete y estola verde ribeteada de oro colgada sobre los hombros, rodeado de una pléyade de  inquietos monaguillos  con sotanas rojas y roquetes blancos.  Es aquel mismo atrio que sirvió de cobijo al caminante  durante  las horas que siguieron a su llegada a la aldea el que ahora acoge al ministro de la iglesia y a los miembros del concejo.

La comitiva atraviesa la plaza flanqueada por los aldeanos y se detiene delante del cura y  los electos ante la expectación del resto de habitantes. El párroco tras unas leves inclinaciones ante los reyes del cereal  los asperja con un ramillete  de romero mojado en agua bendita  y con voz grave y sonora lee: Dijo Jehová a Moisés: Habla a los hijos de Israel y diles: Cuando hayáis entrado en la tierra que yo os daré y seguéis su mies, traeréis al sacerdote una gavilla por primicia de los primeros frutos  que  mecerá  delante de Jehová, para que seáis aceptos.. No comeréis pan, ni grano tostado, ni espiga fresca este mismo día, hasta que hayáis ofrecido la ofrenda a  vuestro Dios; estatuto perpetuo es por vuestras edades en dondequiera que habitéis. (Levítico 23:9-14)

Cerró el párroco con solemnidad el gastado libro  de las escrituras, unió la manos, alargó  los dedos índices con los que tocó la boca y  bajó la cabeza durante unos minutos para que en silencio los presentes reflexionaran y dieran gracias a Dios. Luego predicó que era aquel día uno de los tres del año que relucen más que el sol junto con el  Jueves Santo y el día de la Ascensión de Jesús  a los cielos. Lo había establecido la Iglesia, dijo, para conmemorar la eucaristía, ese misterio por el que el pan de las primeras espigas se convertía en el cuerpo de Cristo para ser comido y beneficiarse de sus virtudes.  Y añadió que como seguidores que habían sido también de los judíos los primeros cristianos, tenían también el deber de celebrar las tres fiestas de la siega: al iniciarse la cosecha de la cebada la Pascua,  al iniciarse  la cosecha del trigo el Pentecostés  o Shavuot y la  fiesta de los Tabernáculos cuando finalizara la recogida del cereal.

Tras esta breve alocución el cura párroco se hace a un lado para dejar entrar al templo los reyes del cereal que van  acompañados del grupo de segadores, tras ellos el séquito concejil y  cerrando el cortejo él mismo acompañado de la caterva de monaguillos. Una vez dentro, depositan la gavilla que llevan en sus manos sobre el altar y regresan a los primeros bancos de madera  de la iglesia donde  sentados  con el resto de asistentes escuchan  un  Te Deum  y rezan las letanías a la Virgen María, dando así por finalizado el rito católico.  
Pero tienen los aldeanos, al margen de este rito cristiano, la costumbre antigua de hacer dos figuras, un hombre y una mujer de grandes dimensiones confeccionadas con el  trigo gavillado que cuecen en el horno comunal. Al atardecer son las figuras de pan transportadas en un anda  por personas adultas mientras caminan delante  jóvenes vestidos con sus mejores ropas y  vestidas de blanco las novias de aquel año coronadas de espigas. El resto de asistentes visten también ropas nuevas y  las calles que han sido previamente engalanadas,  lucen limpias  exhibiendo su pulcritud.

Los hombres y mujeres núbiles que han acompañado en esta ocasión a las figuras de trigo cocido  y destinado  a ser comidos por los todos los habitantes de la aldea, podrán  tras su ingestión comprometerse con miras al casamiento  y así  procurarse descendencia, lo que ocurrirá en la siguiente primavera.

Ha querido el cura párroco no quedarse al margen de esta costumbre, para él pagana pero  que no ha podido erradicar  y  desde hace años  porta  tras las andas que soportan los muñecos de pan de trigo, una reluciente custodia que hace llevar bajo palio con el verdadero cuerpo de  Nuestro Señor, destinado también a ser consumido, en este caso  por los creyentes, como un sacramento.

Del mismo modo que la mujer parte el grano y  lo tritura  con el molino antes de hacer con él el pan, así aquellas dos figuras humanas de trigo deberán ser partidas en innumerables trozos para ser comidos por  todos los  habitantes  de la aldea. Incluso los bebés deberán comer  de estos panes en forma de cuerpo humano que sus madres se encargan de masticar con devoción y tras pasarlos  por su cuello, pecho  y vientre, haciendo tres cruces,  darlos como alimento. Tal es la creencia y  tal el respeto  debido  a este primer trigo  cosechado, primicia del que ha crecido en el campo durante todo un largo año. Misterio de la transustanciación que  hunde sus raíces en los tiempos más remotos de la historia de la humanidad. Por eso deben los aldeanos mantenerse hasta el momento de la ingestión del  dios en estricto ayuno, para evitar que otros alimentos ingeridos con anterioridad  se mezclen con el trigo nuevo.

No prueban bocado desde la salida del sol hasta el ocaso, cuando  tras la procesión tenga lugar el reparto del dios en su doble forma de hombre-mujer.  Ha visto el caminante cómo, en su celo, esconden  las madres los alimentos e incluso el agua a recaudo de las debilidades de los niños. También ha observado cómo hay adultos que se purgan, temerosos de haber  incumplido el tabú por uno u otro motivo  y  ser por ello  merecedores de un posible castigo, práctica que aplican algunas madres  a sus propios hijos, temerosas de la desgracia que pudiera caer sobre  ellas  en el caso de hubieran ingerido algún alimento a sus espaldas. 

Si el día anterior  han comido los aldeanos en el banquete comunitario  la carne de un verraco, consagrado a Ceres desde tiempos inmemoriales  para que les transmita su fuerza,  el día del primer corte del cereal será también el  día del Corpus Christi  o día de acción de gracias. El alimento del nuevo banquete ha de ser el cereal para que en cuanto cuerpo de dios  nos transmita su  bondad, tan necesaria para una sana convivencia.

 Creen los aldeanos que ningún hombre debe entrar  y ni siquiera acercarse a  los recintos en donde se tritura y amasa el pan con el que se elaboran  las figuras humanas por ser tarea reservada a las mujeres. Quien rompa este tabú se volverá holgazán e incompetente en el trabajo, lo que provocará a su vez el rechazo de las mujeres de la aldea.

Recuerda  el caminante , a más del rito debido a Ceres y a la Iglesia Católica, que también los romanos llamaban a estos panes primeros mania  o madre del espíritu y  les daban forma humana o de animal  antes de ser comidos; y en el caso de los niños su ingestión iba acompañada de un huevo para que crecieran ágiles y  sanos. Algunas de aquellas figuras humanas de trigo una vez  endurecidas por repetidos cocimientos, era usadas como  talismanes protectores  y  colocadas en las puertas de las casas para conseguir que los espíritus se confundieran y ocuparan un cuerpo del que no pudieran desprenderse, dejando así en paz a quienes  las  habitaban.

Tras la  ingestión del dios o comida eucarística  y  los fastos que le acompañaron  la aldea quedó sumida en un   sonoro silencio de grillos y  croar de ranas  a la luz de una púdica luna que apenas se dejaba ver entre las nubes.

Al día siguiente, todavía en el lecho, apenas apareció la aurora, el caminante oye el  trepidar de hoces y guadañas, las risas provocadoras de  algunas mujeres, los retos de las cuadrillas y los primero cantos que llaman  a  la siega.

Echale hierro al carro,
échale hierro,
échale volanderas
de fino acero.

A partir de entonces, cada día, bajan los aldeanos a  los campos, a segar, no en tropelía sino ordenadamente con la alegre gravedad que les caracteriza, cantando animadamente, sabedores de  que a las gentes del lugar  les gusta oír  sus cantos en la madrugada.

Voy a la siega, madre,
voy a la siega,
a ganar el pan
pa  mi morena

Si durante los últimos atardeceres, anteriores al inicio de  la siega, el caminante había oído los ritmos entrecortados de algunas canciones de boca de quienes acarreaban enseres de aquí para allá, ahora tiene la ocasión de escucharlas en la totalidad de sus variados ritmos y  tonadillas dispares, mientras  van o están en los campos.  

Al día siguiente, el segundo de la siega, el caminante, decidido a  conocer de cerca el trabajo de las cuadrillas,  se levanta  temprano y apenas oye los primeros ruidos  sale de casa y acude a donde se concentran  hombres y mujeres para formar las cuadrillas e ir juntos a la siega. El alba empieza a rosar el horizonte y  una débil niebla cubre los campos. Las  mujeres cubren sus hombros con  tocas de lana  y  los segadores visten chalecos de colores. Llevan con ellos sus pertrechos: abarcas, hoces, cuerdas y dediles. Apenas dejan las últimas casas entonan  los primeros cantos que se escucharán durante toda la siega en los caminos y en los campos como un eco.  Son cantos de segadores,  recogidos de los mayores, como una tradición  que habla de amores, alegrías, desengaños, lluvia, truenos, granizos y santos protectores.

Un día de gran calor
me  he  asomado a la ventana;
he  visto a los segadores
segando trigo y cebada.

El caminante  hechizado  por  la magia de  los frescos amaneceres y  por  la  cegadora luz de los dorados campos, no puede evitar estremecerse con cada copla. Cantadas por graves y al mismo tiempo ligeras voces de hombres a quienes replican  finas y entrañables voces femeninas, parecen volar con la brisa y mover las espigas. Y entre canto y canto el  risrás  de las hoces  rompiendo las cañas del trigo. En la lejanía se oyen a su vez las voces de los zagales y los rebuznos de los pollinos que anuncian con su  presencia la llegada del agua.

Alpargatas de esparto
y  faja campera,
así será el mozo
a quien yo quiera.

Cantando y silbando
sus tonadillas,
cortará los trigos
para mi niña. 

En  la lejanía alguien responde.  

Estaba cortando un pino
en el pinar del amor;
del tronco saltó una astilla
que me dio en el corazón.

Más tarde, otra voz femenina:

Blanca  era yo
cuando entré en la siega;
diome mucho el sol,
ahora soy morena.

Se oyen también  pareados y refranes:  

“Segador, baja la mano; que la mies no es sólo grano”, en alusión a la necesidad de cosechar correctamente la paja.

Y de  nuevo cantos, risas  y  silencios  hasta la pausa del  mediodía  a la sombra de los olmos.

Se abren las fiambreras y  reflejan su  luz  las navajas cuando se cortan los panes amasados con harina vieja, resto de cosechas pasadas. El botijo,  conservado en la parte más umbría  de la olmeda,  rezuma gotas de agua  fresca y  pasa por encima de las cabezas de los segadores

Arriba, segadores,
arriba, arriba,
que arriba está la fuente
del agua fría.

Tras la comida, la siesta y un  silencio de voces masculinas. Las mujeres preparan  infusiones en animada cháchara, bajando la voz  y comentando los últimos acontecimientos de la aldea.

Ha transcurrido una hora más o menos desde que se detuvo el trabajo,  los mozos  se han  ido despertando. Se mojan manos y cara, arreglan sus fajas, sujetan los pantalones  y  cogen de nuevo sus enseres. Las mujeres se arremangan  y  desabrochan sus camisas preparándose así  para la faena de gavillar. Juntos  se dirigen de nuevo  al campo  donde la  recogida de mies quedó  interrumpida.

Cásate mujer honrada
Que te se pasa el centeno,
Que tienes una cañada
Que de balde te la siego.

Se oyen algunas risas entre segadores, mientras una joven de tez morena,  mirada alegre,  falda azul campesina  que apila algunas espigas para hacer un hatillo, replica  con picardía:  

¡Vente  conmigo buen mozo,
a beber de la tinaja
que desde que te vi 
tengo guardada en mi casa!

El caminante  piensa en la ocasión  de ser testigo de cómo el trabajo puede convertirse en arte y cómo se puede transformar la adversidad en diversión.

El sol  ha  empezado a declinar. Sus rayos antes abrasadores se suavizan y dan un respiro.  La brisa aprovecha para acariciar el  rostro de los segadores y secarles el sudor. Es el momento de entonar  canciones conocidas, que  se cantan a coro, mientras  se trabaja.  

No hay pájaro sin su pico
ni jardín que no eche flores,
ni cantares que no vayan
guiados por los amores.

Y todo el  coro al unísono:

¡Éstas sí que son señas de labradores!

Cuando acaba el día  y el sol se esconde definitivamente por el horizonte dejando un reguero de tonos rojizos y morados  a su paso, hombres y mujeres  toman de nuevo el camino que les  ha de llevar a la aldea y antes de dispersarse por las calles que han empezado a iluminarse con  las vacilantes luces de las farolas, se oyen las últimas canciones.

Han apurado la luz del día y agotado las fuerzas de sus brazos, pero saben que se reconfortarán en la intimidad de sus hogares. La gente mayor que no realiza ya tareas en el campo pero que colaborada solícita en las tareas de la casa, han preparado las viandas, el agua fresca y el vino para cuando lleguen los  segadores.  
A algunos jóvenes, trabajadores todo el día en la siega, aún les queda tiempo de penumbra tras la cena para no ir a dormir sin el deseado beso de enamorados.  Otros no parece que tengan  prisa por  volver a sus casas y se  entretiene en la taberna de la plaza. Uno, animado con alguna copa de más, vocifera:

Cuando vengo  de segar
asómate a la ventana,
que al segador no le importa
que le iluminen la cara.

Otro, compañero de fatigas,  ríe exagerando el gesto y haciendo  aspavientos pues sabe a quién va dirigida la copla, añade:

A todos les da claveles
la morena de la plaza,
para todos, los claveles,
para mí , las calabazas.

Un anciano que  entra en la plaza con su gayata y paso vacilante  se detiene  al ver a los mozos en aquel  estado, les brinda una amplia sonrisa y espeta:

 “Cantad, cantad que los ahorros de corcheas descabalan el  granero”.

Animados por la aquiescencia del anciano  ríen y cantan:

Suspiros salir, salir
y traspasar las paredes
y mirar si está durmiendo
la reina de las mujeres.

De todo lo narrado ha sido testigo el caminante  quien ha escoltado a los segadores durante  la jornada.  Cuando  llega a casa y abre la puerta le recibe Akros con el mejor de los saludos que es capaz un can. Sus saltos  llegan casi a la cara. Su alegría infinita. No sabemos si ha medido o no  el tiempo de su ausencia  o  si se  ha sentido abandonado en algún momento, pero  su regocijo es inmenso  y un rosario de ladridos expresan a la vez  diferentes sentimientos.  El caminante trata de tranquilizarlo con las palabras cariñosas de siempre pero  su inquietud no parece tener fin. Decide pues dar una vuelta por  los alrededores ahora oscuros de la aldea para que el can se tranquilice. Tras el paseo el caminante busca la comodidad del sofá apostado en el  salón mientras Akros  se acomoda en su esterilla. Su mente repasa los acontecimientos del día: el esfuerzo de los campesinos, el trabajo bien hecho, los juegos, las pegadizas y agradables tonadillas.

Se levanta, se dirige a la librería y tras buscar pausadamente algún libro sobre antiguas creencias toma el que le parece adecuado y abriéndolo por  una de sus páginas  lee:

“Oh Ceres, esposa de  Júpiter, diosa de los sembrados a quien Plutón, rey del inframundo, arrebató a tu amada hija Proserpina y la llevó consigo a las profundidades del Hades. Sé propicia a quienes viven con sencillez y  puesto que pasan sus días  sin alterar los ciclos de la vida que te son tan queridos, no te enojes nunca con ellos ni en tu ira desbastes sus campos granados. ¡Que el taimado Plutón te devuelva pronto a tu hija y se mantenga ocupado  en  las  profundidades! No permitas que el abrasador carro de Helios con sus corceles Flegonte el ardiente, Aetón  el resplandeciente y  Pirois el que echa fuego por sus fauces, se desvíe del camino diario y bajando más de lo que es prudente agoste sus cosechas. Amén”

Piensa el caminante que  aquella  plegaria leída al azar, no es sino una de las muchas que sin duda  han elevado  a  sus dioses,  durante siglos y siglos, aquellos devotos campesinos trémulos de que sus cosechas no lleguen a buen  término, quemadas por los rigores del verano , arrastradas por las turbulenta aguas  o destrozadas por las tormentas.

Y  se pregunta de nuevo sobre el secreto de  esa fuerza de ánimo que parece acompañarles a lo largo de la vida. Es su espíritu dispuesto a compartir, se dice, presente en las fiestas, en las comidas  sacramentales, en  la gestión de sus bienes, los prados y los montes,  y en  el trabajo del campo. Cuando se comparte, ciertamente no hay lugar para el abatimiento pues el ánimo del  afligido es levantado por quienes  no sólo le rodean sino realmente viven con él. La aldea, concluyó, también tiene un alma.

Ha llegado el mes de agosto. Cada noche Zeus, trasformado en lluvia de oro, busca a Dánae en el firmamento estrellado. La constelación de Perseo se ha elevado sobre el horizonte  y  es ahora claramente visible. Cefeo, casi en el centro de la bóveda celeste, padre de Andrómeda , nos recuerda que fue condenada , a causa de su madre Casiopea quien se jactó de ser más bella que las Nereidas, a ser devorada por Cetus, monstruo marino que  surge cada atardecer  estival  por el horizonte, pero a quien Perseo mata  entrada la noche.  Constelaciones todas ellas  fijadas por Zeus en  aquel lugar del firmamento  para que los seres humanos sepamos que el amor verdadero transmuta en valentía.  Es por ello que el padre de los dioses hace caer cada noche de verano  sobre la constelación  de Perseo una lluvia de estrellas.

El cura párroco  no  está  de  acuerdo con estas explicaciones   que  califica de paganas  y dice que las fugaces perseidas no son sino las lágrimas de  San Lorenzo, ese otro  amante  en este caso de la Iglesia, cuya valiente defensa ante el emperador Valeriano que quiso disponer de sus bienes, le costó la vida, quemado en una parrilla.

Lo  cierto es que agosto luce una cúpula celeste esplendorosa, plagada de estrellas, y  que los trabajos de la siega están llegando a su fin por lo que los aldeanos  preparan  los utensilios para la  nueva tarea  que se  hará urgente a partir de este momento: la trilla. Es su deseo tener almacenado el grano antes de que empiecen las lluvias  del final del verano.

Pero  las tareas  de  la siega deben acabar  como empezaron, con un rito, una plegaria que  en la medida de lo posible, restituya a la naturaleza aquello que ha sido alterado por la necesidad.

No se olvidan los aldeanos del espíritu del cereal, dios del grano, quien posiblemente  haya  vuelto cada noche a los campos  que todavía  no  han sido  segados pero de los que día tras día ha tenido que huir ante la acometida de los segadores. Es seguro que permanece  agazapado en la poca mies que todavía queda en pie.

Amanece un día más y como siempre hombres y mujeres  bajan hasta  los campos, pero ya sólo quedan unas cuantos trigos con sus doradas espigas por cortar.

Se concentran  todas las cuadrillas para ser testigos de cómo caen a tierra las últimas espigas.  Los campesinos  han  cambiado las hoces y dediles por cencerros, zambombas, panderos, objetos de metal y sonoras botellas.

Todo el mundo se hace la misma pregunta  del  inicio de la siega: ¿Quién será ahora el valiente  que se atreva a cortar las últimas espigas? ¿Quién la mujer que haga con ellas la última gavilla? Cuando corten los últimos trigos, ¿Dónde irá el  dios del grano? ¿Dónde habitará? ¿Acaso no lanzará su ira contra quien  tenga la osadía de expulsarle definitivamente de la última mies a la que él infundió la vida? ¿No dirigirá en su enfado contra la aldea y traerá la enfermedad y la desgracia a todos sus habitantes?

Pero están entre ellos los reyes del cereal, vestidos de nuevo con hojas de arce como se vistieron para los ritos el inicio de la siega. Son los únicos  pertrechados con la hoz y el dedil para la ocasión, con  esa mezcla  trascendente  de temor y  alegría que les acompañan.  Ser  reyes del cereal comporta obligaciones arriesgadas e ineludibles.

Con pasos lentos y solemnes como cuando  entraron  por primera vez en los campos  entonces llenos a rebosar de trigo, caminan  el rey y la reina del cereal,   pisan los surcos ahora resecos  haciendo crujir los tallos todavía erguidos, hasta llegar al  final del campo donde mecidas por la brisa de la mañana permanecen las últimas espigas. El rey  del  cereal  coloca el dedil en su mano izquierda  y tras contemplarlas durante unos momentos,  da un golpe seco al aire avisando al dios de sus  intenciones. Tras una breve pausa da un segundo golpe, esta vez certero, cortando un buen número de las espigas más cercanas. Prosigue afanosamente hasta llegar a los últimos trigos tratando de evitar que el espíritu del grano  se vuelva  contra él.  Al caer a tierra las últimas espigas, todos los presentes irrumpen  golpeando los panderos, haciendo vibrar las zambombas y  girando  las matracas. Arman así un gran estrépito al tiempo que  gritan con todas sus fuerzas para que el dios del cereal huya  como mínimo  hasta  a las montañas, convencidos de que el dios del grano ha de resistirse a hacerlo.  Y puesto  que vagará durante un tiempo por las montañas  de nuevo  elevan una plegaria en la que le  explican sus intenciones de  volver a sembrar el trigo, la avena y  el centeno en cuanto lleguen las lluvias otoñales, pidiéndole que tenga paciencia, que han cortado  el cereal  por necesidad  y  que  pronto podrá volver a los verdes campos que fueron su morada y en los que ellos , los campesinos, agradecen su presencia. También le ruegan que en su errar  por prados y montañas no  dañe al ganado que pace todavía libre, que ellos sabrán agradecerselo.

La muchacha de ojos negros y pelo caoba, la reina del cereal vestida igualmente con hojas de arce, permanece junto a su prometido rodeada de espigas que ata  en gavillas con un vencejo de color rojo que han bordado sus amigas para la ocasión. Levanta ufana y decidida  la última gavilla al cielo   mientras los presentes  prorrumpen en gritos: ¡Ya ha cogido a la rabosa! ¡Ya ha cogido a la rabosa!

Echan los  segadores  sus sombreros al aire y se abrazan las mujeres dando  saltos de alegría.  Los presentes cambian sus instrumentos de hacer ruido por cascabeles, chiflos y  tarreñas  y  acompañando a los músicos que tocan  dulzainas y rabeles, todos ellos instrumentos de fiesta,  emprenden el camino de regreso a la aldea.

Recuerda el caminante, en algunos de los lugares visitados, haber oído decires  sobre la rabosa cuando se ha finalizado una dura faena o se da  por acabado  un asunto farragoso. ¡Por fin han cogido a la rabosa!  Y comprende que al  espíritu del cereal se le ha relacionado desde siempre con alguno de los animales que los campesinos ven entrar o salir de los sembrados.

Organizada  la comparsa, se dirigen cantando y bailando a la aldea a cuya entrada  han  colocado   una carreta profusamente adornada  con telas y  serpentinas de  colores, tirada  por  una pareja de enormes bueyes, quizás los más grandes de  la  aldea, enjaezados  primorosamente  para la ocasión.

La carreta convertida en carroza sirve de trono a los reyes del cereal  quienes sentados sobre los últimos trigos cosechados,  se dirigen  por las calles de la aldea  hasta la iglesia. La reina del cereal lleva entres sus manos a  la “rabosa” que enseña sonriente a quienes entre vítores  flanquean  su   paso. Reina la alegría pues, aunque  no se han acabado las tareas de la recolección, sí ha   finalizado la primera de ellas, quizás la más dura, la siega.  Hombres y mujeres han soportado el abrasador sol de julio, apenas protegidos  con pañuelos y sombreros de paja, siempre atentos al agua fresca  para evitar el temido  golpe de calor.  

Al paso de la carreta alguien entona una saeta con su peculiar tanadilla que es inmediatamente aplaudida por la gente:  

Diz que parió tu carro
junto a la era;
ya lo sabe tu novia,
la zalamera.

Durante el itinerario se  añaden a la comitiva de segadores quienes no han bajado hasta los campos ni  han formado parte de la charanga,  pero quieren participar en los ritos y  ceremonias que tendrán lugar a partir de este momento.

Un corro de chiquillos de diversas edades  rodea la  carreta que avanza lentamente.  La siguen con admiración, contagiados por  la alegría reinante y observan, con cierto temor reverencial,  a los reyes del cereal  encumbrados  sobre un  trono de paja  a los que arrojan serpentinas de colores. Se les antoja  que arrastran la carroza  unos bueyes  poderosísimos,  casi míticos. Los más mayores  pasan su mano por la yunta  buscando que les sea transmitida fuerza y poder.  
Llegado el cortejo al atrio de la iglesia, es recibido por el cura párroco como ya hiciera  al inicio de la siega. Los reyes del cereal  portan en este caso la “rabosa” en lugar de las primeras espigas. Tras unas palabras de bienvenida en las que  agradece al Todopoderoso los bienes recibidos  y  pide para la aldea todo tipo de venturas, hace girar solemnemente su blanca capa pluvial elegida por su color como signo de alegría para la ocasión y  entra  en el templo   seguido también en esta ocasión de las mujeres y hombres del concejo  para cantar la misa de acción de gracias.
Antes de la misa, depositan  los reyes del cereal “la rabosa” en altar de Santa Ana, madre de la Virgen María, pues son las madres quienes molerán el trigo y cocerán el pan para su familia durante todo el año. Tras  el ofertorio de la última gavilla, sale la gente de nuevo al atrio del templo pero en lugar de dispersarse se dirigen todos juntos  hasta una de las eras,  elegida  entre  las que  serán escenario a partir de este día  de la tarea de la trilla y  posteriormente  la criba del grano.
Allí sobre la parva depositada, presta para ser triturada, han colocado los trillos con sus cortantes piedras de pedernal incrustadas  con arte y  sabiduría en  un pesado madero  para que no caigan  cuando  sea  arrastrado una y otra vez por la superficie empedrada. También han sido depositados sobre la era los lenzuelos que servirán para cubrir el grano en caso de lluvia y transportar  la paja o el grano una vez  hayan sido separados por la acción de los trillos. Están también  allí presentes  las horcas y bieldos para aventar, las palas con las que se torna la parva, los rastrillos que servirán para trasladarla al lugar idóneo donde debe ser aventada  y  finalmente las cribas que se usarán  para tamizar y  limpiar el grano antes de meterlo en las sacas.

Bajan los reyes del cereal de la carreta ceremonial mientras  algunos segadores del  séquito  que les han acompañado  suben a la misma y usando  horcas y  bieldos echan sobre la era  las últimas gavillas recolectadas.  Mujeres vestidas para la ocasión con faldas verdes ribeteadas de negro,  aflojan los vencejos y la última mies queda desparramada  sobre la parva previamente deposita en la era. El cura párroco, dispuesto siempre a bendecir lo que se le ponga por delante, asperja las herramientas  así  como al cereal  tendido sobre la era e incluso a los mulos allí  presentes que tirarán de los trillos. Finalizada la ceremonia, el carro con sus adornos quedará  junto a la era  hasta el final de la trilla, como testimonio de cuanto acontece a lo largo del verano.

Cuando  comienza a escasear la luz en la era, quienes se han  charlado animosamente se  retiran a sus casas para descansar. Todos tienen presente que han de madrugar pues retozar sobre las suaves sábanas de algodón no es  propio del verano. Ya llegará el invierno, cuando el  frio invada  la aldea y no sea necesario aprovechar  ya toda la luz del día para el trabajo ni exista el temor  a que se malogre el  cereal cosechado. De momento  hay que  seguir  soportando el sobresalto de  quienes golpean las puertas  cada mañana llamando  al trabajo. Aún  han de contemplar  campesinos y campesinas  subidos  en los trillos cómo  la constelación de León recibe al sol naciente y cómo  al otro lado del firmamento el  Boyero  hace girar la esfera celeste.  

Observa el caminante que para la tarea de la trilla está presente mayores, jóvenes y  niños, es decir, casi toda la aldea. Las madres  jóvenes algunas cuyos bebés tienen apenas  meses y los  adolescentes  que  acudieron a los campos de trigo para llevar el agua y las viandas a los segadores, pero a los que no se les permitió segar, ahora protegidos  con pañuelos y  sombreros de paja, se aprestan a realizar las tareas que les son encomendadas. Se improvisan  cunas sobre rudos celemines y medias fanegas, recipientes que han de servir  para medir el  grano. Quedan al cuidado de los bebés las mujeres más  ancianas, bajo la acogedora sombra de los olmos a una distancia prudencial para que no les llegue el polvo, mientras las jóvenes se aprestan a subir también a los trillos.

La primera tarea consiste en soltar los vencejos con los que se ataron las gavillas e igualar  la parva sobre el suelo de la era, mientras esto hacen mujeres y niños los hombres  se dirigen  a las cuadras  a sacar  las caballerías. Les colocan las colleras rellenas de paja para evitar que los machos se dañen cuando  tiren del trillo con su pesada carga de humanos y  piedras con las que se aumenta el peso.   Llegadas las caballerías a la era, una vez igualada la parva, se les permite que pisen la mies durante un rato y hagan caer  de la espiga los primeros granos. Luego les atan cuidosamente   los trillos  y  a una voz  mujeres, hombres y niños suben a ellos. Restallan los zurriagos y los machos inquietos se ponen en marcha mientras se escucha el continuo repiqueteo de las campanillas colgadas de los terrollos. Se produce una excitación general y hombres, mujeres y niños sujetan  sus sombreros de que marcan los trillos, mientras los niños se divierten intentando ponerse y mantenerse de pie.

No cabe duda, reflexiona de nuevo  el caminante a la vista del espectáculo, que el trabajo y el divertimento van parejos y que es el carácter alegre de aquella gente síntoma de un espíritu libre  y resistente  ante la adversidad.

Con el movimiento  de animales y trillos se levanta poco a poco una nube de polvo cada vez  más espesa y los allí presentes protegen sus cabezas con sombreros y sus bocas  y narices con  pañuelos. Por ello  necesitan parar  de vez en cuando, para refrescar las gargantas.Alguien tras empinar  el botijo,  tomar un buen trago de agua fresca y  secarse  la boca con la polvorienta  manga de la camisa canta:  

Mira,
Qué salada va,
qué salada va;
subida en el trillo,
cuántas vueltas da.

La aludida mira y brinda una amplia sonrisa al que canta, sacude las amarras, lanza al aire un sonoro “arre lucero” y mulo y trillo se alejan con un repiqueteo de campanillas.

El sol construye su reloj con la sombra de los árboles y suenan en la torre de la iglesia las campanas anunciando el ángelus.  Sabedores de las rutinas, los machos frenan su carrera y extienden  las  orejas presto a oír las voces de quienes  les cabalgan.  Saltan los niños desde  los trillos y corren  cada uno hacia su casa. Las mujeres que  finalizada la segunda torna  habían dejado la era para ir preparar la comida, esperan  junto  a los fogones a que acudan sus hijos y  maridos. Pero los hombres  todavía tardarán en llegar a casa, pues han de devolver las caballerías a las cuadras, darles de beber, echarles la cebada  y cubrirles la grupa con una manta para que no se enfríen mientras dura la parada.  

Tras la comida viene la reparadora siesta, pero la trilla nunca para pues como señala el dicho: “el sol toma el relevo”. Así pues mientras  humanos y animales reparan sus fuerzas y  se protegen de la tiranía del sol de agosto, éste desde su cénit en un alarde de poder  va resquebrajando  el cereal que  ha quedado solitario, extendido sobre la era.  Pero aunque el ardiente sol colabore, la parada no puede prologarse y hay que seguir aprovechando la luz del día. Por la tarde es necesario tornar la parva  y  pasar los trillos una vez más. Incluso cuando el astro rey, fatigado, declina y  busca  el ocaso, ocurre que una  suave brisa se levanta en la era. Es el momento de aventar  y  separar  la paja del grano.  Para ello amontonan los campesinos la mies trillada a un lado de la era, según sea la dirección del viento, con la ayuda de los mulos que tiran de una rastra. Se calcula cada día dónde ha de caer la paja  y dónde  el grano.  
Ocupan las eras desde tiempos inmemoriales las colinas próximas a la aldea, allí donde más corre la brisa vespertina  en el verano. No lejos de ellas se han ido construyendo los pajares, los almacenes  de heno y los graneros.  Y por sentido práctico  también los apriscos y leñeros.  En su conjunto da la sensación de un segundo un recinto aldeano, pero allí a una prudente distancia de la aldea sólo vive el ganado y sus perros guardianes cuando no están sueltos por los prados circundantes o  han subido a las montañas. El heno y la paja perfuman aquellos recintos y en ocasiones cuando sopla el viento, toda la aldea.  

Nada más se elevan al aire los primeros bieldos, hombres y  mujeres ciñen  de nuevo  sus cabezas con  los sombreros de paja y tapan el rostro con los pañuelos.  El caminante  se deleita  viendo como el cereal trillado  es lanzado al viento una y otra vez y cómo mientras  el grano cae a poca distancia, la paja  se deposita  suavemente en los límites de la era. Tiene ahora la ocasión de ver en vivo lo que hasta  entonces sólo ha visto  representado en dibujos y lienzos.  Un canto a la libertad del campesino que ejerce su trabajo en comunidad, símbolo de independencia y  libertad cuando se ejerce sin servir ni ser servido.
En estas tareas transcurre el  mes de agosto. Se trilla por la mañana y se avienta por la tarde cada día  hasta conseguir  los añorados montones de grano y  refulgente paja. Cuando  se acaban  el trabajo  en una de las eras, los campesinos acuden  a las otras para  ayudar  al resto  y así acabar las tareas de la trilla todos a la vez, sabedores de que juntos han de participar de la fiesta final.

En la medida que avanza la trilla los espíritus se relajan, pues  crece la certeza de que salvado la cosecha de las inclemencias del tiempo y  la voracidad de algunos animales  y  aunque aún faltan tareas que realizar,  cada día que pasa se despierta  más ese instinto de juego, gracia,  ironía y seducción  propio de la juventud.  Pero no pueden relajarse del todo  y es  necesario contener  un poco más  los impulsos lúdicos para acabar con las últimas tareas: la limpieza  y  el almacenamiento del grano y la paja.

Es la limpia también una tarea familiar en la que participan  a veces  hasta los más pequeños. Unos cogen las palas para cargar el grano, otros las zarandas, otros  los cedazos  o  las cribas de granzas, según la edad y la tarea encomendada.  Se platica y ¡cómo no! se canta.

Todo lo cría la tierra,
todo se lo come el sol,
todo lo puede el dinero,
todo lo vence el amor.

En la medida en que avanza  la criba van apareciendo muelos por toda la era que  emulan  las hacinas  de las hormigas a la puerta de sus hormigueros. Al fin y al cabo, piensa el caminante, insectos y aldeanos realizan tareas semejantes en previsión de los fríos invernales y  a diferencia de la cigarra que canta todo el verano, sólo templan sus rabeles y bandurrias cuando  han acabado  definitivamente la dura tarea de la recolección y llega la fiesta. ¿Quién sabe si también  las hormigas celebran  con satisfacción y alegría el final del verano?

Acostumbran los campesinos a dormir en las eras, junto a los muelos, hasta que sean cargados en sacas  y  depositados en los graneros. Pero  a diferencia de la premura con que se realizaban las tareas de la siega y la trilla, ha desaparecido la desazón  y no  hay prisa en  dar por acabadas  estas últimas tareas del acarreo ni tienen  los aldeanos prisa por llevar el cereal limpio y amontonado a los graneros. ¿Tanto han durado  los trabajos de la siega que se han acostumbrado a ellos? ¿Tan entrañables ha  sido para los campesinos y campesinas el trabajo del verano como para no querer que se acabe?

No, ciertamente no, piensa el caminante, esta ralentización de las tareas al final de la recolección ha de encerrar  un significado  que  le gustaría desentrañar.  ¿Por qué  reposan   dispersos los lenzuelos con el grano y las sacas  sobre la era?  Hay quien dice que han de vigilar  lo  que permanece  a la intemperie de la posible rapiña de animales y humanos. Pero nadie ha robado nunca el grano metido en sacas y los depredadores tendrían más dificultad  de acceder a él  protegido por los lenzuelos  que cuando estén  en los graneros. Tampoco es creíble  que haya aparecido súbitamente la indolencia entre quienes han mostrado su heroica diligencia durante los calurosos meses del verano.

No cabe duda, piensa el caminante,  que se trata del rito, siempre presente en el quehacer aldeano,  que como la búsqueda de alimento y la necesidad de respirar, forma parte de su vida.  Una vez más el pensamiento mágico, asociado a las necesidades más primarias de los humanos nos proporciona una  explicación plausible. Se trata de la fecundidad del grano que como semilla que es, encierra vida por una doble vía,  cómo germen  y como alimento.
Así pues, concluye el caminante,  lo que buscan los jóvenes campesinos, mujeres y hombres que duermen  junto a los muelos durante las últimas  noches  de agosto  no es sino que les sea trasmitida la fecundidad demostrada del cereal, antes de que sea encerrada en los  graneros  de la misma manera que el grano silvestre cae y es enterrado  en el reino del Hades, bajo la tierra húmeda del otoño, para brotar con energía renovada en primavera.

Es por  ello que  porfían mozas y  mozos  por dejarse caer sobre los muelos.  Es por ello que ríen,  se abrazan y  revuelcan  en ellos.  Por eso duermen  juntos al raso  los últimos días  de agosto, disfrutando de las que quizás sean las últimas noches estrelladas, viendo salir por el sur y recorrer majestuosamente la esfera celeste a Escorpio,  Sagitario, Acuario y Piscis hasta desaparecer por el oeste, siguiendo el mismo camino marcado por los centelleantes cascos de los corceles de Helio en su carrera diurna.

Es necesario que el tiempo se detenga un momento  y surja al milagro del amor. Saben los adultos que no han de  importunarles en su alegría y en su  libertad, como ocurriera con  ellos mismos cuando eran  jóvenes .Tampoco lo hará el caminante quien  contempla desde su casa cómo  la luna tamizada con luz de plata  ilumina  los lejanos bosques y las cimas de las montañas  mientras  oye  en  la lejanía de las eras las risas y las melodías entonadas por los jóvenes guardianes del cereal como si de coros ocultos en la tramoya del escenario de una vibrante ópera  se tratara.

El secreto de tu pecho
no se lo cuentes a nadie
que sólo lo guardarán
aquellos que no lo saben

Entre silencio y silencio se oyen en la noche nuevas tonadillas: 

Un limón eché a rodar
y a tu puerta se paró,
hasta los limones saben
que nos queremos tú y yo

Y  más tarde

Cuando salgas a la calle
y sientas el aire fresco
no eches la culpa al viento
porque son mis pensamientos

Pasan los días y el cazador Orión y su perro Sirius  ocupan  ya el centro de la esfera celeste mientras el recorrido del resto de estrellas marca la hora  en el  reloj nocturno.  Se  ha levantado  un viento fresco, propio de finales de agosto, que obliga al caminante a cerrar la ventana y  los enamorados  fundirse en un cálido abrazo.

Tienes unos ojos, niña
que es donde me miro yo
no los cierres, que me matas
no los cierres, ábrelos.

Queda el caminante intrigado por el tipo de relaciones profundamente amistosas de los habitantes de la aldea con quienes ha convivido  durante  tantos meses. Se pregunta  acerca de los celos, las rivalidades, envidias y todas aquellas  pasiones que crecen junto al amor como crecen los espinos entre las flores más bellas  y  los abrojos entre las hierbas de prados y caminos.  Ha observado que junto a los impulsos más pasionales, prístinamente humanos, aparece siempre  la amistad y la lealtad,  frutos de ese otro amor que tejido  desde la infancia  permanece  en  el tiempo.  Convivencia amorosa  preservada como un tesoro que ofrece la solución del perdón como un  talismán  que  puede solucionar los conflictos.

Buena moza no te llamo
porque sé que no lo eres
pero te llamo salada
que es mucha sal la que tiene.

Es la aldea, para el caminante  un lugar privilegiado  para conocer y aprender cómo se funde  la pasión y la amistad  en el crisol de la vida  con sus dolores, desengaños, penas y alegrías  sin pretender que dejen de existir ni la una ni la otra. Como decían los alquimistas, el verdadero amor, mezcla de pasión y entrega es aquella piedra filosofal  de cuya sabiduría se nutren las decisiones  que hay que tomar en la medida en  que transcurre la vida. 

Pero  han llegado ya los primeros días de septiembre y  el León en coyunda con el ardiente Helios   pone el fin  a los breves amoríos estivales, tras los que se continua con el acarreo del grano que es depositado en los trojes construidos  con la idea de albergar  en cada uno de ellos un tipo de grano diferente.

Del mismo modo,  tiene lugar el transporte de la paja y es en los pajares donde una caterva de niños  presta su colaboración al hacer común. Tras cada viaje, depositada la paja, saltan sobre ella los rapaces hasta conseguir  endurecerla  y reducir su volumen y así  pueda tener cabida en su totalidad. Es esta tarea apropiada para  ellos  pues cuando la paja casi toca el techo, son los que mejor se mueven en tan reducido espacio. Apoyados en horcas y a veces teniendo que desplazarse de rodillas o casi tumbados, ríen y porfían. Una vez más el juego y el trabajo forman  una unidad  desde la infancia.

Sin duda  aquellas noches últimas del verano vividas junto a los muelos, plenas de satisfacción, serán evocadas  durante el invierno al entrar en los  graneros y  el olor de la mies alimente sus deseos de estar con el amado   y  acicatee los compromisos matrimoniales. Y  de la misma manera que fermenta la harina  y  se cuece el pan lentamente en los hogares, durante el invierno  ha de madurar  el amor  iniciado.

Pero tal como predicó el  cura  párroco  al recibir por primera vez a los reyes del cereal cuando  recordó que Yahvé había reservado la fiesta de los tabernáculos con su abundancia  para  disfrute de aquellos que habían trabajado dignamente,  con la llegada de septiembre  y  aprovechando  el breve paréntesis de tiempo que transcurre entre  el final  de las tareas del campo y la llegada del frio y por tanto de la  vuelta del  ganado a la aldea,  organizan  los aldeanos  la fiesta  del final de la cosecha.

Tiene ésta como  objeto de dar rienda suelta a la alegría  de haber  finalizado con éxito la tarea estival y también  agradecer  al Creador  su continua providencia  en  los aconteceres aldeanos.  Porque si bien es cierto que el espíritu del grano  es quien ha hecho crecer la cebada, el centeno y  el trigo, quién sino aquel que es omnipotente  lo ha permitido.

Se reunirán para la fiesta  las gentes de la aldea, pero también aquellos hijos e hijas de la misma que casaron con personas de otros lugares, parientes que marcharon por un motivo u otro  a tierras lejanas, amigos y  forasteros. 

Pero, ¿no es acaso nuevo el trigo cosechado que reposa en los graneros? ¡Pues nuevo ha de ser todo lo demás!  Renuévense en primer lugar las personas humanas  como se renueva cada año la naturaleza toda. No importa que ésta prefiera  la primavera para hacerlo de manera ostentosa y los humanos elijan el otoño para renovarse ya que en la primavera los frutos si bien son agradables y sabrosos no son tan abundantes como al final del verano.

Los trigales han sido fértiles, gracias al espíritu del grano, y  los jóvenes han conocido  el amor, es pues tiempo de  hablar  de noviazgos y concertar  matrimonios.   No todo puede ser acordado pues algunos deberán esperar, como los frutos,  a su cumplimiento. Todo tiene su tiempo y  la espera es a su vez  libertad. Pero para aquellos que concierten sus matrimonios, la fiesta de la cosecha es a su vez días de visitas de parientes lejanos además de huéspedes deseosos de conocer a gentes y hogares.

Se procede pues de nuevo, por segunda vez  a la limpieza general de la aldea.  Se pintan las casas, se reparan los hogares, se corta y apiña la leña primera que debe estar disponible para atender a los forasteros con  la  hospitalidad  debida. Sacan  los mayores de sus armarios las ropas más antiguas, las que conforman la tradición  con toda la riqueza de sus hechuras y adornos, con la devoción de saber que son las mimas que vistieron  sus antepasados.

Sin embargo, nuevos son los trajes  con que visten a  niños y niñas para las fiestas otoñales. Se atavían también con elegancia y  novedad  los   parientes y forasteros que vienen a la aldea a conocer  las buenas nuevas familiares, ver a los  recién nacidos,  felicitar a los novios ,intercambiar bienes  y participar de la fiesta.

Entre las muchas actividades que tienen lugar será durante  estos días  cuando se organicen y tengan  lugar las robras en las que tendrán lugar los intercambios de bienes y  se venderá el grano sobrante, señal de que  la  cosecha ha sido buena.

Se avían los carros, se adornan  las caballerías a las que se engalanan con sonoras esquilas   que con seguridad  son a su vez  una señal para sus congéneres que todavía pastan en libertad  para  inicien la bajada anual  hacia prados más cercanos.  Es la fiesta además de  un signo para domésticos, una señal para el resto de animales salvajes qua acostumbrados a los ciclos, quizás encuentren  en la lejana música de rabeles, el alegre  repique   de los panderos y la algarabía de voces humanas  el anuncio  de la cercana quietud invernal. 
Saben los aldeanos que son sus costumbres para el resto de los animales  lo que las de éstos para los humanos: el anuncio de la nueva estación  y  de los cambios por venir. Anuncia la primavera el  vuelo de  las gruyas, momento en que pueden dejar  libre al ganado; indica la atronadora berrea de los ciervos  que el cereal está ya crecido y muestra la frenética actividad de hurones y zorros  agrandando  sus madrigueras que se inicia el verano. De la misma manera  conocen  los animales  salvajes el ruido de hoces y guadañas, los cantos de los segadores y el golpe seco del hacha  en otoño contra el tronco del roble. Cada sonido a su tiempo, marcando el devenir.

Pero conozcan o  no  los habitantes de las montañas  la  fiesta  de los humanos, el fuego del hogar debe ser renovado  como han sido renovada  la pintura de las fachadas de las casas,  los vestidos,  y los útiles necesarios. Para ello el cura párroco, atento siempre a que las costumbres del lugar no se alejen de lo prescrito por la iglesia, abre las puertas del templo  de par en par para que  el  fuego que arde majestuoso sobre el cirio pascual  desde la celebración de la resurrección de Cristo que es a su vez  la resurrección del resto de las plantas, sirva ahora en el otoño para que los aldeanos  enciendan sus hogares con el fuego nuevo que deberá así arder durante el invierno.

De la misma manera,  para que las personas inicien también una nueva vida y no sean sólo  los objetos inertes los que muestren su pureza, ha dispuesto el  representante del clero un amplio  horario de atención a sus feligreses  con  objeto de que puedan confesar sus pecados y arrepentidos  hagan el propósito de la enmienda que no es sino la determinación  de no  volver a hacer aquello que daña al prójimo y a uno mismo. Con este rito pueden los asistentes, tras  sanar sus almas y  renovar sus espíritus, participar adecuada y plenamente de la fiesta.

Y como la bebida, usada con moderación, no ensucia el cuerpo ni enturbia el alma, los aldeanos sacan para la ocasión  la cerveza hecha con la cebada  y el trigo sobrante del año anterior que ha reposado un año entero en las tinajas, pues si  bien el grano se dedica principalmente a la alimentación, no debe  faltar como agradable bebida.  Pero como  tiene la virtud de abrir la boca de cuantos la saborean, se  improvisan coplas, se lanzan piropos y se hacen requiebros:

Desde tu puerta a la iglesia
voy a sembrar una parra
pa cuando vayas a misa
no te dé  el sol en la cara

Ponen los y las amantes atención en quienes los dicen esperando oír la voz deseada.

Un vasito de tu casa
mi vida, quisiera ser
para besarte en los labios
cuando fueras a beber

Los músicos con sus rabeles y bandurrias recorren varias veces la aldea de norte a sur y de este a oeste para  dejar constancia de la alegría que anida en los corazones de quienes con la satisfacción del trabajo bien hecho, han finalizado uno de los muchos ciclos de sus vidas y  disfrutan ahora de la abundancia. Un corro  de gente menuda les acompaña de aquí para allá, al principio incansable para luego declinar en sus intentos. La gente  sonríe o  aplaude al verlos pasar participando de la  hermandad y la excitación  general. Tiene el caminante que  hacer algún que otro gesto indicándole silencio a su fiel Akros  quien  contagiado de la misma excitación general ladra a las comparsas.

Finalizada la fiesta de la cosecha, la normalidad  torna  poco a poco a la aldea. Los forasteros  vuelven  a sus respectivos lugares de origen, los familiares se despiden hasta próximas ocasiones, los aldeanos y  aldeanas  se  centran cada vez más en las tareas que les son propias  dentro y fuera de los hogares, cada uno según su edad.

El  viento se hace cada vez más húmedo y helado, las tormentas se multiplican y el olor del bosque va penetrando en la aldea con el paso de los días. Los cencerros de las vacas a quienes acompañan sus terneros  nacidos durante el verano, se oyen  cada vez más cercanos a la aldea. Hace días que  pastan  en  los prados medios y bajos y  pronto  buscarán definitivamente  la calidez de las cuadras y el cuidado de sus dueños. Tienen, no cabe duda, estos fámulos su peculiar manera de medir el tiempo. Es por ello que se apresuran los campesinos  a preparar las cuadras , verter el heno en los pesebres y derramar la paja por el suelo de los establos.

La lluvia ha cambiado drásticamente su pasado aspecto seco y ardiente de las eras por el  suave reflejo del agua sobre las losas de pizarra.  La hierba ha empezado a crecer  y el viento se ha encargado de  hacer desaparecer  la poca paja que tras la trilla había quedado esparcida por doquier. 

Piensa el caminante con qué rapidez cambia  la vida y el sino de las cosas y recuerda que hace ya muchos siglos un tal Heráclito, pensador originario de Éfeso, ciudad griega del Helesponto,  predicaba el cambio perpetuo de todo lo existente incluidos la  tierra, el  fuego y los dioses. Hace apenas unos días  se podían oír allí mismo gritos animando a las acémilas a no detenerse sobre los trigos, bromas y risas de hombres y mujeres y especialmente de los niños como una explosión de vida. Ahora  por el contrario, un monótono repique del agua en el silencio no hace  sino acrecentar  la sensación de soledad.

Así es la vida, se dijo, hecha de trabajo, abrazos y risas pero también de silencio. Cada cosa a su tiempo.  Ahora el campo ofrece la relajada soledad de cobre en los bosques de hayas, el repentino silbido del rebeco desde los peñascales o el inquietante  gruñido del jabalí que de la misma manera que el ganado pero sin perder su libertad,  se acerca cada vez más  a la aldea  en este caso con el propósito  de encontrar  alimento en huertos y campos ahora desiertos.

El cielo se  ha vuelto definitivamente gris durante la mayor parte del día y falta  poco para que el ganado haga su entrada  anual en la aldea.  Los caballos hace unos días libres, trotan ahora  en los  vallados que rodean las cuadras. Balan los corderos llamando a sus madres en los apriscos. Aún saldrán a pacer algunos días con los pastores, acompañados de sus poderosos  mastines, pero pronto las nieves impedirán  cualquier  otra forma de alimentación que no sea el grano y el heno que solícitos les proporcionen los aldeanos.  Relucen  los bidones  de nuevo junto a las jambas de los establos, en espera de ser colmados con la abundante y  suculenta  leche de quienes se han alimentado  durante todo el verano con la tierna hierba de los prados.  Se perfuma la aldea con el heno removido.

La  estación otoñal  ofrece también  la posibilidad de recoger los frutos del castaño, el avellano y el nogal, así como cosechar  hongos y setas con las que se prodiga el bosque, pero son éstas tareas que ya  no se realizan  en comunidad sino al arbitrio de cada hogar, anunciando así  el  recogimiento familiar propio del invierno. Continúan los aldeanos amontonando leña en los cobertizos con la que afrontar los próximos meses que serán los  más fríos del año.

Corre de nuevo  el agua por las cunetas y los arroyos, tras el estiaje estival. En la cercana chopera se oye corretear  a los pequeños roedores sobre la hojarasca.  Los habitantes del bosque  aprovechan el silencio avenido para comunicarse  con sus gruñidos, chillidos y demás voces que les son propias.  Grazna el cuervo en los prados solitarios, mientras pasea solemne el águila, soberana de  la paz del valle, por las alturas. Delata el blanco humo de las chimeneas los quehaceres cotidianos junto al fuego al amparo del frio invernal, recordando y soñando nuevas  andaduras.  No han de faltar entre los amantes las rondas vespertinas, ni el reposado caminar  de los caballos, ahora si ataduras, bajando a la fuente que alimenta el molino, ni el maullido del gato que  pide entrar al corral. Pero serán todos ellos  ruidos propios de  la inmensa quietud  otoñal.

Como en otras ocasiones, el caminante sabe que ha llegado el momento de su partida. Puede parecer   imprudente ponerse en  marcha cuando la temperatura baja cada día y presagia un duro caminar; pero el espíritu sopla, como dicen, cuándo y dónde quiere, y la libertad tiene un precio que no  se debe rehuir. En cualquier caso, aunque empieza a sentirse el frio, no han caído todavía las primeras nieves y  las cimas de las montañas  deleitan todavía con su verdor.

Una vez más  desconoce  el caminante qué le mueve a dejar un lugar  y buscar nuevos horizontes. Cree que este impulso nace de  la admiración que le proporciona  en  cada etapa  lo insondable y variado del vivir humano. En la convivencia con las gentes de cada aldea por la que pasa experimenta algo nuevo,  una nueva manera de sentir  hasta entonces casi desconocida  y  oculta en su interior.

Desde el campanario se oye una vez más  el seco y alargado sonido del bronce. El sol ha derretido ya el rocío que derrama la aurora sobre la tierra en las frescas mañanas de otoño. Es la hora adecuada para emprender el camino.  Tras volver a contemplar las últimas casas de la aldea durante unos segundos  se gira el caminante repentinamente como quien sabe que debe dejar a quienes ama, emprende  el camino. No quiere más añoranza que la estrictamente necesaria.

Ahí, al frente está de nuevo  flanqueado por las mismas montañas el valle oteara a su llegada desde la atalaya.

Akros, contento  siempre de lo que haga o deje de hacer su amo, deseoso  de estar con él y contagiado por su espíritu de aventura  toma animosamente el camino  que atraviesa una y otra vez  como queriendo oler de una todas las plantas que le salen al paso. De vez en cuando se para a  husmear algunas babosas que como él, aunque perezosas, cruzan también el camino. Un arrendajo de color pardo, alas azuladas y cola negra, aposentado en una empalizada próxima, lanza  su estridente chillido y eleva el vuelo  en dirección a unos álamos cercanos. Un coro de pájaros responden con gorjeos desde la espesura. En el horizonte  las nubes muestran  tímidos  arreboles. Balidos y  relinchos en la lejanía  indican  al caminante  que  ha cubierto ya una larga distancia.

Hay que seguir viviendo, se dice, dispuesto a olvidar;  pero a su corazón  acude una canción.

De lejos,
con sed de amores,
vienen al pueblo
los segadores.
Cantando y silbando
sus tonadillas
cortarán los trigos 
para mi niña
  
Y recuerda que alguien dijo:  “ el amor todo lo espera”.


© Rafael Rodrigo Navarro  del libro “ Estampas rústicas”,  2013